Washington, DC—Hasta hace unas semanas, existía una incomunicación entre el desastre financiero que enfrenta Estados Unidos y las causas que libraban sus principales actores políticos. La Casa Blanca y el Congreso estaban dedicados a expandir el Estado y los críticos, incluidos los del “Tea Party”, se dedicaban a cruzadas morales antes que a curar la salud fiscal de la nación.
Gracias a los controvertidos esfuerzos del gobernador de Wisconsin, Scott Walker, por recortar algunas prestaciones y limitar los excesos de la negociación colectiva de la burocracia estatal, así como a los 61 mil millones de dólares en recortes federales aprobados por la Cámara de Representantes y el probable cierre del gobierno si el Senado los rechaza, el debate ha cambiado. El país se centra, por fin, en lo que importa si Estados Unidos quiere evitar dar la impresión de que aspira a engordar las filas del Tercer Mundo.
Walker intenta lo que cualquier gobernador debería hacer en su lugar: tratar de equilibrar un presupuesto que, tal como están las cosas, generará un déficit de 3,6 mil millones de dólares en los próximos dos años, más del 10 por ciento de sus gastos. El estado de Wisconsin consume 20 por ciento del ingreso promedio de sus residentes. Gran parte de ese dinero mantiene a empleados públicos altamente sindicalizados y magníficamente bien pagados en comparación con los empleados privados.
Walker entiende la behetría financiera que son hoy Wisconsin y la mayoría de los otros estados. Hasta ahora ningún gobernador había tenido las agallas de encarar frontalmente el problema. Su ejemplo y el del gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie, podrían ser fácilmente replicados.
Cualquiera que aborde con decisión los desequilibrios financieros del país generará reacciones airadas. Incluso hablar de ellos las provoca. Un ejemplo reciente fueron los ataques contra la analista financiera Meredith Whitney por advertir en el programa “60 Minutes” que, dada la situación asfixiante de los gobiernos locales, entre 50 y 100 municipios suspenderán el pago de sus bonos en un futuro no lejano.
A los manifestantes de Wisconsin y otras partes los encoleriza el hecho de que los empleados públicos y los programas gubernamentales carguen con el peso de la prudencia fiscal cuando los masivos rescates financieros han salvado a bancos irresponsables y las primas de los ejecutivos alcanzan de nuevo niveles astronómicos. Tienen razón con respecto a los bancos, pero dejar caer a las instituciones financieras no hubiese resuelto el problema de las desfinanciadas pensiones sindicales de los empleados públicos de en Wisconsin. En cuanto a la remuneración de los ejecutivos, ¿qué relación causa-efecto hay entre las bonificaciones salariales del sector privado y el agujero fiscal de las ciudades, estados y el gobierno federal?
A medida que la lucha por el presupuesto federal cobre bríos en Washington, veremos aquí también grandes choques entre los reformistas y los rehenes de lo establecido. Los demócratas se frotan las manos pensando en la posible reacción popular contra los legisladores republicanos si éstos fuerzan el cierre del gobierno a principios de marzo al insistir en los recortes de gastos. Y los republicanos más timoratos temen eso mismo ante la embestida de republicanos mucho más enérgicos, casi todos primerizos en el Congreso, que recientemente aprobaron una audaz medida reduciendo el presupuesto federal en 61 mil millones de dólares en la Cámara de Representantes.
Estados Unidos han venido acumulando niveles de endeudamiento grotescos durante demasiado tiempo. Si el dólar no fuese la moneda de reserva el mundo, ya habría estallado una crisis de la deuda norteamericana. El total de la deuda federal ha alcanzado los 14,1 billones de dólares, casi el equivalente de lo que la economía produce en un año. Mientras tanto, el déficit anual, fuente esencial de esa deuda en constante crecimiento, alcanza los 1,6 billones este año. Representa casi el 11 por ciento del producto bruto interno de la nación, cifra peor incluso que la de Grecia, cuyo déficit en 2010 ascendió al 8 por ciento de su PIB.
Como resultado de estos desequilibrios, y de la ilusión de que el desempleo puede ser resuelto con gasto público, la Reserva Federal ha estado imprimiendo dólares maniáticamente: la mitad de ellos para adquirir bonos del Tesoro. La política de dinero fácil ha contribuido a la disparada de los precios de los “commodities”, cuyas desagradables consecuencias políticas, sociales y económicas apenas estamos empezando a ver en todo el mundo.
Dado este contexto, la batalla de Wisconsin —¿quién lo hubiese pensado?— ha adquirido una significancia planetaria. Si las fuerzas de la razón prevalecen, el contagio podría extenderse como reguero de pólvora, llevando cordura a Washington y a todo el país. Si no lo hacen, se habrá perdido la mejor oportunidad en muchos años de revertir el lento declive de los Estados Unidos.
(c) 2011, The Washington Post Writers Group
Wisconsin nos importa a todos
Washington, DC—Hasta hace unas semanas, existía una incomunicación entre el desastre financiero que enfrenta Estados Unidos y las causas que libraban sus principales actores políticos. La Casa Blanca y el Congreso estaban dedicados a expandir el Estado y los críticos, incluidos los del “Tea Party”, se dedicaban a cruzadas morales antes que a curar la salud fiscal de la nación.
Gracias a los controvertidos esfuerzos del gobernador de Wisconsin, Scott Walker, por recortar algunas prestaciones y limitar los excesos de la negociación colectiva de la burocracia estatal, así como a los 61 mil millones de dólares en recortes federales aprobados por la Cámara de Representantes y el probable cierre del gobierno si el Senado los rechaza, el debate ha cambiado. El país se centra, por fin, en lo que importa si Estados Unidos quiere evitar dar la impresión de que aspira a engordar las filas del Tercer Mundo.
Walker intenta lo que cualquier gobernador debería hacer en su lugar: tratar de equilibrar un presupuesto que, tal como están las cosas, generará un déficit de 3,6 mil millones de dólares en los próximos dos años, más del 10 por ciento de sus gastos. El estado de Wisconsin consume 20 por ciento del ingreso promedio de sus residentes. Gran parte de ese dinero mantiene a empleados públicos altamente sindicalizados y magníficamente bien pagados en comparación con los empleados privados.
Walker entiende la behetría financiera que son hoy Wisconsin y la mayoría de los otros estados. Hasta ahora ningún gobernador había tenido las agallas de encarar frontalmente el problema. Su ejemplo y el del gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie, podrían ser fácilmente replicados.Cualquiera que aborde con decisión los desequilibrios financieros del país generará reacciones airadas. Incluso hablar de ellos las provoca. Un ejemplo reciente fueron los ataques contra la analista financiera Meredith Whitney por advertir en el programa “60 Minutes” que, dada la situación asfixiante de los gobiernos locales, entre 50 y 100 municipios suspenderán el pago de sus bonos en un futuro no lejano.
A los manifestantes de Wisconsin y otras partes los encoleriza el hecho de que los empleados públicos y los programas gubernamentales carguen con el peso de la prudencia fiscal cuando los masivos rescates financieros han salvado a bancos irresponsables y las primas de los ejecutivos alcanzan de nuevo niveles astronómicos. Tienen razón con respecto a los bancos, pero dejar caer a las instituciones financieras no hubiese resuelto el problema de las desfinanciadas pensiones sindicales de los empleados públicos de en Wisconsin. En cuanto a la remuneración de los ejecutivos, ¿qué relación causa-efecto hay entre las bonificaciones salariales del sector privado y el agujero fiscal de las ciudades, estados y el gobierno federal?
A medida que la lucha por el presupuesto federal cobre bríos en Washington, veremos aquí también grandes choques entre los reformistas y los rehenes de lo establecido. Los demócratas se frotan las manos pensando en la posible reacción popular contra los legisladores republicanos si éstos fuerzan el cierre del gobierno a principios de marzo al insistir en los recortes de gastos. Y los republicanos más timoratos temen eso mismo ante la embestida de republicanos mucho más enérgicos, casi todos primerizos en el Congreso, que recientemente aprobaron una audaz medida reduciendo el presupuesto federal en 61 mil millones de dólares en la Cámara de Representantes.
Estados Unidos han venido acumulando niveles de endeudamiento grotescos durante demasiado tiempo. Si el dólar no fuese la moneda de reserva el mundo, ya habría estallado una crisis de la deuda norteamericana. El total de la deuda federal ha alcanzado los 14,1 billones de dólares, casi el equivalente de lo que la economía produce en un año. Mientras tanto, el déficit anual, fuente esencial de esa deuda en constante crecimiento, alcanza los 1,6 billones este año. Representa casi el 11 por ciento del producto bruto interno de la nación, cifra peor incluso que la de Grecia, cuyo déficit en 2010 ascendió al 8 por ciento de su PIB.
Como resultado de estos desequilibrios, y de la ilusión de que el desempleo puede ser resuelto con gasto público, la Reserva Federal ha estado imprimiendo dólares maniáticamente: la mitad de ellos para adquirir bonos del Tesoro. La política de dinero fácil ha contribuido a la disparada de los precios de los “commodities”, cuyas desagradables consecuencias políticas, sociales y económicas apenas estamos empezando a ver en todo el mundo.
Dado este contexto, la batalla de Wisconsin —¿quién lo hubiese pensado?— ha adquirido una significancia planetaria. Si las fuerzas de la razón prevalecen, el contagio podría extenderse como reguero de pólvora, llevando cordura a Washington y a todo el país. Si no lo hacen, se habrá perdido la mejor oportunidad en muchos años de revertir el lento declive de los Estados Unidos.
(c) 2011, The Washington Post Writers Group
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