La noticia importante en relación con los próximos comicios presidenciales en Costa Rica es el salto del Partido Movimiento Libertario a la condición de fuerza política con alcance nacional. El líder del partido, Otto Guevara, ha sido capaz de hacer lo que ningún libertario (léase liberal clásico) ha logrado en ninguna parte del hemisferio occidental, incluidos los Estados Unidos.
Guevara se sitúa actualmente en el tercer lugar, con un 15 por ciento en las encuestas; está bastante lejos del probable triunfador, Oscar Arias, pero cerca del segundo, Otton Solís, un perfecto populista latinoamericano. El Partido Movimiento Libertario aventaja por mucha diferencia a los socialcristianos y es posible que obtenga unos 12 escaños de los 57 que comprende el Congreso. Guevara me dijo recientemente que se propone “obligar al próximo gobierno a negociar con el Partido Movimiento Libertario sus políticas públicas para los próximos cuatro años” y preparar el terreno para una victoria presidencial en 2010.
Desde sus comienzos, los libertarios costarricenses no han dejado de avanzar. En 1998, lograron que Guevara fuese el primer congresista libertario y en 2002, con casi el 10 por ciento de los sufragios, consiguieron colocar seis legisladores. Ahora, se han convertido en una fuerza que nadie puede ignorar y, sin renunciar a sus puntos de vista radicales, se han instalado en el corazón del debate político: el sueño de todo libertario.
Los libertarios piden impuestos mínimos y mínima regulación, y durante los últimos tres años han bloqueado con éxito los esfuerzos del actual Presidente por elevar los tributos. Proponen el fin de los monopolios estatales de la electricidad, las telecomunicaciones, el refinamiento de petróleo y los seguros, así como de los monopolios privados legalmente protegidos, entre ellos el de la inspección vehicular. Propugnan la eliminación de las barreras comerciales y han apoyado el Tratado de Libre Comercio de Centroamérica con los Estados Unidos. Creen en una sociedad de propietarios (exigen que se otorgue títulos a los dueños de hogares informales); están en contra de la intervención extranjera (se opusieron a la guerra en Irak, que el gobierno costarricense apoyó) y en favor de la despenalización de las drogas.
A excepción de la guerra en Irak, respecto de la cual existen puntos de vista encontrados, la mayoría de los libertarios estarían básicamente de acuerdo en todos estos temas. Lo que resulta sorprendente es que un partido con opiniones que van a contrapelo del consenso predominante haya podido convertirse en una fuerza política de envergadura nacional.
Costa Rica es el país más estable de América Latina. En gran medida evitó el legado colonial que signó a muchas otras naciones de la región. Las disparidades sociales allí son menos marcadas que en los países vecinos gracias a que se permitió que los pequeños y medianos propietarios cultivaran gran parte de la tierra. Un consenso político ha preservado la democracia en Costa Rica desde 1948 y los tribunales funcionan con cierta imparcialidad (solamente Uruguay y Chile poseen sistemas judiciales comparables). Sin embargo, Costa Rica es una nación profundamente socialista que ha permanecido casi intocada por las olas de libre mercado que han impactado periódicamente las costas de América Latina, fundamentalmente en los años 90 (lo que explica por qué, a pesar de su contexto edificante, todavía es una nación muy pobre y por qué la corrupción, un síntoma del gobierno grande, ha crecido tanto). El consenso socialista ha preservado una estructura que sofoca el espíritu emprendedor, obstaculiza la formación y difusión del capital, y alienta el favoritismo político. Es precisamente contra esta estructura que ha insurgido el Partido Movimiento Libertario.
Pero el significado de su éxito va mucho más allá de Costa Rica y pone en evidencia tres cosas.
Primero, indica que la tradición liberal clásica tiene algún potencial para sintonizar con el pueblo, en virtud de su impugnación contra los partidos establecidos y los políticos tradicionales, sentimiento muy en boga en el mundo subdesarrollado. La tendencia reciente ha favorecido a la vieja izquierda populista. Ella ha seducido a vastos segmentos de la población que se sienten engañados por el establishment—e invariablemente esa izquierda ha demostrado que representa exactamente lo que pretende combatir.
Segundo, la experiencia costarricense enseña que, en política, los principios no son necesariamente una causa perdida. Pocas cosas han perjudicado más a los liberales clásicos que diluir el mensaje y difuminar los principios. Si los defensores de los mercados libres apoyan un gasto estatal cuantioso, los monopolios protegidos por la ley, el amiguismo en materia de privatizaciones y tribunales que violentan el principio de la igualdad ante la ley, ¿resulta sorprendente que mucha gente tienda a asociar al liberalismo clásico con el mercantilismo, es decir con la desaparición de la frontera que debe separar al gobierno de las empresas?
Finalmente, el éxito de Otto Guevara plantea un desafío a aquellos que consideran que la política no es un camino válido para cambiar la cultura prevaleciente y que la educación debe preceder a la acción política porque mientras la mentalidad de los individuos no sea modificada ningún cambio político resulta posible. La experiencia costarricense pareciera contener una verdad más compleja: todo, incluida la política práctica, puede, en circunstancias adecuadas, convertirse en un catalizador del cambio cultural.
No debe verse en el éxito de Guevara más de lo necesario. Pero ocho años de sólido crecimiento sin hacer concesiones en aquellas cuestiones que por lo general se consideran “invendibles”, merecen que se dé una segunda consideración al tema de la acción política y el liberalismo clásico.
Un sueño libertario
La noticia importante en relación con los próximos comicios presidenciales en Costa Rica es el salto del Partido Movimiento Libertario a la condición de fuerza política con alcance nacional. El líder del partido, Otto Guevara, ha sido capaz de hacer lo que ningún libertario (léase liberal clásico) ha logrado en ninguna parte del hemisferio occidental, incluidos los Estados Unidos.
Guevara se sitúa actualmente en el tercer lugar, con un 15 por ciento en las encuestas; está bastante lejos del probable triunfador, Oscar Arias, pero cerca del segundo, Otton Solís, un perfecto populista latinoamericano. El Partido Movimiento Libertario aventaja por mucha diferencia a los socialcristianos y es posible que obtenga unos 12 escaños de los 57 que comprende el Congreso. Guevara me dijo recientemente que se propone “obligar al próximo gobierno a negociar con el Partido Movimiento Libertario sus políticas públicas para los próximos cuatro años” y preparar el terreno para una victoria presidencial en 2010.
Desde sus comienzos, los libertarios costarricenses no han dejado de avanzar. En 1998, lograron que Guevara fuese el primer congresista libertario y en 2002, con casi el 10 por ciento de los sufragios, consiguieron colocar seis legisladores. Ahora, se han convertido en una fuerza que nadie puede ignorar y, sin renunciar a sus puntos de vista radicales, se han instalado en el corazón del debate político: el sueño de todo libertario.
Los libertarios piden impuestos mínimos y mínima regulación, y durante los últimos tres años han bloqueado con éxito los esfuerzos del actual Presidente por elevar los tributos. Proponen el fin de los monopolios estatales de la electricidad, las telecomunicaciones, el refinamiento de petróleo y los seguros, así como de los monopolios privados legalmente protegidos, entre ellos el de la inspección vehicular. Propugnan la eliminación de las barreras comerciales y han apoyado el Tratado de Libre Comercio de Centroamérica con los Estados Unidos. Creen en una sociedad de propietarios (exigen que se otorgue títulos a los dueños de hogares informales); están en contra de la intervención extranjera (se opusieron a la guerra en Irak, que el gobierno costarricense apoyó) y en favor de la despenalización de las drogas.
A excepción de la guerra en Irak, respecto de la cual existen puntos de vista encontrados, la mayoría de los libertarios estarían básicamente de acuerdo en todos estos temas. Lo que resulta sorprendente es que un partido con opiniones que van a contrapelo del consenso predominante haya podido convertirse en una fuerza política de envergadura nacional.
Costa Rica es el país más estable de América Latina. En gran medida evitó el legado colonial que signó a muchas otras naciones de la región. Las disparidades sociales allí son menos marcadas que en los países vecinos gracias a que se permitió que los pequeños y medianos propietarios cultivaran gran parte de la tierra. Un consenso político ha preservado la democracia en Costa Rica desde 1948 y los tribunales funcionan con cierta imparcialidad (solamente Uruguay y Chile poseen sistemas judiciales comparables). Sin embargo, Costa Rica es una nación profundamente socialista que ha permanecido casi intocada por las olas de libre mercado que han impactado periódicamente las costas de América Latina, fundamentalmente en los años 90 (lo que explica por qué, a pesar de su contexto edificante, todavía es una nación muy pobre y por qué la corrupción, un síntoma del gobierno grande, ha crecido tanto). El consenso socialista ha preservado una estructura que sofoca el espíritu emprendedor, obstaculiza la formación y difusión del capital, y alienta el favoritismo político. Es precisamente contra esta estructura que ha insurgido el Partido Movimiento Libertario.
Pero el significado de su éxito va mucho más allá de Costa Rica y pone en evidencia tres cosas.
Primero, indica que la tradición liberal clásica tiene algún potencial para sintonizar con el pueblo, en virtud de su impugnación contra los partidos establecidos y los políticos tradicionales, sentimiento muy en boga en el mundo subdesarrollado. La tendencia reciente ha favorecido a la vieja izquierda populista. Ella ha seducido a vastos segmentos de la población que se sienten engañados por el establishment—e invariablemente esa izquierda ha demostrado que representa exactamente lo que pretende combatir.
Segundo, la experiencia costarricense enseña que, en política, los principios no son necesariamente una causa perdida. Pocas cosas han perjudicado más a los liberales clásicos que diluir el mensaje y difuminar los principios. Si los defensores de los mercados libres apoyan un gasto estatal cuantioso, los monopolios protegidos por la ley, el amiguismo en materia de privatizaciones y tribunales que violentan el principio de la igualdad ante la ley, ¿resulta sorprendente que mucha gente tienda a asociar al liberalismo clásico con el mercantilismo, es decir con la desaparición de la frontera que debe separar al gobierno de las empresas?
Finalmente, el éxito de Otto Guevara plantea un desafío a aquellos que consideran que la política no es un camino válido para cambiar la cultura prevaleciente y que la educación debe preceder a la acción política porque mientras la mentalidad de los individuos no sea modificada ningún cambio político resulta posible. La experiencia costarricense pareciera contener una verdad más compleja: todo, incluida la política práctica, puede, en circunstancias adecuadas, convertirse en un catalizador del cambio cultural.
No debe verse en el éxito de Guevara más de lo necesario. Pero ocho años de sólido crecimiento sin hacer concesiones en aquellas cuestiones que por lo general se consideran “invendibles”, merecen que se dé una segunda consideración al tema de la acción política y el liberalismo clásico.
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