Guatemala: Un severo riesgo moral
Durante estos cuatro meses que ha estado en el poder, el presidente Bernardo Arévalo parece estar centrado en su propósito de destituir, de algún modo, a la Fiscal General, Consuelo Porras. Es una obsesión política, o tal vez ideológica, pero no psiquiátrica. Parece insólito que, ante los evidentes problemas del país, nuestra primera figura política se concentre en un tema que, por lo que apreciamos, no es el más importante para la ciudadanía, preocupada ante todo por la inseguridad y la inflación. Pero el doctor Arévalo no se detiene: explora todos los recursos legales posibles, trata de conseguir apoyos en comunidades indígenas y dedica su tiempo a este asunto en el que, a nuestro juicio, no toma en cuenta principios éticos fundamentales.
Resumamos la historia. La inamovilidad del cargo de Fiscal General fue promovida, hace algunos años, por la CICIG y el grupo de políticos y funcionarios, nacionales y extranjeros, que siempre apoyaba sus proyectos. Está extendida la convicción de que lo hizo para favorecer la permanencia de quien entonces ejercía el cargo, Thelma Aldana, que tenía explícitas ambiciones políticas.
Tratar de cambiar ahora su discurso para poder destituir a una persona a la que se opone constituye, a mi entender, una incoherencia ética que me siento obligado a denunciar. Ojalá el presidente, en vez de gastar su tiempo en intrincadas batallas legales, se dedicara a realizar la obra que la ciudadanía le reclama.
Aun así, ella tuvo que dejar el cargo a la actual fiscal y marchó al extranjero porque tenía, y tiene, varios procesos penales abiertos en su contra. Arévalo ahora quiere, obsesivamente, deshacerse de la actual fiscal y de su equipo. Porras, con firmeza, ha destacado en estos días que el gobierno apenas si ha recurrido al Ministerio Público para poner en marcha su supuesta lucha contra la corrupción.
No soy abogado, como saben mis lectores, y por eso no me pronunciaré sobre temas legales. Pero, eso sí, quiero destacar la falta de ética que significa poner a discreción del presidente la destitución de ese importante cargo.
Un fiscal es quien acusa, y el máximo fiscal de un país tiene la misión de velar por el cumplimiento de las leyes y de perseguir a quienquiera que cometa un delito, inclusive si es o fue presidente, como se hizo en tiempos de la CICIG, cuando se acusó al presidente Morales y a los expresidentes Arzú, Colom y Otto Pérez. En otras palabras, es el máximo acusador del país.
Pretender que un posible acusado pueda desembarazarse de su acusador presenta un indudable riesgo moral, pues sujeta la acción de la fiscalía a los vaivenes de la política. En esto, como en pocas ocasiones, coincido con la CICIG: un Fiscal General debe ser inamovible por un período determinado y debe garantizarse su independencia con respecto a los otros poderes públicos. Así lo sustentaba el mismo presidente actual, cuando la situación política lo llevaba a asumir esta postura. Tratar de cambiar ahora su discurso para poder destituir a una persona a la que se opone constituye, a mi entender, una incoherencia ética que me siento obligado a denunciar. Ojalá el presidente, en vez de gastar su tiempo en intrincadas batallas legales, se dedicara a realizar la obra que la ciudadanía le reclama.
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