Washington, DC—En 1993, el gobierno británico de John Major lanzó una campaña bajo un lema eficaz prestado de la música pop: “Volver a las bases”. Observando la crisis financiera mundial provocada por la oleada de incumplimientos hipotecarios en los Estados Unidos, he recordado ese lema: la nuez del problema está, precisamente, en que, de un tiempo a esta parte, el gobierno y los consumidores estadounidenses se apartaron de ciertos principios económicos básicos. La campaña de Major se refería a temas morales antes que económicos, pero la asociación tiene sentido. A juzgar por las consecuencias que está padeciendo mucha gente común, hay algo inmoral en el hecho de que principios básicos de la vida económica hayan sido desatendidos.
En años recientes, mucha gente olvidó que para consumir e invertir hay que ahorrar. A medida que millones de personas respondían a los perversos incentivos generados por el gobierno viviendo más allá de sus posibilidades, fueron perdieron de vista esta verdad elemental. Lo que estamos viendo hoy no otra cosa que el inevitable precio de haberse comportado de manera irresponsable.
Como suele suceder con las crisis financieras, el pecado original detrás de la confusión actual tiene que ver con la política del Estado. Desde 2001, la Reserva Federal mantuvo las tasas de interés absurdamente bajas para evitar una recesión. Basta recordar que entre 2003 y 2004 la tasa interbancaria diaria fijada por la Rerserva Federal fue del ¡1 por ciento! Mucha gente se convenció de que había dinero en abundancia para todo el que lo desease.
El dinero fácil genera comportamientos extravagantes tanto por parte de quienes prestan dinero como de quienes se endeudan. En este caso, las instituciones financieras idearon ofertas irresistibles, incluidos préstamos hipotecarios que no exigían desembolso inicial y créditos a tasa ajustable que cobraban un interés insignificante los primeros años. Los deudores se entregaron a la euforia, a menudo negociando segundas hipotecas o múltiples créditos para el consumo sólo porque podían hacerlo.
La teoría era que los tiempos del ahorro habían terminado. La “nueva economía” reposaba –se suponía— en el aumento del valor de los activos tal como lo reflejaba, por ejemplo, el vertiginoso ascenso del precio de las viviendas. En dicho contexto, las instituciones financieras idearon instrumentos sofisticados mediante la conversión de deuda en títulos valores. Esos sofisticados instrumentos pasaban de mano en mano en transacciones dinámicas que –se decía— asignaban el riesgo de manera eficiente. Pero en el origen de todo aquello habían muchas deudas incobrables y la comercialización huracanada de los títulos valores disimulaba el alto riesgo.
¿Por qué deberíamos ahorrar, pensaban muchos estadounidenses, si los extranjeros ahorran por nosotros? La política del gobierno reforzaba la “exuberancia irracional” (Alan Greenspan dixit) de la economía. Los déficits fiscales no importan, afirmaban las autoridades, porque hay abundancia de capital extranjero invertido en activos estadounidenses. La mentalidad cortoplacista guiaba a los consumidores en desmedro de la austeridad de largo plazo: una mentalidad tan resistente, que incluso cuando el dólar estadounidense comenzó a depreciarse los consumidores siguieron adquiriendo bienes importados a escala masiva. Pensaban, al parecer, que el precio de sus hogares seguiría subiendo para siempre.
Y aquí nos encontramos, en medio del antipático trance financiero. Tengo la convicción de que la economía de los EE.UU. es tan productiva que la crisis pasará gracias a ese innovador segmento de la sociedad que sigue inventando nuevas formas de producir más con menos.
Pero lo que acontece es un indicio de que la prosperidad no puede darse por sentada. Si los responsables de la crisis actual padeciesen todas las consecuencias de sus acciones, quizás el país retornaría muy pronto a los principios básicos. Sin embargo, este tipo de lecciones económicas se aprenden con dificultad porque los gobiernos intervienen en las finanzas para rescatar a las víctimas. Incluso el Banco Central Europeo, guardián monetario supuestamente inflexible, ha inyectado toneladas de dinero en el sistema financiero y el gobierno de Alemania ha rescatado al IKB Deutsche Industriebank AG debido a las pérdidas relacionadas con las hipotecas de alto riesgo (lo que ilustra lo global que se ha vuelto esta crisis).
No se me malinterprete. La explosión de instrumentos financieros sofisticados ha proporcionado liquidez a muchos mercados que de otro modo no existirían y los fondos de capital privado han estimulado la actividad empresarial de forma extraordinaria. La dispersión del riesgo alrededor del mundo a través de la venta internacional de instrumentos de deuda es también una gran cosa. El problema es que esas bendiciones pueden fácilmente volverse calamidades cuando la gente pierde de vista el principio básico de que la prosperidad depende de la capacidad de sostener la inversión y el consumo en el largo plazo—lo que a su vez depende de la capacidad de ahorrar para el futuro.
Llegó, pues, el momento de volver a las bases.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
Volver a las bases
Washington, DC—En 1993, el gobierno británico de John Major lanzó una campaña bajo un lema eficaz prestado de la música pop: “Volver a las bases”. Observando la crisis financiera mundial provocada por la oleada de incumplimientos hipotecarios en los Estados Unidos, he recordado ese lema: la nuez del problema está, precisamente, en que, de un tiempo a esta parte, el gobierno y los consumidores estadounidenses se apartaron de ciertos principios económicos básicos. La campaña de Major se refería a temas morales antes que económicos, pero la asociación tiene sentido. A juzgar por las consecuencias que está padeciendo mucha gente común, hay algo inmoral en el hecho de que principios básicos de la vida económica hayan sido desatendidos.
En años recientes, mucha gente olvidó que para consumir e invertir hay que ahorrar. A medida que millones de personas respondían a los perversos incentivos generados por el gobierno viviendo más allá de sus posibilidades, fueron perdieron de vista esta verdad elemental. Lo que estamos viendo hoy no otra cosa que el inevitable precio de haberse comportado de manera irresponsable.
Como suele suceder con las crisis financieras, el pecado original detrás de la confusión actual tiene que ver con la política del Estado. Desde 2001, la Reserva Federal mantuvo las tasas de interés absurdamente bajas para evitar una recesión. Basta recordar que entre 2003 y 2004 la tasa interbancaria diaria fijada por la Rerserva Federal fue del ¡1 por ciento! Mucha gente se convenció de que había dinero en abundancia para todo el que lo desease.
El dinero fácil genera comportamientos extravagantes tanto por parte de quienes prestan dinero como de quienes se endeudan. En este caso, las instituciones financieras idearon ofertas irresistibles, incluidos préstamos hipotecarios que no exigían desembolso inicial y créditos a tasa ajustable que cobraban un interés insignificante los primeros años. Los deudores se entregaron a la euforia, a menudo negociando segundas hipotecas o múltiples créditos para el consumo sólo porque podían hacerlo.
La teoría era que los tiempos del ahorro habían terminado. La “nueva economía” reposaba –se suponía— en el aumento del valor de los activos tal como lo reflejaba, por ejemplo, el vertiginoso ascenso del precio de las viviendas. En dicho contexto, las instituciones financieras idearon instrumentos sofisticados mediante la conversión de deuda en títulos valores. Esos sofisticados instrumentos pasaban de mano en mano en transacciones dinámicas que –se decía— asignaban el riesgo de manera eficiente. Pero en el origen de todo aquello habían muchas deudas incobrables y la comercialización huracanada de los títulos valores disimulaba el alto riesgo.
¿Por qué deberíamos ahorrar, pensaban muchos estadounidenses, si los extranjeros ahorran por nosotros? La política del gobierno reforzaba la “exuberancia irracional” (Alan Greenspan dixit) de la economía. Los déficits fiscales no importan, afirmaban las autoridades, porque hay abundancia de capital extranjero invertido en activos estadounidenses. La mentalidad cortoplacista guiaba a los consumidores en desmedro de la austeridad de largo plazo: una mentalidad tan resistente, que incluso cuando el dólar estadounidense comenzó a depreciarse los consumidores siguieron adquiriendo bienes importados a escala masiva. Pensaban, al parecer, que el precio de sus hogares seguiría subiendo para siempre.
Y aquí nos encontramos, en medio del antipático trance financiero. Tengo la convicción de que la economía de los EE.UU. es tan productiva que la crisis pasará gracias a ese innovador segmento de la sociedad que sigue inventando nuevas formas de producir más con menos.
Pero lo que acontece es un indicio de que la prosperidad no puede darse por sentada. Si los responsables de la crisis actual padeciesen todas las consecuencias de sus acciones, quizás el país retornaría muy pronto a los principios básicos. Sin embargo, este tipo de lecciones económicas se aprenden con dificultad porque los gobiernos intervienen en las finanzas para rescatar a las víctimas. Incluso el Banco Central Europeo, guardián monetario supuestamente inflexible, ha inyectado toneladas de dinero en el sistema financiero y el gobierno de Alemania ha rescatado al IKB Deutsche Industriebank AG debido a las pérdidas relacionadas con las hipotecas de alto riesgo (lo que ilustra lo global que se ha vuelto esta crisis).
No se me malinterprete. La explosión de instrumentos financieros sofisticados ha proporcionado liquidez a muchos mercados que de otro modo no existirían y los fondos de capital privado han estimulado la actividad empresarial de forma extraordinaria. La dispersión del riesgo alrededor del mundo a través de la venta internacional de instrumentos de deuda es también una gran cosa. El problema es que esas bendiciones pueden fácilmente volverse calamidades cuando la gente pierde de vista el principio básico de que la prosperidad depende de la capacidad de sostener la inversión y el consumo en el largo plazo—lo que a su vez depende de la capacidad de ahorrar para el futuro.
Llegó, pues, el momento de volver a las bases.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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