Los años 50 fueron días oscuros para los liberales clásicos. El Gobierno Grande fue una idea tolerada a uno y otro lado del espectro político en las naciones occidentales. En aquellos años mi colega Warren Nutter solía decir a menudo que “salvar los libros” era el objetivo de mínima de los liberales clásicos. Por lo menos debíamos seguir publicando las ideas liberales. Friedrich von Hayek, el gran defensor del mercado libre, amplió la noción de Nutter a la de “salvar las ideas.”
Estos dos objetivos han sido alcanzados. Actualmente los libros liberales y sobre el libre mercado siguen siendo leídos, y las ideas que los mismos proponen son comprendidas más ampliamente que a mediados de siglo. Hoy en día, por ejemplo, la mayoría de los estadounidenses pensantes saben que el corazón del liberalismo clásico yace en el discernimiento de que el progreso del individuo puede hacer más que cualquier proyecto basado en lo colectivo. Algunos advierten también, de manera intuitiva, que el liberalismo clásico guarda poca relación con el “liberalismo” de la post guerra promovido por la izquierda estadounidense.
A pesar de estos éxitos, los verdaderos liberales estamos fracasando en salvar el espíritu del liberalismo clásico. Los libros y las ideas son necesarios, pero por sí solos no son suficientes para asegurar la viabilidad de nuestra filosofía. No, el problema radica en presentar el ideal.
De esta manera, por ejemplo, durante su presidencia George Bush se refería en sorna a “esa visión” cuando alguien procuraba yuxtaponer su posición con la de Ronald Reagan. La “brillante ciudad en una colina,” la imagen puritana que el Sr. Reagan invocaba para atraer la atención hacia la idea estadounidense, era ajena a la actitud mental del Sr. Bush. El Sr. Bush no comprendía lo que el Sr. Reagan quería decir y fracasó en apreciar por qué la imagen reverberaba en las actitudes públicas.
En cierto sentido, podemos decir que Ronald Reagan apelaba a una parte del espíritu estadounidense respecto de la cual George Bush permanecía ignorante. La distinción crítica entre aquellos cuya ventana a la realidad emerge de una visión comprensiva de lo que podría ser y aquellos cuya ventana se encuentra de manera pragmática limitada a las percepciones actuales, se torna clara en esta comparación.
Mi tesis más grande es la de que el liberalismo clásico no puede asegurarse una aceptación suficiente por parte del público cuando sus defensores vocales se encuentran limitados a este segundo grupo de pragmáticos del “¿esto funciona?.” La ciencia y el interés propio en efecto le otorgan fuerza a cualquier argumento. Pero una visión, un ideal, son necesarios. Los individuos precisan de algo que anhelar y por lo que luchar. Si el ideal liberal no se encuentra allí, habrá un vacío y otras ideas lo suplantarán. Los liberales clásicos han fracasado, de manera singular, en su comprensión de ésta dinámica.
No se trata de que los liberales no tengamos material con el cual trabajar. Los escritos de Adam Smith y sus pares, por ejemplo, crearon una visión comprensiva y coherente de un orden de la interacción humana. ¿Qué puede ser más persuasivo que la descripción de Smith de la “mano invisible” o su “simple sistema de la libertad natural”? Estos poderosos argumentos para la libertad y la primacía del individuo aún tienen el poder de reverberar en la actualidad.
Precisamente, debido a que la misma persiste de una manera potencial en vez de una realmente asequible, la visión clásica de la libertad individual satisface el generalizado anhelo humano de un ideal supra-existente. El liberalismo clásico comparte esta cualidad con su más nuevo archirival, el socialismo, el cual también ofrece una visión integral que trasciende tanto a la ciencia como al interés personal al cual a veces aboga revindicar como uno de sus rasgos característicos. Eso implica decir, que tanto el liberalismo clásico como el socialismo poseen espíritus, incluso si sus espíritus motivadores son categórica y dramáticamente distintos uno del otro.
No, el problema aquí reposa en los principales pensadores. Pocos socialistas discuten la sugerencia de que un principio animador, un ideal, es central para la total perspectiva socialista. Pero muchos que profesan ser liberales clásicos se han mostrado renuentes a reconocer la existencia de lo que he llamado “el espíritu” de su posición. A menudo parecen buscar la exclusiva cobertura “científica” para la defensa, junto con la ocasional referencia al iluminado interés personal.
Los liberales clásicos de la actualidad parecen de algún modo abochornados de admitir la avocación ideológica subyacente, incluso el romance, que el liberalismo clásico en tanto que una Weltanschauung** puede poseer. Mientras esta posición puede ofrecerles alguna satisfacción interna a los individuos que califican como entendidos, la misma es terriblemente dañina cuando se trata de ganar la aceptación del público para el liberalismo.
Aquí, como en otras partes, los economistas políticos están plagados por la presencia del fenómeno de que “cada hombre es su propio economista”. La evidencia científica, por sí misma, no puede hacerse convincente; debe estar suplementada por la convicción y los ideales. Cada hombre se piensa a sí mismo como su propio economista, si, pero cada hombre retiene también un anhelo interno de volverse un participante en la comunidad imaginada, la utopía virtual que encarna al conjunto de los principios abstractos del orden.
Los liberales clásicos deben comprender que su tarea es más difícil que la del científico duro. El físico o el biólogo no precisan preocuparse por la aceptación del público de sus hallazgos experimentales. El público necesariamente confronta a la realidad natural, y el negar a esta realidad inmediatamente percibida es ingresar en la sala de los tontos. No observamos a muchos individuos intentando caminar a través de las paredes o sobre el agua.
También, y de manera importante, reconocemos que podemos utilizar a los modernos recursos tecnológicos sin ninguna comprensión de sus espíritus y sin organizar los principios de su operación. Personalmente, no necesito conocer el principio en base al cual la computadora me permite colocar las palabras en la página. Comparemos esta posición – la respetuosa aceptación de la computadora- con la de un participante ordinario en el nexo económico. El segundo puede, por supuesto, responder simplemente a las oportunidades confrontadas, como comprador, vendedor, o emprendedor, sin cuestionarse mucho los principios del orden de la interacción que genera tales oportunidades. En otro nivel de conciencia, sin embargo, el participante debe reconocer que este orden emerge de las decisiones políticas humanas.
Es solamente a través de un entendimiento de, y de una apreciación por, los principios animadores del orden extendido del mercado que un individuo puede refrenarse de la acción política desatinada. Aquellos que defienden las leyes de salarios mínimos, los controles de alquileres, los precios sostén, o la inflación monetaria simplemente carecen de una comprensión del individuo y del mercado. Para el científico en la academia, el comprender dichos principios debería traducirse en la defensa de las posiciones del liberalismo clásico. Pero los científicos económicos por si solos no poseen la autoridad para imponer sus propias opiniones, la ciudadanía ampliamente debe también ser incorporada al grupo.
El Auge de los Colectivistas
La economía política clásica, como se la enseñaba en la primeras décadas del siglo diecinueve, y particularmente en Inglaterra, capturó las mentes de las masas. Los defensores del liberalismo clásico fueron capaces de presentar una visión tan convincente, tan conmovedora, que la misma motivó el apoyo para una importante reforma política. Piénsese en el rechazo de las Leyes del Maíz en Inglaterra, de seguro un paso dificultoso. ¿Por qué, después de todo, debía Inglaterra abandonar la protección de sus agricultores? Solamente al presentar la visión más amplia del libre comercio en Inglaterra, pudieron los oponentes a las Leyes del Maíz prevalecer con los legisladores. Cuando los reformadores triunfaron, la aprobación de la derogación cambió al mundo.
Después de mediados del siglo diecinueve, sin embargo, el espíritu del movimiento liberal perdió su senda. En 1848, Karl Marx publicó su Manifiesto Comunista, y las poderosas atracciones del socialismo hicieron lucir al liberalismo como una luz tenue. Desde ese momento en adelante, los liberales clásicos se retiraron a una postura defensiva, luchando de manera continua contra las reformas promulgadas por los soñadores utilitaristas. La libertad individual ya no era más el centro.
Los colectivistas sostienen una sabiduría superior; la vida se volvió la búsqueda de la felicidad en el agregado. Asistidos y estimulados por los idealistas políticos inspirados en Hegel, estos nuevos intelectuales se apartaron de la noción de la realización personal a la de la psique colectiva. El ideal del socialismo fue tan exitoso que el mismo llevó a importantes cambios políticos e institucionales – aun cuando la experiencia de la historia demostraba que era profundamente defectuoso. ¿Qué otra cosa que el poder del ideal socialista puede explicar su longevidad en Rusia o incluso en partes de Europa occidental?
Por lo tanto, ¿qué diferencias estamos en verdad analizando aquí? La diferencia categórica entre el espíritu del liberalismo clásico y el del socialismo radica en que uno idealiza al individuo, el otro al colectivo. El individuo se encuentra en verdad en el centro de la visión liberal: él o ella ambiciona alcanzar las metas que son mutuamente alcanzables por todos los participantes en la sociedad. Precisamente debido a que estas metas son internas a la conciencia de aquellos que efectúan opciones y toman acciones, los resultados que las mismas producen no son ni mensurables ni significativos como resultados “sociales”. No obstante ello, la mayoría de los números que empleamos están diseñados con lo “social” en mente: piénsese en la distribución de tablas que los analistas tributarios estadounidenses emplean para representar a la carga impositiva de la nación, o la cifra estándar del desempleo que los gobiernos emiten periódicamente.
Tan pronto como nos apoyamos en un propósito “social”, aún como objetivo, contradecimos al principio del liberalismo en sí mismo. Sin embargo, los liberales clásicos sucumbieron. Ellos mismos han confundido la discusión al promover la afirmación de que el orden idealizado y extendido del mercado produce un “manojo” más grande de bienes valorados que cualquier alternativa socialista.
El invocar la norma de la eficiencia de una forma tan cruda como esta, aún conceptualmente, es regalar el juego completo. Casi todos nosotros somos culpables de este error, dado que sabemos, por supuesto, que el mercado extendido produce de hecho un manojo de bienes relativamente más grande, en cualquier medición. Pero la atención sobre cualquier escala de valor agregado soslaya la unicidad del orden liberal en alcanzar el objetivo de la libertad individual.
De seguro, nosotros los liberales clásicos podemos jugar una buena defensa aún en el propio juego de los socialistas. Pero al hacerlo, desplazamos nuestra propia atención a su juego en lugar de al nuestro, el cual debemos aprender a jugar en base a nuestros propios términos, así como también hacer que otros se involucren en el mismo. Felizmente, unos pocos liberales clásicos modernos están comenzando a rediseñar los campos de juego a medida que introducen tablas comparativas de las distintas ligas, como en los deportes, las que ponen énfasis en medir a la libertad en sí misma.
Enigmas Triviales
El campo académico de la economía tal como es practicado y promulgado en este siglo ha causado su parte de daño. En lugar de permitir el estudio de la economía para ofrecer una genuina aventura y entusiasmo intelectual, lo hemos convertido en una compleja ciencia matemática y empírica. Esta tendencia fue solamente contrarrestada de manera parcial durante las décadas de la Guerra Fría, cuando el continuo desafío de combatir al comunismo les brindaba una motivación a liberales tales como Hayek y a un relativamente pequeño número de sus pares. Pero desde entonces, la disciplina se ha vuelto un tratar de resolver un enigma trivial. ¿Cómo podemos hacer que la economía nuevamente vuelva a cobrar vida, en especial para aquellos que nunca serán economistas profesionalmente entrenados?
El inicio de la respuesta yace con Ronald Reagan y su “brillante ciudad en una colina.” El Sr. Reagan no podía por sí mismo resolver las ecuaciones simultáneas de la economía del equilibrio general. Su educación económica estaba limitada a cursos para no graduados en el Eureka College. Pero llevaba consigo una visión de un orden social que podía ser factible. Esta visión fue y es edificada en base a la noción medular y simple de que “todos podemos ser libres.” A través del Sr. Reagan vemos que el sistema “simple” de Adam Smith, aún si es tan sólo vagamente comprendido, puede iluminar al espíritu, puede crear un espíritu que genere una coherencia, y unifique a la disciplina filosófica.
¿Qué más existe que permita conocer acerca de la naturaleza del espíritu del liberalismo? Un elemento motivador en la filosofía liberal es, por supuesto, el deseo individual de ser libre del poder coercitivo de otros. Pero un segundo elemento en el alma y en el espíritu liberal es críticamente importante. Es la ausencia de deseo de ejercer poder sobre los otros. En la operación idealizada de un orden de mercado extendido, cada persona confronta una opción de salida sin costo en cada mercado. La coerción por parte de otras personas ha sido eliminada; los individuos están genuinamente “en libertad.”
Por supuesto, incluso hoy día, los mercados no son enteramente libres. Pero, como un ideal, ese orden imaginado puede ofrecer la excitante y relevante perspectiva de un mundo en el cual todos los participantes son libres para elegir.
Existen muchísimas imágenes de nuestra historia de las cuales trazarlo. Muchas, por ejemplo, se han basado en el espíritu fronterizo estadounidense. ¿Por qué sin embargo fue tan importante la frontera, en particular durante el primer siglo de la experiencia estadounidense? Era importante debido a que la misma simbolizaba la libertad liberal. La correcta interpretación económica de la frontera reposa en su garantía de una opción de salida, la presencia de lo que de manera dramática limita el potencial para la explotación interpersonal. Hoy día, la frontera territorial se encuentra cerrada. Pero el orden del mercado operativo actúa precisamente de la misma manera que la frontera; el mismo le ofrece a cada participante opciones de salida en cada relación.
Para restaurar el espíritu del liberalismo debemos retroceder un poco. Las pequeñas “victorias” liberales en detalles de la política legislativa no son suficientes. Ni, incluso, lo son los éxitos electorales por parte de aquellos quienes, en algún grado, adhieren a los principios liberales. Solo debido a que logramos prohibir el control de los alquileres en nuestra localidad, o elegir Ronald Reagan como Presidente, no significa que el liberalismo clásico pueda decirse que orienta a las actitudes publicas. Los liberales clásicos literalmente “se fueron a dormir” durante la década de los 80, y siguieron durmiendo tras el deceso del socialismo. El resultado es que las actitudes públicas hoy día se encuentran más moldeadas por un estado niñera, o por los regímenes paternalistas, buscadores de privilegios y mercantilistas que por los ideales liberales.
El crear una nueva visión, un nuevo espíritu para el liberalismo, es en la actualidad nuestra tarea más importante . No estoy aquí sugiriendo que la atención debería limitarse a diseñar envases políticos que lo abarquen todo. La política, en mayor medida, procede de modo gradual, un paso a la vez. Lo que estoy sugiriendo es que aquellos que enseñan el liberalismo, se concentren en la visión, en la constitución de la libertad, en lugar de meramente en el cálculo utilitarista pragmático que demuestra que el liberalismo rinde de manera cuantificable mejores resultados que las economías politizadas.
En otras palabras, los liberales no deberían recostarse y decir, “nuestra tarea está cumplida.” La organización y el quiebre intelectual del socialismo en nuestra época no ha removido la relevancia de un discurso renovado y continuo en la filosofía política. Precisamos explayarnos para preservar, salvar, y recrear a lo que podemos apropiadamente llamar el espíritu del liberalismo clásico. Sin la comprensión pública de sus principios organizativos, el orden extendido del mercado no sobrevivirá.
**Nota del Traductor:
Weltanschauung es una expresión en alemán que alude a una amplia concepción o percepción del mundo en especial desde un punto de vista específico.
Reimpreso con autorización de The Wall Street Journal (c) 2000 Dow Jones & Company, Inc. Todos los derechos reservados.
Traducido por Gabriel Gasave
Salvando el espíritu del liberalismo clásico
Los años 50 fueron días oscuros para los liberales clásicos. El Gobierno Grande fue una idea tolerada a uno y otro lado del espectro político en las naciones occidentales. En aquellos años mi colega Warren Nutter solía decir a menudo que “salvar los libros” era el objetivo de mínima de los liberales clásicos. Por lo menos debíamos seguir publicando las ideas liberales. Friedrich von Hayek, el gran defensor del mercado libre, amplió la noción de Nutter a la de “salvar las ideas.”
Estos dos objetivos han sido alcanzados. Actualmente los libros liberales y sobre el libre mercado siguen siendo leídos, y las ideas que los mismos proponen son comprendidas más ampliamente que a mediados de siglo. Hoy en día, por ejemplo, la mayoría de los estadounidenses pensantes saben que el corazón del liberalismo clásico yace en el discernimiento de que el progreso del individuo puede hacer más que cualquier proyecto basado en lo colectivo. Algunos advierten también, de manera intuitiva, que el liberalismo clásico guarda poca relación con el “liberalismo” de la post guerra promovido por la izquierda estadounidense.
A pesar de estos éxitos, los verdaderos liberales estamos fracasando en salvar el espíritu del liberalismo clásico. Los libros y las ideas son necesarios, pero por sí solos no son suficientes para asegurar la viabilidad de nuestra filosofía. No, el problema radica en presentar el ideal.
De esta manera, por ejemplo, durante su presidencia George Bush se refería en sorna a “esa visión” cuando alguien procuraba yuxtaponer su posición con la de Ronald Reagan. La “brillante ciudad en una colina,” la imagen puritana que el Sr. Reagan invocaba para atraer la atención hacia la idea estadounidense, era ajena a la actitud mental del Sr. Bush. El Sr. Bush no comprendía lo que el Sr. Reagan quería decir y fracasó en apreciar por qué la imagen reverberaba en las actitudes públicas.
En cierto sentido, podemos decir que Ronald Reagan apelaba a una parte del espíritu estadounidense respecto de la cual George Bush permanecía ignorante. La distinción crítica entre aquellos cuya ventana a la realidad emerge de una visión comprensiva de lo que podría ser y aquellos cuya ventana se encuentra de manera pragmática limitada a las percepciones actuales, se torna clara en esta comparación.
Mi tesis más grande es la de que el liberalismo clásico no puede asegurarse una aceptación suficiente por parte del público cuando sus defensores vocales se encuentran limitados a este segundo grupo de pragmáticos del “¿esto funciona?.” La ciencia y el interés propio en efecto le otorgan fuerza a cualquier argumento. Pero una visión, un ideal, son necesarios. Los individuos precisan de algo que anhelar y por lo que luchar. Si el ideal liberal no se encuentra allí, habrá un vacío y otras ideas lo suplantarán. Los liberales clásicos han fracasado, de manera singular, en su comprensión de ésta dinámica.
No se trata de que los liberales no tengamos material con el cual trabajar. Los escritos de Adam Smith y sus pares, por ejemplo, crearon una visión comprensiva y coherente de un orden de la interacción humana. ¿Qué puede ser más persuasivo que la descripción de Smith de la “mano invisible” o su “simple sistema de la libertad natural”? Estos poderosos argumentos para la libertad y la primacía del individuo aún tienen el poder de reverberar en la actualidad.
Precisamente, debido a que la misma persiste de una manera potencial en vez de una realmente asequible, la visión clásica de la libertad individual satisface el generalizado anhelo humano de un ideal supra-existente. El liberalismo clásico comparte esta cualidad con su más nuevo archirival, el socialismo, el cual también ofrece una visión integral que trasciende tanto a la ciencia como al interés personal al cual a veces aboga revindicar como uno de sus rasgos característicos. Eso implica decir, que tanto el liberalismo clásico como el socialismo poseen espíritus, incluso si sus espíritus motivadores son categórica y dramáticamente distintos uno del otro.
No, el problema aquí reposa en los principales pensadores. Pocos socialistas discuten la sugerencia de que un principio animador, un ideal, es central para la total perspectiva socialista. Pero muchos que profesan ser liberales clásicos se han mostrado renuentes a reconocer la existencia de lo que he llamado “el espíritu” de su posición. A menudo parecen buscar la exclusiva cobertura “científica” para la defensa, junto con la ocasional referencia al iluminado interés personal.
Los liberales clásicos de la actualidad parecen de algún modo abochornados de admitir la avocación ideológica subyacente, incluso el romance, que el liberalismo clásico en tanto que una Weltanschauung** puede poseer. Mientras esta posición puede ofrecerles alguna satisfacción interna a los individuos que califican como entendidos, la misma es terriblemente dañina cuando se trata de ganar la aceptación del público para el liberalismo.
Aquí, como en otras partes, los economistas políticos están plagados por la presencia del fenómeno de que “cada hombre es su propio economista”. La evidencia científica, por sí misma, no puede hacerse convincente; debe estar suplementada por la convicción y los ideales. Cada hombre se piensa a sí mismo como su propio economista, si, pero cada hombre retiene también un anhelo interno de volverse un participante en la comunidad imaginada, la utopía virtual que encarna al conjunto de los principios abstractos del orden.
Los liberales clásicos deben comprender que su tarea es más difícil que la del científico duro. El físico o el biólogo no precisan preocuparse por la aceptación del público de sus hallazgos experimentales. El público necesariamente confronta a la realidad natural, y el negar a esta realidad inmediatamente percibida es ingresar en la sala de los tontos. No observamos a muchos individuos intentando caminar a través de las paredes o sobre el agua.
También, y de manera importante, reconocemos que podemos utilizar a los modernos recursos tecnológicos sin ninguna comprensión de sus espíritus y sin organizar los principios de su operación. Personalmente, no necesito conocer el principio en base al cual la computadora me permite colocar las palabras en la página. Comparemos esta posición – la respetuosa aceptación de la computadora- con la de un participante ordinario en el nexo económico. El segundo puede, por supuesto, responder simplemente a las oportunidades confrontadas, como comprador, vendedor, o emprendedor, sin cuestionarse mucho los principios del orden de la interacción que genera tales oportunidades. En otro nivel de conciencia, sin embargo, el participante debe reconocer que este orden emerge de las decisiones políticas humanas.
Es solamente a través de un entendimiento de, y de una apreciación por, los principios animadores del orden extendido del mercado que un individuo puede refrenarse de la acción política desatinada. Aquellos que defienden las leyes de salarios mínimos, los controles de alquileres, los precios sostén, o la inflación monetaria simplemente carecen de una comprensión del individuo y del mercado. Para el científico en la academia, el comprender dichos principios debería traducirse en la defensa de las posiciones del liberalismo clásico. Pero los científicos económicos por si solos no poseen la autoridad para imponer sus propias opiniones, la ciudadanía ampliamente debe también ser incorporada al grupo.
El Auge de los Colectivistas
La economía política clásica, como se la enseñaba en la primeras décadas del siglo diecinueve, y particularmente en Inglaterra, capturó las mentes de las masas. Los defensores del liberalismo clásico fueron capaces de presentar una visión tan convincente, tan conmovedora, que la misma motivó el apoyo para una importante reforma política. Piénsese en el rechazo de las Leyes del Maíz en Inglaterra, de seguro un paso dificultoso. ¿Por qué, después de todo, debía Inglaterra abandonar la protección de sus agricultores? Solamente al presentar la visión más amplia del libre comercio en Inglaterra, pudieron los oponentes a las Leyes del Maíz prevalecer con los legisladores. Cuando los reformadores triunfaron, la aprobación de la derogación cambió al mundo.
Después de mediados del siglo diecinueve, sin embargo, el espíritu del movimiento liberal perdió su senda. En 1848, Karl Marx publicó su Manifiesto Comunista, y las poderosas atracciones del socialismo hicieron lucir al liberalismo como una luz tenue. Desde ese momento en adelante, los liberales clásicos se retiraron a una postura defensiva, luchando de manera continua contra las reformas promulgadas por los soñadores utilitaristas. La libertad individual ya no era más el centro.
Los colectivistas sostienen una sabiduría superior; la vida se volvió la búsqueda de la felicidad en el agregado. Asistidos y estimulados por los idealistas políticos inspirados en Hegel, estos nuevos intelectuales se apartaron de la noción de la realización personal a la de la psique colectiva. El ideal del socialismo fue tan exitoso que el mismo llevó a importantes cambios políticos e institucionales – aun cuando la experiencia de la historia demostraba que era profundamente defectuoso. ¿Qué otra cosa que el poder del ideal socialista puede explicar su longevidad en Rusia o incluso en partes de Europa occidental?
Por lo tanto, ¿qué diferencias estamos en verdad analizando aquí? La diferencia categórica entre el espíritu del liberalismo clásico y el del socialismo radica en que uno idealiza al individuo, el otro al colectivo. El individuo se encuentra en verdad en el centro de la visión liberal: él o ella ambiciona alcanzar las metas que son mutuamente alcanzables por todos los participantes en la sociedad. Precisamente debido a que estas metas son internas a la conciencia de aquellos que efectúan opciones y toman acciones, los resultados que las mismas producen no son ni mensurables ni significativos como resultados “sociales”. No obstante ello, la mayoría de los números que empleamos están diseñados con lo “social” en mente: piénsese en la distribución de tablas que los analistas tributarios estadounidenses emplean para representar a la carga impositiva de la nación, o la cifra estándar del desempleo que los gobiernos emiten periódicamente.
Tan pronto como nos apoyamos en un propósito “social”, aún como objetivo, contradecimos al principio del liberalismo en sí mismo. Sin embargo, los liberales clásicos sucumbieron. Ellos mismos han confundido la discusión al promover la afirmación de que el orden idealizado y extendido del mercado produce un “manojo” más grande de bienes valorados que cualquier alternativa socialista.
El invocar la norma de la eficiencia de una forma tan cruda como esta, aún conceptualmente, es regalar el juego completo. Casi todos nosotros somos culpables de este error, dado que sabemos, por supuesto, que el mercado extendido produce de hecho un manojo de bienes relativamente más grande, en cualquier medición. Pero la atención sobre cualquier escala de valor agregado soslaya la unicidad del orden liberal en alcanzar el objetivo de la libertad individual.
De seguro, nosotros los liberales clásicos podemos jugar una buena defensa aún en el propio juego de los socialistas. Pero al hacerlo, desplazamos nuestra propia atención a su juego en lugar de al nuestro, el cual debemos aprender a jugar en base a nuestros propios términos, así como también hacer que otros se involucren en el mismo. Felizmente, unos pocos liberales clásicos modernos están comenzando a rediseñar los campos de juego a medida que introducen tablas comparativas de las distintas ligas, como en los deportes, las que ponen énfasis en medir a la libertad en sí misma.
Enigmas Triviales
El campo académico de la economía tal como es practicado y promulgado en este siglo ha causado su parte de daño. En lugar de permitir el estudio de la economía para ofrecer una genuina aventura y entusiasmo intelectual, lo hemos convertido en una compleja ciencia matemática y empírica. Esta tendencia fue solamente contrarrestada de manera parcial durante las décadas de la Guerra Fría, cuando el continuo desafío de combatir al comunismo les brindaba una motivación a liberales tales como Hayek y a un relativamente pequeño número de sus pares. Pero desde entonces, la disciplina se ha vuelto un tratar de resolver un enigma trivial. ¿Cómo podemos hacer que la economía nuevamente vuelva a cobrar vida, en especial para aquellos que nunca serán economistas profesionalmente entrenados?
El inicio de la respuesta yace con Ronald Reagan y su “brillante ciudad en una colina.” El Sr. Reagan no podía por sí mismo resolver las ecuaciones simultáneas de la economía del equilibrio general. Su educación económica estaba limitada a cursos para no graduados en el Eureka College. Pero llevaba consigo una visión de un orden social que podía ser factible. Esta visión fue y es edificada en base a la noción medular y simple de que “todos podemos ser libres.” A través del Sr. Reagan vemos que el sistema “simple” de Adam Smith, aún si es tan sólo vagamente comprendido, puede iluminar al espíritu, puede crear un espíritu que genere una coherencia, y unifique a la disciplina filosófica.
¿Qué más existe que permita conocer acerca de la naturaleza del espíritu del liberalismo? Un elemento motivador en la filosofía liberal es, por supuesto, el deseo individual de ser libre del poder coercitivo de otros. Pero un segundo elemento en el alma y en el espíritu liberal es críticamente importante. Es la ausencia de deseo de ejercer poder sobre los otros. En la operación idealizada de un orden de mercado extendido, cada persona confronta una opción de salida sin costo en cada mercado. La coerción por parte de otras personas ha sido eliminada; los individuos están genuinamente “en libertad.”
Por supuesto, incluso hoy día, los mercados no son enteramente libres. Pero, como un ideal, ese orden imaginado puede ofrecer la excitante y relevante perspectiva de un mundo en el cual todos los participantes son libres para elegir.
Existen muchísimas imágenes de nuestra historia de las cuales trazarlo. Muchas, por ejemplo, se han basado en el espíritu fronterizo estadounidense. ¿Por qué sin embargo fue tan importante la frontera, en particular durante el primer siglo de la experiencia estadounidense? Era importante debido a que la misma simbolizaba la libertad liberal. La correcta interpretación económica de la frontera reposa en su garantía de una opción de salida, la presencia de lo que de manera dramática limita el potencial para la explotación interpersonal. Hoy día, la frontera territorial se encuentra cerrada. Pero el orden del mercado operativo actúa precisamente de la misma manera que la frontera; el mismo le ofrece a cada participante opciones de salida en cada relación.
Para restaurar el espíritu del liberalismo debemos retroceder un poco. Las pequeñas “victorias” liberales en detalles de la política legislativa no son suficientes. Ni, incluso, lo son los éxitos electorales por parte de aquellos quienes, en algún grado, adhieren a los principios liberales. Solo debido a que logramos prohibir el control de los alquileres en nuestra localidad, o elegir Ronald Reagan como Presidente, no significa que el liberalismo clásico pueda decirse que orienta a las actitudes publicas. Los liberales clásicos literalmente “se fueron a dormir” durante la década de los 80, y siguieron durmiendo tras el deceso del socialismo. El resultado es que las actitudes públicas hoy día se encuentran más moldeadas por un estado niñera, o por los regímenes paternalistas, buscadores de privilegios y mercantilistas que por los ideales liberales.
El crear una nueva visión, un nuevo espíritu para el liberalismo, es en la actualidad nuestra tarea más importante . No estoy aquí sugiriendo que la atención debería limitarse a diseñar envases políticos que lo abarquen todo. La política, en mayor medida, procede de modo gradual, un paso a la vez. Lo que estoy sugiriendo es que aquellos que enseñan el liberalismo, se concentren en la visión, en la constitución de la libertad, en lugar de meramente en el cálculo utilitarista pragmático que demuestra que el liberalismo rinde de manera cuantificable mejores resultados que las economías politizadas.
En otras palabras, los liberales no deberían recostarse y decir, “nuestra tarea está cumplida.” La organización y el quiebre intelectual del socialismo en nuestra época no ha removido la relevancia de un discurso renovado y continuo en la filosofía política. Precisamos explayarnos para preservar, salvar, y recrear a lo que podemos apropiadamente llamar el espíritu del liberalismo clásico. Sin la comprensión pública de sus principios organizativos, el orden extendido del mercado no sobrevivirá.
**Nota del Traductor:
Weltanschauung es una expresión en alemán que alude a una amplia concepción o percepción del mundo en especial desde un punto de vista específico.
Reimpreso con autorización de The Wall Street Journal (c) 2000 Dow Jones & Company, Inc. Todos los derechos reservados.
Traducido por Gabriel Gasave
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