Lecciones del exilio venezolano
El diario habla de Ludmila. Y de Augusto. Y de José. El diario habla de millones de inmigrantes venezolanos que, en estas horas dramáticas, lloran en silencio mientras se esfuerzan por no perder la esperanza. Detrás de cada uno de esos nombres hay una historia de sufrimiento y de desgarro, pero también de dignidad, de sacrificio y de coraje. En medio de la tragedia venezolana, dominada por un régimen que ha virado del autoritarismo a la crueldad, hay sin embargo una enseñanza y una inspiración. Es la que ofrecen los exiliados en un país como el nuestro, donde se han hecho un lugar sobre la base de la vieja fórmula del trabajo, la educación y el esfuerzo.
Ludmila no ve a su hijo desde 2019. Lo tuvo que dejar con sus abuelos cuando él tenía 7 años. Hoy está a punto de terminar la primaria. Y aunque todos los días se conectan por videollamada, no ha podido volver a abrazarlo. Lo ve crecer a través de una pantalla: ella no puede volver; a su padre no lo dejan salir. Ludmila tuvo que emigrar para asegurarse una medicación que era imposible conseguir en Maracaibo, y porque la miseria y la escasez ya se hacían sofocantes. Vino a buscar un ahorro que le permitiera soñar un futuro para su familia y para ella misma. Empezó de cero en las afueras de Buenos Aires. Fue empleada doméstica, pasó después a trabajar en una peluquería y hoy está orgullosa de haber accedido a un trabajo calificado en una empresa. Tiene estudios universitarios y su futuro era prometedor hasta que el chavismo destruyó la economía, pero también la convivencia, la legalidad y la noción de progreso.
En la madrugada del lunes, Ludmila apenas podía contener su angustia. Se había ilusionado con el final de un régimen que ha forzado la migración de casi ocho millones de compatriotas, de los cuales unos 200.000 se instalaron en la Argentina. Había ido a la puerta de la embajada, donde estuvo hasta bien tarde. Pero a las 8 de la mañana se había secado las lágrimas y entraba, como todos los días, a su oficina en el centro de Quilmes. Puede parecer una historia pequeña, pero simboliza un espíritu y una cultura de la que tal vez debamos tomar nota.
Vale la pena mirar el drama venezolano con vocación de aprendizaje. Por un lado, exhibe el extremo de degradación al que pueden conducir los populismos autoritarios de izquierda. Es todo muy evidente: son movimientos enamorados de una retórica pseudorrevolucionaria con la que encubren los resultados catastróficos de sus políticas económicas. Engendran una espiral de pobreza mientras consolidan un régimen atravesado por la corrupción. Para mantenerse en el poder recurren a métodos cada vez más apartados de la legalidad democrática, hasta derivar en modelos represivos que asfixian las libertades y violan los más elementales derechos humanos. Se apropian de las instituciones y se aseguran impunidad para manipular elecciones, sofocar movimientos de oposición y potenciar el miedo. ¿Es un fenómeno extraño y lejano para los argentinos? La respuesta está a la vista: sectores del kirchnerismo no ocultan su afinidad y simpatía con el chavismo radicalizado. Cuesta entenderlo, porque ya no se trata de una cuestión ideológica, sino humanitaria. En nombre del eslogan y de una supuesta estética progresista, se justifican la tortura y el encarcelamiento de disidentes, se ignora la tragedia de la diáspora y se avala el fraude electoral. Curioso progresismo el que se emparienta con las dictaduras y asiste en silencio a un quiebre grosero de la institucionalidad, mientras hace alharaca de solidaridad, pero mira para otro lado cuando se topa con los padecimientos humanos.
Pero del otro lado aparece un modelo inspirador. Lo han forjado esos millones de exiliados que llevan adelante una resistencia digna y silenciosa y que a la vez apuestan a integrarse en otras sociedades a través de la educación, del trabajo y del esfuerzo. No vienen, como los inmigrantes de los siglos XIX y XX, a “hacer la América”. Vienen por lo más elemental: los medicamentos, las provisiones, el empleo. Parece increíble, pero el régimen venezolano llegó a extremos de deterioro en los que falta hasta el papel higiénico.
Entre los inmigrantes venezolanos que han llegado a la Argentina, hay ingenieros que hacen delivery o profesores universitarios que trabajan detrás de un mostrador. También hay profesionales que han ido a cubrir vacantes a rincones inhóspitos del interior y jóvenes que estudian en la universidad mientras tienen entre dos y tres trabajos para poder progresar. Lo hacen con una responsabilidad y una dignidad que resultan conmovedoras. Pero lo hacen también con agradecimiento y alegría. Aunque muchos arrastran las penas profundas del desarraigo, conforman una comunidad emprendedora y vital, sin rasgos de resentimiento, sin cultivar el odio ni la rabia. Exhiben integridad y estoicismo para sobrellevar el dolor, sin que eso suponga resignación ni derrotismo. No buscan lástima ni compasión; tampoco exacerban antagonismos ni confrontaciones políticas. Los representa, de algún modo, esa mesura y esa serenidad que muestra Corina Machado aun en los momentos más adversos.
Los venezolanos que eligen la Argentina saben que vienen a un país atravesado por crisis y dificultades. Pero demuestran que, aun en un contexto difícil, también hay oportunidades. Nos confirman que la vieja fórmula del trabajo y el esfuerzo todavía da resultados y puede a abrir un surco de progreso.
Es un fenómeno que, además, nos reconcilia de algún modo con nosotros mismos. Nos recuerda uno de los mejores rasgos que, a pesar de todo, la Argentina ha conservado: el de la hospitalidad. Más allá de factores económicos y desviaciones evidentes, somos un país receptivo a la inmigración, que mantiene reservas de solidaridad y apertura para facilitar la integración.
Es cierto: existen historias de abusos y casos de aprovechamiento de la debilidad del inmigrante. Pero existen también valoración y respeto. Muchos pequeños y medianos empresarios encuentran en ciudadanos venezolanos un estándar de responsabilidad y compromiso por encima del promedio. Son cosas simples, pero que cotizan en alza: llegan con puntualidad, no están mirando el reloj para irse, levantan la mano cuando hay una tarea extra, no se desesperan si tienen que trabajar un fin de semana. Tienen, además, vocación de servicio y prestan especial importancia a la calidad de la atención y la corrección en el trato. Tienen incorporada esa ética del trabajo y de la responsabilidad que hoy parece desdibujada.
La condición de inmigrantes (cualquiera sea su nacionalidad) suele activar una fortaleza y una capacidad de adaptación y resiliencia que, en muchos casos, las personas ni siquiera sabían que tenían. Eso hace, por ejemplo, que muchos estén dispuestos a hacer tareas que no harían en su propio país (desde lavar copas hasta trabajar en una casa de familia), tal vez porque juegan de otra manera valores tan inasibles como el orgullo y el amor propio; quizá por la idea de que el extranjero debe pagar cierto “derecho de piso”. Así como se valora aquí el compromiso de los inmigrantes venezolanos con la cultura del trabajo, los inmigrantes argentinos son reconocidos en el mundo por su capacidad natural para lidiar con dificultades y su creatividad para resolver desafíos. Los inmigrantes, en general, tienen la fuerza de los que saben que dependen de sí mismos. La cultura inmigrante es una cultura del esfuerzo, forjada en la certeza de que no tiene nada que esperar del Estado. Es una cultura que contrasta con esa demagogia que desprecia el mérito, el esfuerzo y la excelencia.
En tiempos de fragmentación e intolerancia, en los que las redes destilan prejuicios y xenofobia, mientras los nacionalismos promueven la estigmatización de los expatriados, es sano reivindicar a la inmigración como fuente de inspiración y aprendizaje. En los miles y miles de venezolanos con los que nos cruzamos en nuestra vida cotidiana, tenemos una lección: son protagonistas del milagro de seguir adelante. Y lo hacen con dignidad, con dolor, pero a la vez con alegría, con convicciones firmes, pero sin rencores. No son meros sobrevivientes. Ya lo hemos dicho: son un testimonio de coraje y esperanza.
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