Washington, DC—Hoy en día, la mayoría de quienes mueren por una causa lo hacen por la causa equivocada y para provocar la muerte de personas inocentes. El terrorismo islamista y nacionalista ha convertido la noble idea del martirio en lo contrario de lo que, de niños, nos enseñaron que significaba. Hemos pasado de un Sócrates bebiendo la cicuta con elegancia en nombre de la investigación filosófica a las dos terroristas suicidas que asesinaron a decenas de rusos en Moscú haciendo trizas dos estaciones del metro a inicios de semana.
Pero en un rincón malhadado del hemisferio occidental, como asumiendo el deber de restaurar la antigua tradición del martirio, un grupo de personas ha decidido morir por una buena causa sin dañar a otros. El mundo sigue con angustia —y me atrevería a decir que con fascinación, en este morboso planeta nuestro— el drama de los prisioneros de conciencia cubanos, muchos de ellos negros, que han iniciado una cadena de huelgas de hambre para exigir la liberación de sus compañeros. Orlando Zapata Tamayo, un albañil que fue uno de los 75 activistas y periodistas encarcelados en 2003, expiró a finales de febrero tras no probar alimentos por más de 80 días. Le siguió el psicólogo Guillermo Fariñas, otro cubano que lleva más de un mes sin comer y ha contraído una infección causada por el estafilococo aureus. El ingeniero Félix Bonne Carcassés ha anunciado que si Fariñas muere, lo reemplazará. Otros aguardan, no menos decididos, en fila.
Mientras estos hombres sacrifican su existencia por un principio, un grupo de mujeres vestidas simbólicamente de blanco también arriesgan la suya protestando a diario en las calles contra los hermanos Castro, a quienes consideran los asesinos de Zapata y de quienes sigan. Las Damas de Blanco —madres, esposas y hermanas de los prisioneros políticos encarcelados en la Primavera Negra de 2003— han sido pateadas, golpeadas, acogotadas, arrastradas por el piso, insultadas y detenidas por turbas del gobierno. Y no se han rendido.
La conmoción internacional es tal, que figuras políticas, cívicas y artísticas que hasta hace poco hacían la vista gorda frente a medio siglo de persecución política en Cuba se han visto obligadas a expresar —entre toses y carraspeos— su malestar. Incluso el gobierno de España, que neutralizó los esfuerzos de la Unión Europea por defender las libertades en la isla, ha lamentado tardíamente la represión. En La Habana, Silvio Rodríguez, emblema revolucionario de la Nueva Trova, ha empezado a hablar de quitarle la “r” a la palabra “revolución” y sustituirla por “evolución”. En Miami, Nueva York y Los Ángeles, bajo la inspiración de cubano-americanos admirables como Gloria Estefan y Andy García, miles de personas han marchado en señal de protesta.
El martirio cubano no es nuevo: allí están los Quijotes que se alzaron en armas, al comienzo, contra la Revolución, los muchos Mandelas que se pudrieron sin fama en la cárcel o las familias que perecieron en el Estrecho de La Florida dotando de significado moral a la palabra “balsa”.
Pero presiento que aquí hay algo diferente. En su “Encyclopedia of Politics and Religion”, Robert Wuthnow sostiene que “una sociedad ascendente, que es débil pero va en alza, produce mártires como aquellos del cristianismo primigenio.” Su voluntad de morir “afirma la prioridad de la cultura sobre la naturaleza, del derecho y la civilización por encima del interés propio de tipo biológico.”
El lento nacimiento de una sociedad civil construida sobre los cimientos del derecho y la civilización en medio de la barbarie comunista es precisamente lo que estos hombres y mujeres anuncian al mundo —y a sus compatriotas, impedidos de conocer lo que acontece debido al bloqueo informativo. Es un punto de inflexión histórico para la isla, comparable al despertar de la sociedad civil centroeuropea que a la larga hizo posible 1989 y la caída del Muro de Berlín.
Recuerdo a mi maestro de griego clásico explicando que el origen helénico de la palabra “mártir” no estaba directamente relacionado con el concepto de muerte. Significaba, simplemente, “testigo”. Más tarde, la tradición cristiana del martirio, probablemente inaugurada por San Esteban, le otorgó su nuevo significado; cada religión tiene su propia versión. Cuando menos se esperaba, ha recaído sobre un grupo de valerosos hombres y mujeres de Cuba restituir no sólo una noble tradición mancillada en nuestros días por el terrorismo genocida sino también el significado original de la palabra mártir. Como testigos, dan fe de la verdad: una verdad mortal.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
Verdaderos mártires
Washington, DC—Hoy en día, la mayoría de quienes mueren por una causa lo hacen por la causa equivocada y para provocar la muerte de personas inocentes. El terrorismo islamista y nacionalista ha convertido la noble idea del martirio en lo contrario de lo que, de niños, nos enseñaron que significaba. Hemos pasado de un Sócrates bebiendo la cicuta con elegancia en nombre de la investigación filosófica a las dos terroristas suicidas que asesinaron a decenas de rusos en Moscú haciendo trizas dos estaciones del metro a inicios de semana.
Pero en un rincón malhadado del hemisferio occidental, como asumiendo el deber de restaurar la antigua tradición del martirio, un grupo de personas ha decidido morir por una buena causa sin dañar a otros. El mundo sigue con angustia —y me atrevería a decir que con fascinación, en este morboso planeta nuestro— el drama de los prisioneros de conciencia cubanos, muchos de ellos negros, que han iniciado una cadena de huelgas de hambre para exigir la liberación de sus compañeros. Orlando Zapata Tamayo, un albañil que fue uno de los 75 activistas y periodistas encarcelados en 2003, expiró a finales de febrero tras no probar alimentos por más de 80 días. Le siguió el psicólogo Guillermo Fariñas, otro cubano que lleva más de un mes sin comer y ha contraído una infección causada por el estafilococo aureus. El ingeniero Félix Bonne Carcassés ha anunciado que si Fariñas muere, lo reemplazará. Otros aguardan, no menos decididos, en fila.
Mientras estos hombres sacrifican su existencia por un principio, un grupo de mujeres vestidas simbólicamente de blanco también arriesgan la suya protestando a diario en las calles contra los hermanos Castro, a quienes consideran los asesinos de Zapata y de quienes sigan. Las Damas de Blanco —madres, esposas y hermanas de los prisioneros políticos encarcelados en la Primavera Negra de 2003— han sido pateadas, golpeadas, acogotadas, arrastradas por el piso, insultadas y detenidas por turbas del gobierno. Y no se han rendido.
La conmoción internacional es tal, que figuras políticas, cívicas y artísticas que hasta hace poco hacían la vista gorda frente a medio siglo de persecución política en Cuba se han visto obligadas a expresar —entre toses y carraspeos— su malestar. Incluso el gobierno de España, que neutralizó los esfuerzos de la Unión Europea por defender las libertades en la isla, ha lamentado tardíamente la represión. En La Habana, Silvio Rodríguez, emblema revolucionario de la Nueva Trova, ha empezado a hablar de quitarle la “r” a la palabra “revolución” y sustituirla por “evolución”. En Miami, Nueva York y Los Ángeles, bajo la inspiración de cubano-americanos admirables como Gloria Estefan y Andy García, miles de personas han marchado en señal de protesta.
El martirio cubano no es nuevo: allí están los Quijotes que se alzaron en armas, al comienzo, contra la Revolución, los muchos Mandelas que se pudrieron sin fama en la cárcel o las familias que perecieron en el Estrecho de La Florida dotando de significado moral a la palabra “balsa”.
Pero presiento que aquí hay algo diferente. En su “Encyclopedia of Politics and Religion”, Robert Wuthnow sostiene que “una sociedad ascendente, que es débil pero va en alza, produce mártires como aquellos del cristianismo primigenio.” Su voluntad de morir “afirma la prioridad de la cultura sobre la naturaleza, del derecho y la civilización por encima del interés propio de tipo biológico.”
El lento nacimiento de una sociedad civil construida sobre los cimientos del derecho y la civilización en medio de la barbarie comunista es precisamente lo que estos hombres y mujeres anuncian al mundo —y a sus compatriotas, impedidos de conocer lo que acontece debido al bloqueo informativo. Es un punto de inflexión histórico para la isla, comparable al despertar de la sociedad civil centroeuropea que a la larga hizo posible 1989 y la caída del Muro de Berlín.
Recuerdo a mi maestro de griego clásico explicando que el origen helénico de la palabra “mártir” no estaba directamente relacionado con el concepto de muerte. Significaba, simplemente, “testigo”. Más tarde, la tradición cristiana del martirio, probablemente inaugurada por San Esteban, le otorgó su nuevo significado; cada religión tiene su propia versión. Cuando menos se esperaba, ha recaído sobre un grupo de valerosos hombres y mujeres de Cuba restituir no sólo una noble tradición mancillada en nuestros días por el terrorismo genocida sino también el significado original de la palabra mártir. Como testigos, dan fe de la verdad: una verdad mortal.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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