Medialuna en Turquía

1 de agosto, 2007

Londres—¿Es Recep Tayyip Erdogan, el reelecto Primer Ministro de Turquía, un fundamentalista encubierto que aguarda el momento oportuno para desmantelar el legado de Kemal Ataturk, el arquitecto de la república secular de su país? ¿O se trata del dirigente que fijará un modelo para el mundo musulmán, reconciliando al Islam –su propio credo y el de sus compatriotas— con el Estado de Derecho, la separación del Estado y la religión, la economía de mercado y la Unión Europea, a la que afirma querer ingresar?

Hay sólidos argumentos para justificar ambos pareceres—de allí la extraordinaria importancia de lo que acontece hoy en un país acaso más decisivo incluso que Paquistán para las relaciones del Occidente con el Islam. Antes de ser elegido por primera vez en 2002, Erdogan hizo poco por soslayar sus convicciones islamistas. Su Partido Justicia y Desarrollo y muchos de sus electores estaban empecinados en hacer retroceder las fronteras del Estado secular erigido tras la Primera Guerra Mundial y permitir que el dogma religioso infiltrase las instituciones turcas. Pero, desde su llegada al poder, ha sido cauteloso, en gran medida para no dar municiones a las elites intelectuales occidentalizadas y a las clases medias temerosas de una eventual islamización.

En su lugar, ha abierto la economía con resultados asombrosos, sosegado muchos de los vestigios autoritarios de la república militarizada que heredó e iniciado negociaciones para el ingreso en la Unión Europea. Es cierto: hace unos meses, trató de hacer que su ministro de Relaciones Exteriores, Abdullah Gul, a quien muchos perciben como una amenaza para el secularismo, fuese designado Presidente. El envite provocó una feroz respuesta de muchos turcos y especialmente de los militares, implacables garantes del legado secular de Ataturk. Pero, aún cuando el electorado turco lo reivindicó en las urnas hace pocos días al reeligirlo, Erdogan ha señalado que buscará una figura menos controversial para el cargo, simbólico pero influyente, de Presidente. Ha prometido también una liberalización más amplia, algo que dificultaría promover una línea islamista en el futuro incluso si su moderación reciente ha sido un ardid táctico para evitar una confrontación prematura con los cuarteles.

A diferencia de Irán, donde el secularismo impuesto por el Sha provocó una revolución chiíta fanática, el secularismo autoritario turco ha dado pie hasta ahora a una especie de Islam “light” que podría, si Erdogan y sus sucesores se mantienen en el actual sendero, poner un freno al fundamentalismo a través de la democracia liberal y la economía global. Eso marcaría un pronunciado contraste con Siria, Egipto y Algarea, donde el arma contra el jihadismo ha sido el despotismo corrupto.

Por supuesto, no podemos todavía estar totalmente seguros de lo que tiene en mente Erdogan. En este momento, nadie sabe si se propone realmente reconciliar al Islam con el Occidente, estableciendo un precedente valioso en un mundo musulmán atrapado entre la espada y la pared de gobiernos autocráticos que utiliza el fundamentalismo como excusa y un radicalismo islámico cuya violencia se ha vuelto la única respuesta eficaz a ojos de las masas. Existe, es verdad, el peligro de que el gobierno turco utilice la buena disposición que ha generado en muchos sectores occidentales —incluida la contigua Unión Europea— para acabar con los defensores de la república secular y limpiar el camino a favor de una futura islamización. A juzgar por su aplastante victoria y por el hecho de que el partido fundado por Ataturk ha quedado reducido a 21 por ciento de los votos, los adversarios de Erdogan ya están debilitados.

Por lo tanto, ¿debería el mundo arriesgarse y confiar en Erdogan? No creo que exista una opción mejor en estos momentos. Los militares no son una alternativa deseable y hay tantos temas candentes en Turquía —comenzando con la cuestión kurda— que cualquier desviación fundamentalista del gobierno probablemente prendería fuego a la pradera. De hecho, es probable que la resistencia de la Unión Europea al ingreso de Turquía en las últimas dos décadas haya fortalecido al Islam entre muchos jóvenes turcos hartos de una república gobernada indirectamente por un establishment militar al que perciben como el aliado del Occidente a través de la OTAN.

Toda tentativa respaldada por el Occidente de reducir el fundamentalismo mediante sistemas autoritarios en el Medio Oriente ha acabado por fomentar el radicalismo islámico. Tal vez sea hora de darle a esta versión moderada la oportunidad de mostrar si sirve. Hasta ahora, ha actuado a través del sistema republicano, adoptado la democracia y el capitalismo, y llamado a la puerta del Occidente liberal. Eso no puede ser del agrado de Osama Bin Laden y debe haber puesto nerviosos a algunos déspotas sunitas en la región.

(c) 2007, The Washington Post Writers Group

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