Washington, DC—Cuando era más joven, el nombre de Milton Friedman era mala palabra en gran parte de América del Sur, donde era visto como un cómplice del dictador chileno Augusto Pinochet. En Gran Bretaña, donde pasé parte de mi adolescencia, la izquierda decía que era mentor intelectual del esfuerzo de Margaret Thatcher por aplastar al hombre común bajo la aplanadora del gran capital. Comencé, pues, a leerlo como una monja leería literatura erótica en el convento: con la irresistible sensación de lo prohibido.
La primera acusación era una exageración, a la que el propio Friedman en parte contribuyó. La segunda era una falsificación cabal de todo lo que el Premio Nobel norteamericano postuló.
Sí, tuvo un breve encuentro con Pinochet y, durante su régimen, hizo una visita a Santiago para hablar de mercados libres. No fue en modo alguno un consejero permanente y muchos de los “friedmanianos” que llevaron a cabo las reformas del gobierno militar tuvieron poca relación con él. Pero su argumento de que los mercados libres eventualmente socavarían a la dictadura sonaba como una racionalización justificatoria antes que un deseo de acabar con ella. Sus críticos se lo reprocharon aún cuando tuvieron el tino de preservar las reformas una vez que la democracia llegó a Chile.
En cuanto a la supuesta defensa del gran capital en detrimento del hombre común, la verdad es que Friedman hizo exactamente lo contrario. Para él, la separación entre el Estado y los negocios era tan importante como la separación entre el Estado y la Iglesia. Comprendía que las empresas suelen prefir que el gobierno tuerza las reglas en su favor antes que competir: era partidario de que el hombre común, es decir el consumidor, y no el legislador con la complicidad del gran capital, determinara el éxito o el fracaso en el mercado.
La expresión “libertad para elegir” lo decía todo: se refería a la necesidad de multiplicar las opciones a disposición del hombre corriente. En los países donde las ideas de Friedman triunfaron, los trabajadores se convirtieron en accionistas, los inquilinos de viviendas estatales en propietarios y los jóvenes sin títulos universitarios en empresarios, mientras que muchos gigantes corporativos se desplomaban bajo el imperio del hombre común que, fortalecido por la separación entre el Estado y los negocios, ejercía sus preferencias cotidianas como consumidor.
Quienes rinden tributo a Friedman en estos días mencionan sus contribuciones teóricas. Merecen, por cierto, un gran elogio. Entre ellas, su idea de que no son los factores de corto plazo sino las expectativas de largo plazo lo que influye en los patrones de consumo, razón por la cual el estímulo estatal a la producción mediante el ardid de colocar dinero artificial en el bolsillo de la gente está condenado al fracaso. También desmitificó la superstición según la cual la inflación era el precio indispensable para reducir el desempleo. Precisamente porque eso no era cierto, la palabra “stanflación”, utilizada hasta entonces en círculos académicos, se volvió de uso corriente en los años 70, cuando la inflación y el desempleo demostraron que iban de la mano. Finalmente, es memorable su denuncia de la Reserva Federal como culpable de la Gran Depresión por no relajar las condiciones monetarias en las etapas iniciales de la recesión. Este “descubrimiento” contribuyó a que los políticos alinearan la política monetaria con la economía real en muchas partes.
A diferencia de muchos economistas, no permitió que su área de especialización acotara su visión humanista. Absorbió conocimientos de muchas otras disciplinas que le contaron lo rica e impredecible que es la experiencia humana. Gracias a ello, aprendió el valor de la humildad a la hora de abordar la economía. Porque entendía lo elástica y libre que es la psiquis humana, se negó a ver a la sociedad como una ecuación matemática.
Friedman simbolizó, como pocos contemporáneos, el poder de las ideas. Millones de personas que no han oído su nombre viven hoy mejor en países del Asia y de Europa Central (o en el Reino Unido) en parte debido a que sus ideas fueron más resistentes que los prejuicios que durante años rodearon su nombre en círculos políticos e intelectuales, que los ‘ingenieros sociales” que quisieron imponer sus caprichos burocráticos bajo el pretexto del altruismo o que los Estados policíacos que se pensaban eternos.
En círculos liberales—vaya ironía—Friedman era considerado un moderado; aceptaba la intervención estatal en mucha esferas en las que otros la recusaban (su propio hijo es anarquista). En el ancho mundo, era visto como el último radical. Pero esa es una cuestión de percepción. Su denuncia del servicio militar obligatorio en los Estados Unidos, en los años 60, parecía tan radical como lo parecen quienes defienden hoy su restablecimiento. Lo cual significa que mucho de lo que postuló no era otra cosa que sentido común.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
Milton Friedman
Washington, DC—Cuando era más joven, el nombre de Milton Friedman era mala palabra en gran parte de América del Sur, donde era visto como un cómplice del dictador chileno Augusto Pinochet. En Gran Bretaña, donde pasé parte de mi adolescencia, la izquierda decía que era mentor intelectual del esfuerzo de Margaret Thatcher por aplastar al hombre común bajo la aplanadora del gran capital. Comencé, pues, a leerlo como una monja leería literatura erótica en el convento: con la irresistible sensación de lo prohibido.
La primera acusación era una exageración, a la que el propio Friedman en parte contribuyó. La segunda era una falsificación cabal de todo lo que el Premio Nobel norteamericano postuló.
Sí, tuvo un breve encuentro con Pinochet y, durante su régimen, hizo una visita a Santiago para hablar de mercados libres. No fue en modo alguno un consejero permanente y muchos de los “friedmanianos” que llevaron a cabo las reformas del gobierno militar tuvieron poca relación con él. Pero su argumento de que los mercados libres eventualmente socavarían a la dictadura sonaba como una racionalización justificatoria antes que un deseo de acabar con ella. Sus críticos se lo reprocharon aún cuando tuvieron el tino de preservar las reformas una vez que la democracia llegó a Chile.
En cuanto a la supuesta defensa del gran capital en detrimento del hombre común, la verdad es que Friedman hizo exactamente lo contrario. Para él, la separación entre el Estado y los negocios era tan importante como la separación entre el Estado y la Iglesia. Comprendía que las empresas suelen prefir que el gobierno tuerza las reglas en su favor antes que competir: era partidario de que el hombre común, es decir el consumidor, y no el legislador con la complicidad del gran capital, determinara el éxito o el fracaso en el mercado.
La expresión “libertad para elegir” lo decía todo: se refería a la necesidad de multiplicar las opciones a disposición del hombre corriente. En los países donde las ideas de Friedman triunfaron, los trabajadores se convirtieron en accionistas, los inquilinos de viviendas estatales en propietarios y los jóvenes sin títulos universitarios en empresarios, mientras que muchos gigantes corporativos se desplomaban bajo el imperio del hombre común que, fortalecido por la separación entre el Estado y los negocios, ejercía sus preferencias cotidianas como consumidor.
Quienes rinden tributo a Friedman en estos días mencionan sus contribuciones teóricas. Merecen, por cierto, un gran elogio. Entre ellas, su idea de que no son los factores de corto plazo sino las expectativas de largo plazo lo que influye en los patrones de consumo, razón por la cual el estímulo estatal a la producción mediante el ardid de colocar dinero artificial en el bolsillo de la gente está condenado al fracaso. También desmitificó la superstición según la cual la inflación era el precio indispensable para reducir el desempleo. Precisamente porque eso no era cierto, la palabra “stanflación”, utilizada hasta entonces en círculos académicos, se volvió de uso corriente en los años 70, cuando la inflación y el desempleo demostraron que iban de la mano. Finalmente, es memorable su denuncia de la Reserva Federal como culpable de la Gran Depresión por no relajar las condiciones monetarias en las etapas iniciales de la recesión. Este “descubrimiento” contribuyó a que los políticos alinearan la política monetaria con la economía real en muchas partes.
A diferencia de muchos economistas, no permitió que su área de especialización acotara su visión humanista. Absorbió conocimientos de muchas otras disciplinas que le contaron lo rica e impredecible que es la experiencia humana. Gracias a ello, aprendió el valor de la humildad a la hora de abordar la economía. Porque entendía lo elástica y libre que es la psiquis humana, se negó a ver a la sociedad como una ecuación matemática.
Friedman simbolizó, como pocos contemporáneos, el poder de las ideas. Millones de personas que no han oído su nombre viven hoy mejor en países del Asia y de Europa Central (o en el Reino Unido) en parte debido a que sus ideas fueron más resistentes que los prejuicios que durante años rodearon su nombre en círculos políticos e intelectuales, que los ‘ingenieros sociales” que quisieron imponer sus caprichos burocráticos bajo el pretexto del altruismo o que los Estados policíacos que se pensaban eternos.
En círculos liberales—vaya ironía—Friedman era considerado un moderado; aceptaba la intervención estatal en mucha esferas en las que otros la recusaban (su propio hijo es anarquista). En el ancho mundo, era visto como el último radical. Pero esa es una cuestión de percepción. Su denuncia del servicio militar obligatorio en los Estados Unidos, en los años 60, parecía tan radical como lo parecen quienes defienden hoy su restablecimiento. Lo cual significa que mucho de lo que postuló no era otra cosa que sentido común.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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