Ginebra—Siguen aumentando las repercusiones del acuerdo mediante el cual Suiza dará a conocer los nombres de presuntos evasores tributarios al gobierno de Estados Unidos.
Me refiero, claro, a la decisión de Berna, bajo una colosal presión de Washington, de entregar los nombres de 4.450 clientes del gigante bancario UBS, institución acusada de ayudar a los contribuyentes estadounidenses a esconder dinero. Estados Unidos pretendía confirmar la identidad de 52.000 sospechosos (ya había obtenido 250 nombres de manos de UBS en febrero), pero se contentó con un número más bajo para evitar una escalada diplomática. El gobierno suizo había advertido que el UBS violaría la ley suiza si cedía al pedido del fisco norteamericano.
La opinión pública suiza se divide entre quienes consideran que el UBS traicionó al país realizando esos enjuagues y aquellos, como Damien Cottier, del Partido Radical Democrático, para quienes Berna nunca debió ceder pues Washington utiliza al UBS como chivo expiatorio para compensar su impopular rescate de los bancos estadounidenses. El público suizo critica al UBS pero rechaza la intromisión externa con su secreto bancario.
Lo que está en juego trasciende los códigos legales suizos. Si bien la ley del secreto bancario se remonta a 1934, está basada en una práctica antiquísima: es una de las muchas tradiciones liberales de esta admirable confederación que nació para preservar el libre comercio y la paz entre sus comunas rurales.
Culpar al secreto bancario por el origen ilegal de ciertos fondos que van a parar a bancos suizos —o por su destino final— es como defender la censura de prensa porque políticos mendaces conceden entrevistas televisivas para obtener votos. Los Estados que culpan a bancos extranjeros por la evasión impositiva y el lavado de dinero encubren su propia incompetencia. Puestos a escarbar, no son pocos los dictadores con cuentas suizas –pienso en un Robert Mugabe— que obtuvieron su dinero embolsillándose la ayuda exterior suministrada por los mismos gobiernos que acusan a esos bancos de cobijar fondos ilegales.
El secreto bancario, ya sea en Austria, Luxemburgo o Singapur, es parte del derecho fundamental a la privacidad. Se trata de una práctica férreamente valorada en Suiza, país fundado, en gran medida como Estados Unidos, sobre principios antes que sobre una mística étnica o nacional.
El secreto bancario suizo es menos impenetrable de lo que la gente cree. Si bien la ley no condena la evasión impositiva, hace una excepción para casos de fraude tributario. Si un Estado extranjero pretende confirmar la identidad de un cliente bancario que ha cometido fraude tributario, puede lograrlo si tiene pruebas con respaldo judicial. Toda cuenta suiza tiene una identidad conocida. Las cuentas cifradas sólo significan que los más altos ejecutivos del banco, más no el resto de los empleados, tienen acceso a la identidad de sus titulares.
En los años 90´, los bancos suizos reconocieron, en medio de un escándalo, que las cuentas abiertas por judíos temerosos de la persecución nazi pertenecían legalmente a sus herederos, algo que hasta entonces no aceptaban. Pero ese “affair” tuvo que ver con la propiedad privada, no con el secreto bancario. Los bancos suizos estaban apropiándose de la herencia de familias judías bajo el pretexto de que las cuentas estaban inactivas. Usar ese escándalo como antecedente es confundir peras con naranjas.
No es cierto que el secreto bancario sea la base de la economía suiza y que su derogación arruinaría al país. El sector financiero representa, sí, alrededor del 14 por ciento del PBI y las cuentas “offshore” un 3 por ciento. Pero, a pesar de que Singapur se va acercando a Suiza como destino financiero preferido para extranjeros pudientes, el país tiene un prestigio imbatible por razones que van más allá del secreto. Tienen que ver con la estabilidad política, el profesionalismo financiero y, desde luego, el Estado de Derecho. Esos valores no van a desaparecer de la noche a la mañana.
Berna ha hecho concesiones en años recientes a la presión internacional. La mayor es la que, aceptando las normas de la Organización Para la Cooperación y el Desarrollo Económico, suprimirá pronto en Suiza la distinción entre fraude impositivo y evasión tributaria. Eso puede significar, a mediano plazo, que cualquier gobierno extranjero será capaz de confirmar la identidad del titular de una cuenta en Suiza con sólo alegar sospecha de evasión fiscal.
No es difícil de comprender por qué, bajo la presión implacable de fuerzas ignorantes, Berna está haciendo concesiones. Los suizos no abandonarán del todo su secreto bancario en lo inmediato, pero puede ocurrir tarde o temprano. Cuando suceda, el mundo seguirá teniendo tantos evasores de impuestos, lavadores de dinero y terroristas como los que tenía cuando esas tremendas libertades aún estaban protegidas.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
Suiza, chivo expiatorio
Ginebra—Siguen aumentando las repercusiones del acuerdo mediante el cual Suiza dará a conocer los nombres de presuntos evasores tributarios al gobierno de Estados Unidos.
Me refiero, claro, a la decisión de Berna, bajo una colosal presión de Washington, de entregar los nombres de 4.450 clientes del gigante bancario UBS, institución acusada de ayudar a los contribuyentes estadounidenses a esconder dinero. Estados Unidos pretendía confirmar la identidad de 52.000 sospechosos (ya había obtenido 250 nombres de manos de UBS en febrero), pero se contentó con un número más bajo para evitar una escalada diplomática. El gobierno suizo había advertido que el UBS violaría la ley suiza si cedía al pedido del fisco norteamericano.
La opinión pública suiza se divide entre quienes consideran que el UBS traicionó al país realizando esos enjuagues y aquellos, como Damien Cottier, del Partido Radical Democrático, para quienes Berna nunca debió ceder pues Washington utiliza al UBS como chivo expiatorio para compensar su impopular rescate de los bancos estadounidenses. El público suizo critica al UBS pero rechaza la intromisión externa con su secreto bancario.
Lo que está en juego trasciende los códigos legales suizos. Si bien la ley del secreto bancario se remonta a 1934, está basada en una práctica antiquísima: es una de las muchas tradiciones liberales de esta admirable confederación que nació para preservar el libre comercio y la paz entre sus comunas rurales.
Culpar al secreto bancario por el origen ilegal de ciertos fondos que van a parar a bancos suizos —o por su destino final— es como defender la censura de prensa porque políticos mendaces conceden entrevistas televisivas para obtener votos. Los Estados que culpan a bancos extranjeros por la evasión impositiva y el lavado de dinero encubren su propia incompetencia. Puestos a escarbar, no son pocos los dictadores con cuentas suizas –pienso en un Robert Mugabe— que obtuvieron su dinero embolsillándose la ayuda exterior suministrada por los mismos gobiernos que acusan a esos bancos de cobijar fondos ilegales.
El secreto bancario, ya sea en Austria, Luxemburgo o Singapur, es parte del derecho fundamental a la privacidad. Se trata de una práctica férreamente valorada en Suiza, país fundado, en gran medida como Estados Unidos, sobre principios antes que sobre una mística étnica o nacional.
El secreto bancario suizo es menos impenetrable de lo que la gente cree. Si bien la ley no condena la evasión impositiva, hace una excepción para casos de fraude tributario. Si un Estado extranjero pretende confirmar la identidad de un cliente bancario que ha cometido fraude tributario, puede lograrlo si tiene pruebas con respaldo judicial. Toda cuenta suiza tiene una identidad conocida. Las cuentas cifradas sólo significan que los más altos ejecutivos del banco, más no el resto de los empleados, tienen acceso a la identidad de sus titulares.
En los años 90´, los bancos suizos reconocieron, en medio de un escándalo, que las cuentas abiertas por judíos temerosos de la persecución nazi pertenecían legalmente a sus herederos, algo que hasta entonces no aceptaban. Pero ese “affair” tuvo que ver con la propiedad privada, no con el secreto bancario. Los bancos suizos estaban apropiándose de la herencia de familias judías bajo el pretexto de que las cuentas estaban inactivas. Usar ese escándalo como antecedente es confundir peras con naranjas.
No es cierto que el secreto bancario sea la base de la economía suiza y que su derogación arruinaría al país. El sector financiero representa, sí, alrededor del 14 por ciento del PBI y las cuentas “offshore” un 3 por ciento. Pero, a pesar de que Singapur se va acercando a Suiza como destino financiero preferido para extranjeros pudientes, el país tiene un prestigio imbatible por razones que van más allá del secreto. Tienen que ver con la estabilidad política, el profesionalismo financiero y, desde luego, el Estado de Derecho. Esos valores no van a desaparecer de la noche a la mañana.
Berna ha hecho concesiones en años recientes a la presión internacional. La mayor es la que, aceptando las normas de la Organización Para la Cooperación y el Desarrollo Económico, suprimirá pronto en Suiza la distinción entre fraude impositivo y evasión tributaria. Eso puede significar, a mediano plazo, que cualquier gobierno extranjero será capaz de confirmar la identidad del titular de una cuenta en Suiza con sólo alegar sospecha de evasión fiscal.
No es difícil de comprender por qué, bajo la presión implacable de fuerzas ignorantes, Berna está haciendo concesiones. Los suizos no abandonarán del todo su secreto bancario en lo inmediato, pero puede ocurrir tarde o temprano. Cuando suceda, el mundo seguirá teniendo tantos evasores de impuestos, lavadores de dinero y terroristas como los que tenía cuando esas tremendas libertades aún estaban protegidas.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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