Washington, DC—Ha sido penoso observar a muchos dirigentes políticos en los Estados Unidos devaluar la rebelión iraní —potencialmente el acontecimiento más importante desde la caída del Muro de Berlín— utilizándola para sacarse ventaja unos a otros, faltándoles el respeto a quienes lo están arriesgando todo en nombre de la civilización.
La derecha vociferaba desde hace años contra Teherán y el Eje del Mal y fustigaba a la Izquierda por plantear negociaciones con la tiranía islámica. Sin embargo, tan pronto millones de iraníes salieron a las calles para desafiar al Presidente Mahmoud Ahmadinejad y al Ayatollah Khamenei, la autoridad suprema, gran parte de la derecha actuó como si odiara más la posibilidad de que un eventual derrocamiento de la teocracia pudiese validar la política exterior de Obama que la conducta del régimen despreciable. Esa es la impresión ofrecida por personajes como el senador John McCain, el representante Eric Cantor (“whip” republicano en el Congreso) y otros que, con respecto a Irán, se han ocupado más del Presidente de los Estados Unidos que de todo lo que está en juego en la crisis persa. No lo digo yo: lo dice incluso Peggy Noonan, la conocida republicana conservadora, que escribió en el Wall Street Journal: “Se trata de un agresivo caso de solipsismo político en acción…Siempre hacen del delicado drama de alguien su excusa para un descomunal discurso teatral”.
Como si estuviesen condicionados por estos líderes y al más puro estilo pavloviano, ciertos medios noticiosos de la derecha subordinaron su cobertura de Irán a los cálculos locales. Si usted hubiese leído sólo el Drudge Report en estos últimos días —por mencionar apenas uno de los sitios Web de tendencia conservadora más populares—, no se habría enterado de que toda una generación de iraníes criados bajo la teocracia están pidiendo que los votos sean contados (democracia), que las mujeres sean tratadas como seres humanos (igualdad ante la ley), que los estudiantes e intelectuales puedan explorar ideas (libertad académica), y, quién lo diría, terminar con la hostilidad hacia Occidente (coexistencia pacífica).
La respuesta inicial del Presidente Obama fue prudente. Lo último que quieren los iraníes, país cuya historia reciente ha estado marcada por retrógrados que prevalecieron sobre los modernizadores mediante el empleo de una mitología nacionalista, es que Estados Unidos se instale en medio de esa lucha. Conviene más a los reformistas iraníes invocar su propia –aunque tenue— tradición de democracia liberal. En 1906, a lomo de un poderoso movimiento en contra de los Shas tradicionales, los iraníes limitaron el poder del monarca, obligándolo a aceptar un Parlamento electo y una constitución liberal. Ese impulso modernizador fue frenado por Reza Pahlavi, el fundador de una nueva dinastía, que llegó al poder en la década de 1920 tras un golpe respaldado por las potencias occidentales. Luego, en los años 50, el Primer Ministro Mohammad Mosaddegh, que lamentablemente adoptó el nacionalismo económico pero intentó (nuevamente) limitar el poder del Sha, fue (otra vez) destituido por un golpe que apoyaron las potencias occidentales.
Estos acontecimientos y la posterior alianza entre el corrupto Sha y las democracias liberales en plena Guerra Fría alimentaron la mitología anti-occidental en la que el Ayatola Khomeini basó su revolución islámica a fines de los años 70. Lo que la Resistencia iraní está haciendo ahora, de forma consciente o no, es rescatar los diminutos filamentos de esa tradición liberal que llevan tiempo enterrados bajo una enorme mendacidad ideológica. Los Estados Unidos no deben hacer nada que dificulte esa búsqueda.
Por eso, a pesar de que actuó en un principio de manera más inteligente que muchos de sus críticos internos, el presidente Obama cometió un grave error de apreciación cuando sostuvo que no existe gran diferencia entre Ahmadinejad y su retador, Mir-Hossein Mousavi. Nadie que desobedezca abiertamente al Ayatola Khamenei y ponga la legitimidad electoral —es decir: la idea de un gobierno por consentimiento popular— por encima de la palabra de Dios emanada del Líder Supremo puede ser comparado, hasta que demuestre lo contrario, con el régimen al que combaten. Sus seguidores obviamente lo ven de ese modo, incluidas las mujeres que marchan portando carteles en inglés, la lengua de Satán, o los estudiantes que nos narran sus historias revolucionarias a través de la tecnología occidental, para quienes Twitter, YouTube y Facebook significan lo que la imprenta de Gutenberg significó para el renacimiento europeo.
A diferencia de Twitter, que mantuvo su servicio funcionando al posponer la interrupción por mantenimiento que tenía anunciada, o Google, que elaboró una herramienta de traducción al farsí, o Youtube, que relajó sus reglas y permitió a los iraníes “colgar” material chocante para ilustrar la represión, y a diferencia de muchas asociaciones que han trenzado redes de solidaridad en los Estados Unidos y Europa, los políticos estadounidenses no estuvieron en su mejor hora.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
No fue su mejor hora
Washington, DC—Ha sido penoso observar a muchos dirigentes políticos en los Estados Unidos devaluar la rebelión iraní —potencialmente el acontecimiento más importante desde la caída del Muro de Berlín— utilizándola para sacarse ventaja unos a otros, faltándoles el respeto a quienes lo están arriesgando todo en nombre de la civilización.
La derecha vociferaba desde hace años contra Teherán y el Eje del Mal y fustigaba a la Izquierda por plantear negociaciones con la tiranía islámica. Sin embargo, tan pronto millones de iraníes salieron a las calles para desafiar al Presidente Mahmoud Ahmadinejad y al Ayatollah Khamenei, la autoridad suprema, gran parte de la derecha actuó como si odiara más la posibilidad de que un eventual derrocamiento de la teocracia pudiese validar la política exterior de Obama que la conducta del régimen despreciable. Esa es la impresión ofrecida por personajes como el senador John McCain, el representante Eric Cantor (“whip” republicano en el Congreso) y otros que, con respecto a Irán, se han ocupado más del Presidente de los Estados Unidos que de todo lo que está en juego en la crisis persa. No lo digo yo: lo dice incluso Peggy Noonan, la conocida republicana conservadora, que escribió en el Wall Street Journal: “Se trata de un agresivo caso de solipsismo político en acción…Siempre hacen del delicado drama de alguien su excusa para un descomunal discurso teatral”.
Como si estuviesen condicionados por estos líderes y al más puro estilo pavloviano, ciertos medios noticiosos de la derecha subordinaron su cobertura de Irán a los cálculos locales. Si usted hubiese leído sólo el Drudge Report en estos últimos días —por mencionar apenas uno de los sitios Web de tendencia conservadora más populares—, no se habría enterado de que toda una generación de iraníes criados bajo la teocracia están pidiendo que los votos sean contados (democracia), que las mujeres sean tratadas como seres humanos (igualdad ante la ley), que los estudiantes e intelectuales puedan explorar ideas (libertad académica), y, quién lo diría, terminar con la hostilidad hacia Occidente (coexistencia pacífica).
La respuesta inicial del Presidente Obama fue prudente. Lo último que quieren los iraníes, país cuya historia reciente ha estado marcada por retrógrados que prevalecieron sobre los modernizadores mediante el empleo de una mitología nacionalista, es que Estados Unidos se instale en medio de esa lucha. Conviene más a los reformistas iraníes invocar su propia –aunque tenue— tradición de democracia liberal. En 1906, a lomo de un poderoso movimiento en contra de los Shas tradicionales, los iraníes limitaron el poder del monarca, obligándolo a aceptar un Parlamento electo y una constitución liberal. Ese impulso modernizador fue frenado por Reza Pahlavi, el fundador de una nueva dinastía, que llegó al poder en la década de 1920 tras un golpe respaldado por las potencias occidentales. Luego, en los años 50, el Primer Ministro Mohammad Mosaddegh, que lamentablemente adoptó el nacionalismo económico pero intentó (nuevamente) limitar el poder del Sha, fue (otra vez) destituido por un golpe que apoyaron las potencias occidentales.
Estos acontecimientos y la posterior alianza entre el corrupto Sha y las democracias liberales en plena Guerra Fría alimentaron la mitología anti-occidental en la que el Ayatola Khomeini basó su revolución islámica a fines de los años 70. Lo que la Resistencia iraní está haciendo ahora, de forma consciente o no, es rescatar los diminutos filamentos de esa tradición liberal que llevan tiempo enterrados bajo una enorme mendacidad ideológica. Los Estados Unidos no deben hacer nada que dificulte esa búsqueda.
Por eso, a pesar de que actuó en un principio de manera más inteligente que muchos de sus críticos internos, el presidente Obama cometió un grave error de apreciación cuando sostuvo que no existe gran diferencia entre Ahmadinejad y su retador, Mir-Hossein Mousavi. Nadie que desobedezca abiertamente al Ayatola Khamenei y ponga la legitimidad electoral —es decir: la idea de un gobierno por consentimiento popular— por encima de la palabra de Dios emanada del Líder Supremo puede ser comparado, hasta que demuestre lo contrario, con el régimen al que combaten. Sus seguidores obviamente lo ven de ese modo, incluidas las mujeres que marchan portando carteles en inglés, la lengua de Satán, o los estudiantes que nos narran sus historias revolucionarias a través de la tecnología occidental, para quienes Twitter, YouTube y Facebook significan lo que la imprenta de Gutenberg significó para el renacimiento europeo.
A diferencia de Twitter, que mantuvo su servicio funcionando al posponer la interrupción por mantenimiento que tenía anunciada, o Google, que elaboró una herramienta de traducción al farsí, o Youtube, que relajó sus reglas y permitió a los iraníes “colgar” material chocante para ilustrar la represión, y a diferencia de muchas asociaciones que han trenzado redes de solidaridad en los Estados Unidos y Europa, los políticos estadounidenses no estuvieron en su mejor hora.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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