Cómo el antisemitismo se apoderó de Europa
Casi todos los autores que han tratado el problema del antisemitismo han intentado demostrar que, de una u otra manera, han sido los judíos los que, con su conducta o sus actitudes, lo han provocado.
Esta opinión la comparten incluso muchos escritores judíos y adversarios no judíos del antisemitismo, que buscan las culpas de los judíos que impelen a lo no judíos al antisemitismo. Pero si la causa del antisemitismo estuviera realmente en los rasgos distintivos de los judíos, tales propiedades tendrían que consistir en virtudes y méritos extraordinarios que harían de ellos la élite de la humanidad. Si son los propios judíos quienes tienen la culpa de que aquellos cuyo ideal es la guerra perpetua y el derramamiento de sangre, que adoran la violencia y aspiran a abolir la libertad, les consideren los enemigos más peligrosos de sus propósitos, debe ser porque los judíos son los más eminentes paladines de la libertad, de la justicia y de la cooperación pacífica entre las naciones.Si los judíos han incurrido en el odio nazi con su propia conducta, es sin duda porque todo lo grande y noble de Alemania, todas las cosas inmortales del pasado alemán, han sido obra de judíos o de afines al espíritu judío. Y como los partidos que tratan de destruir la civilización moderna y volver a la barbarie han puesto en primera línea de su programa el antisemitismo, esta civilización debe ser obra de judíos. De ningún individuo ni grupo se puede decir algo más honroso que el que los enemigos mortales de la civilización tienen fundadas razones para perseguirlos.
La verdad es que mientras los judíos son víctimas del antisemitismo, ni su conducta ni sus cualidades han desempeñado un papel decisivo en la incitación y difusión de la aversión de que hoy son objeto. Lo que en una época intervencionista hace tentador el discriminar contra ellos es que forman en todas partes una minoría que puede ser definida con precisión. Claro está que los judíos han contribuido a la civilización moderna, pero ésta no es total ni predominantemente obra de judíos. La paz y la libertad, la democracia y la justicia, la razón y el pensamiento, no son específicamente judíos. Muchas cosas, buenas y malas, suceden en la tierra sin que los judíos tengan en ellas arte ni parte. Los antisemitas exageran mucho cuando ven en los judíos los más eminentes representantes de la cultura moderna y les hacen únicamente a ellos responsables del cambio que el mundo ha experimentado desde las invasiones de los bárbaros[1].
En los siglos oscuros, los judíos fueron perseguidos, a causa de su religión, por paganos, cristianos y musulmanes. Este motivo ha perdido mucha de su fuerza y hoy sólo influye en unos cuantos católicos y fundamentalistas que achacan a los judíos la difusión del librepensamiento. Pero también esta es una idea equivocada. Ni Hume ni Kant, ni Laplace ni Darwin, eran judíos. La crítica más dura de la Biblia la han desarrollado teólogos protestantes[2], y los rabinos judíos se opusieron firmemente a ella durante muchos años.
Tampoco el liberalismo, el capitalismo o la economía de mercado fueron obra de judíos. Hay quienes intentan justificar el antisemitismo denunciando a los judíos como capitalistas y defensores del laissez faire. Otros antisemitas -y a menudo los mismos- les acusan de comunistas. Estas acusaciones contradictorias se anulan mutuamente. Pero es cierto que la propaganda anticapitalista ha contribuido mucho a la popularidad del antisemitismo. Las almas simples no comprenden el sentido de términos abstractos como capital y explotación, capitalistas y explotadores, y los sustituyen por las palabras judaísmo y judíos. Sin embargo, aunque los judíos fueran, en ciertos ambientes, menos populares aún de la que son, no habría discriminación alguna contra ellos, si no constituyeran un claro grupo distinguible legalmente de las demás personas.
La «puñalada por la espalda»
El fin de la Primera Guerra Mundial desenmascaró con total evidencia el núcleo del dogma del nacionalismo alemán. El propio Ludendorff, ídolo de los nacionalistas, tuvo que confesar que habían perdido la guerra, que el Reich había sufrido una aplastante derrota. El país no esperaba la noticia del fracaso. Durante cuatro años el gobierno había dicho al crédulo alemán que iba ganando la guerra. No se podía dudar de que los ejércitos alemanes habían ocupado casi toda Bélgica y varias provincias de Francia, mientras que los aliados no llegaron a ocupar más que unas cuantas millas cuadradas de territorio alemán. Las tropas alemanas habían entrado en Bruselas, Varsovia, Belgrado y Bucarest. Rusia y Rumanía se habían visto obligadas a firmar tratados de paz dictados por Alemania. Si queréis ver quién es el victorioso mirad el mapa, decían los estadistas alemanes, que se jactaban de que la flota inglesa había sido barrida del Mar del Norte, teniendo que refugiarse en los puertos, y de que la marina mercante inglesa era fácil presa de los submarinos alemanes. Los ingleses se morían de hambre. Los vecinos de Londres no podían dormir por miedo a los Zeppelines. Los Estados Unidos no estaban en situación de ayudar a los aliados; carecían de ejército y, aunque lo hubieran tenido, les habrían faltado barcos para transportarlo a Europa. Los generales alemanes habían dado pruebas de talento; Hindenburg, Ludendorff y Mackensen estaban a la altura de los más preclaros jefes del pasado; en las fuerzas armadas alemanas todos eran héroes, especialmente los intrépidos pilotos del aire y las estoicas tripulaciones de los submarinos.
Y de pronto, ¡la catástrofe! Había sucedido algo horrible y espantoso cuya única explicación tenía que ser la traición. Una vez más, algún traidor había derribado desde un rincón seguro al victorioso. Una vez más, Hagen había asesinado a Siegfried. Al ejército victorioso lo habían apuñalado por la espalda. Mientras los alemanes luchaban contra el enemigo, los adversarios de casa habían llevado al pueblo a la rebelión de noviembre, el crimen más infame de todas las épocas. Lo que había fracasado no era el frente, sino la retaguardia. Los culpables no eran los soldados ni los generales, sino los débiles del gobierno civil y del Reichstag que no habían sabido reprimir la rebelión.
La vergüenza y el arrepentimiento por los acontecimientos de noviembre de 1918 fueron más intensos entre los aristócratas, los oficiales del ejército y los dirigentes nacionalistas, porque en aquellos días se habían portado de una manera que a ellos mismos les iba a parecer pronto escandalosa. Varios oficiales de marina trataron de contener a los amotinados, pero casi todos los demás se plegaron a la revolución. Veintidós tronos cayeron sin intentar la resistencia. Los dignatarios de las cortes, los ayudantes, los oficiales de palacio y los cuerpos de guardia que habían jurado sacrificar su vida se sometieron mansamente al ver destronados a los príncipes. No se imitó el ejemplo de los Guardias Suizos que murieron por Luis XVI y su consorte. Cuando las masas asaltaron los castillos de los varios reyes y duques no se vio por ninguna parte al partido de los patriotas ni a los nacionalistas.
Aquellas almas desalentadas se vieron salvadas en su propia estimación cuando algunos generales y dirigentes nacionalistas encontraron una justificación y una excusa: todo había sido obra de los judíos. Alemania había triunfado en tierra, mar y aire, pero los judíos habían apuñalado por la espalda a las fuerzas victoriosas. Quien osaba refutar esa leyenda era acusado inmediatamente de judío o de sobornado por los judíos. No ha sido posible destruirla con argumentos racionales. Se la ha desmenuzado, se ha demostrado documentalmente la falsedad de cada uno de sus puntos, se ha aportado a la refutación un abrumador volumen de pruebas… todo en vano.
Hay que comprender que el nacionalismo alemán sólo consiguió sobrevivir a la derrota de la Primera Guerra Mundial por medio de la leyenda de la puñalada por la espalda. Sin ella se hubieran visto obligados a prescindir de su programa, que se fundaba totalmente en la tesis de la superioridad militar alemana. Para seguir ostentándolo era indispensable decir: «Hemos dado nuevas pruebas de que somos invencibles. Pero nuestras victorias no nos han traído el triunfo porque los judíos han saboteado a la nación. Si eliminamos a los judíos, nuestras victorias nos traerán la debida recompensa.»
Hasta entonces el antisemitismo había desempeñado un papel poco importante en la estructura de las doctrinas del nacionalismo alemán. Era cosa secundaria, no cuestión principal. Los esfuerzos para discriminar contra los judíos provenían del intervencionismo, como provenía el nacionalismo; pero no eran parte vital del sistema del nacionalismo político alemán. Pero el antisemitismo fue desde entonces el punto focal del credo nacionalista, su cuestión fundamental. Tal era su significado en la política interior y pronto adquirió la misma importancia en la política exterior.
La constelación de fuerzas políticas que convirtieron el antisemitismo en un factor importante de la política mundial fue muy extraña.
En los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial el marxismo se difundió triunfalmente en los países anglosajones. En Inglaterra, la opinión pública cayó bajo el hechizo de las doctrinas neomarxistas sobre el imperialismo, según las cuales las guerras se hacen para defender los egoístas intereses del capital. Los intelectuales y los partidos de izquierda se sentían un tanto avergonzados de la participación de Inglaterra en la guerra mundial. Estaban convencidos de que moralmente era injusto y políticamente poco sensato obligar a Alemania a pagar las reparaciones y a limitar sus armamentos. Estaban también firmemente resueltos a no permitir que Inglaterra volviera a pelear en otra guerra.
Deliberadamente cerraron los ojos a todo hecho desagradable que pudiera hacerles flaquear en su ingenua confianza en la omnipotencia de la Sociedad de Naciones. Exageraban la eficacia de las sanciones y de medidas tales como el Pacto Briand-Kellogg, que declaraba la ilegalidad de la guerra. Propugnaban para su país una política de desarme que dejaba al Imperio británico casi inerme en un mundo que se preparaba incansablemente para nuevas guerras.
Pero al mismo tiempo las mismas personas pedían al gobierno inglés y a la Sociedad de Naciones que se opusieran a las aspiraciones de las potencias «dinámicas» y salvaguardaran por todos los medios -sin llegar a la guerra- la independencia de las naciones débiles. Se abandonaban a un lenguaje enérgico contra Japón y contra Italia, pero prácticamente, con su oposición al rearme y su pacifismo incondicional, alentaban la política imperialista de estos dos países. Contribuyeron a que Inglaterra rechazara las propuestas del secretario de Estado Stirnson para contener la expansión de Japón en China. Hicieron fracasar el plan Hoare-Laval, que aseguraba la independencia por lo menos de una parte de Abisinia, pero no levantaron un dedo cuando Italia ocupó todo el país. No cambiaron de política cuando Hitler se apoderó del poder e inmediatamente empezó a prepararse para las guerras que habían de dar a Alemania el predominio primero en Europa y después en todo el mundo. Su política era una política de avestruz frente a la situación más grave en que Inglaterra jamás se hubiera encontrado.[3]
Los partidos de derecha no diferían en principio de los de izquierda. Eran únicamente más moderados en sus manifestaciones y deseaban encontrar un pretexto racional para la política de inactividad y de indolencia que las izquierdas aceptaban alegremente y sin pensar en el futuro. Se consolaban con la esperanza de que los alemanes no pensaban atacar a Francia, sino a la Rusia soviética. Eran simples deseos que no tenían en cuenta los planes expuestos por Hitler en Mein Kampf. Las izquierdas se enfurecieron. Nuestros reaccionarios, gritaban, están ayudando a Hitler porque anteponen los intereses de clase a los de la nación. Sin embargo, el estímulo que Hitler encontró en Inglaterra no provenía tanto de ciertos elementos de las clases superiores como del estado del armamento inglés, en el que las izquierdas tenían aún más responsabilidad que las derechas. La única manera de detener a Hitler hubiera consistido en gastar grandes cantidades de dinero en rearmarse y en volver al servicio militar obligatorio. Pero toda la nación británica, no sólo los aristócratas, se oponían firmemente a esas medidas. y en estas condiciones no dejaba de ser razonable que un pequeño grupo de pares y de plebeyos ricos intentara mejorar las relaciones entre los dos países. Claro está que el plan no podía tener éxito.A los nazis no se les podía disuadir de sus propósitos con discursos reconfortantes de ingleses socialmente preeminentes. La repugnancia inglesa contra el rearme y el servicio militar obligatorio era factor importante en los planes nazis, pero la simpatía de media docena de pares no lo era. No era un secreto que Inglaterra no podría, al estallar las hostilidades, enviar a Francia un ejército expedicionario de siete divisiones, como había enviado en 1914; ni que la Real Fuerza Aérea era numéricamente muy inferior a la Fuerza Aérea Alemana; ni que hasta la marina inglesa era mucho menos formidable que entre 1914 y 1918. Los nazis sabían muy bien que muchos políticos sudafricanos se oponían a que aquel «dominion» participara en la guerra, y estaban en estrecha relación con los partidos antibritánicos de la India, de Egipto y de los países árabes.
El problema que Gran Bretaña tenía que afrontar era simplemente el siguiente: ¿favorece al país el permitir que Alemania conquiste todo el continente europeo? El plan de Hitler consistía en lograr a toda costa que Inglaterra fuera neutral hasta completar la conquista de Francia, Polonia, Checoslovaquia y Ucrania. ¿Le haría Inglaterra ese favor? Quien hubiera respondido negativamente no habría debido hablar, sino actuar. Pero los políticos ingleses hundieron la cabeza en la arena.
Teniendo en cuenta el estado de la opinión pública inglesa, Francia debería haber comprendido que estaba aislada y que tenía que afrontar sola la amenaza nazi. Los franceses conocían poco la mentalidad alemana y la situación política de Alemania. Así y todo, cuando Hitler conquistó el poder, todos los políticos franceses debieron haber comprendido que el núcleo principal de su plan consistía en aniquilar a Francia. Los partidos políticos franceses de izquierda compartían, desde luego, los prejuicios, las ilusiones y los errores de las izquierdas inglesas. Pero había en Francia un influyente grupo nacionalista que siempre había desconfiado de Alemania y propiciado una enérgica política antialemana. Si los nacionalistas franceses hubieran propugnado en 1933 y los años siguientes la adopción de medidas para impedir el rearme alemán, habrían contado con el apoyo de todo el país, con la excepción de los intransigentes comunistas.
Alemania había empezado a rearmarse bajo la República de Weimar, pero ni en 1933 ni en unos cuantos años más estaba preparada para la guerra, y se le hubiera podido forzar a someterse ante la amenaza de Francia o a hacer la guerra sin posibilidades de triunfar. En aquel tiempo era posible todavía contener a los nazis con amenazas, y, si hubiera estallado la guerra, Francia habría sido lo bastante fuerte para vencer.
Pero entonces sucedió algo asombroso e inesperado. Los nacionalistas, que durante más de sesenta años habían sido fanáticamente antialemanes, habían despreciado todo lo alemán y siempre habían pedido una política enérgica contra la República de Weimar, de la noche a la mañana cambiaron de manera de pensar.
Quienes habían calificado peyorativamente de judíos todos los esfuerzos para mejorar las relaciones franco-alemanas, quienes habían llamado maquinaciones judías a los planes Dawes y Young y al convenio de Locarno, quienes habían sospechado de la Sociedad de Naciones por considerarla como a una institución judía, empezaron a simpatizar con los nazis y se negaron a reconocer el hecho de que Hitler estaba dispuesto a destruir Francia para siempre. Hitler, insinuaban, es menos enemigo de Francia que los judíos, y como ex combatiente simpatiza con los ex combatientes franceses. Quitaban importancia al rearme alemán. Además, decían, Hitler no se rearma más que para combatir contra el bolchevismo judío. El nazismo es la coraza de Europa contra el ataque del judaísmo mundial cuyo principal representante es el bolchevismo. Los judíos están deseando empujar a Francia a la guerra contra los nazis. Pero Francia es lo bastante sensata para no sacarles a los judíos las castañas del fuego. Francia no se desangrará por los judíos.
No era la primera vez que en la historia de Francia ponían los nacionalistas su antisemitismo por encima de su patriotismo. En el asunto Dreyfus hicieron todo lo posible para que un militar traidor eludiera el castigo mientras un judío inocente languidecía en prisión.
Se ha dicho que los nazis corrompieron a los nacionalistas franceses. Es posible que algunos políticos franceses recibieran dinero, pero esto carecía de importancia políticamente. El Reich no hubiera hecho más que despilfarrar. Los diarios y revistas antisemitas tenían gran circulación y no necesitaban subsidios alemanes. Hitler abandonó la Sociedad de Naciones, anuló las cláusulas de desarme del Tratado de Versalles, ocupó la zona desmilitarizada del Rin y promovió tendencias antifrancesas en el norte de África. Y los nacionalistas franceses criticaron esos actos principalmente para echar la culpa a sus propios adversarios políticos; la culpa la tenían ellos por haber adoptado una actitud hostil al nazismo.
Hitler invadió después Austria. Siete años antes Francia se había opuesto vigorosamente al plan de unión aduanera entre Austria y Alemania. Pero en la nueva ocasión se apresuró a reconocer la violenta anexión de Austria. Y en Munich, en colaboración con Inglaterra e Italia, obligó a Checoslovaquia a acceder a las pretensiones de Alemania. Todo ello encontró la aprobación de la mayoría de los nacionalistas franceses. Cuando Mussolini, instigado por Hitler, proclamó sus aspiraciones a Saboya, Niza y Córcega, los nacionalistas expusieron tímidamente sus objeciones. Ningún Demóstenes se puso en pie para advertir a la nación contra Filipo. Pero si hubiera aparecido un nuevo Demóstenes, los nacionalistas lo hubieran acusado de ser hijo de rabino o sobrino de Rothschild.
Cierto que tampoco las izquierdas francesas se opusieron a los nazis, con lo que no se distinguieron de sus amigos ingleses. Pero eso no excusa a los nacionalistas, que tenían la suficiente influencia para haber inspirado en Francia una enérgica política antinazi. Lo que pasaba era que toda propuesta seria de resistir a Hitler les parecía una forma de traición judía.
Se atribuye a la nación francesa el hecho de que fuera amante de la paz y estuviera dispuesta a evitar la guerra incluso a costa de sacrificios. Pero no era esa la cuestión. Alemania se preparaba abiertamente a una guerra para destruir totalmente a Francia. No había duda de las intenciones nazis. La única política adecuada en estas condiciones hubiera debido consistir en frustrar a toda costa los planes de Hitler. Quien mencionaba a los judíos al discutir las relaciones franco-alemanas perjudicaba a su país. No tenía nada que ver el que Hitler fuera amigo o enemigo de los judíos. Lo que estaba en juego era la existencia de Francia, y lo único que había que tener en cuenta era eso, no el deseo que pudieran tener los comerciantes o los tenderos de desembarazarse de sus competidores judíos.
La culpa de que Francia no resistiera a Hitler a tiempo, de que descuidara durante mucho tiempo los preparativos militares y de que finalmente no estuviera preparada cuando la guerra no pudo ser evitada más tiempo, la tuvo el antisemitismo. Los antisemitas franceses sirvieron bien a Hitler. Sin ellos habría podido evitarse la guerra, o por lo menos se habría luchado en condiciones mucho más favorables.
Cuando llegó la guerra, las derechas francesas la calificaron de guerra judía y los comunistas franceses la calificaron de guerra capitalista. La impopularidad de la contienda paralizó las manos de los jefes militares y frenó el trabajo en las fábricas de armamentos. Desde el punto de vista militar la situación en junio de 1940 no era peor que la de principios de septiembre de 1914, y era mejor que en septiembre de 1870. Ni Gambetta, ni Clemenceau, ni Briand habrían capitulado. Tampoco habría capitulado Mandel. Pero Mandel era judío y por lo tanto no podía ser dirigente. Así fue como sucedió lo increíble: Francia renegó del pasado, estigmatizó de judíos los más nobles recuerdos de su historia y aclamó la pérdida de su independencia política como si hubiera sido una revolución nacional y una regeneración de su verdadero espíritu.
No sólo en Francia, sino también en todo el mundo, el antisemitismo hizo propaganda al nazismo. El perjudicial efecto del intervencionismo y de sus tendencias hacia la discriminación llegó a ser tal que mucha buena gente no pudo ya apreciar los problemas de política exterior más que desde el punto de vista de sus apetitos discriminatorios contra toda clase de competidores triunfantes. La esperanza de librarse de un competidor judío les fascinaba mientras olvidaban todo lo demás: la independencia de su país, la libertad, la religión y la civilización. En todo el mundo había y hay partidos que simpatizan con los nazis. Todo país europeo tiene su Quisling. Al mando de los ejércitos que tenían el deber de defender su país hubo Quislings que capitularon ignominiosamente, colaboraron con los invasores y tuvieron la desvergüenza de llamar verdadero patriotismo a su traición. Los nazis cuentan con aliados en toda ciudad o pueblo donde haya un hombre deseoso de librarse de un competidor judío. El arma secreta de Hitler consiste en las inclinaciones antijudías de millones de comerciantes y tenderos, médicos, abogados, profesores y escritores.
La guerra actual no hubiera podido gestarse sin el antisemitismo. Sólo el antisemitismo hizo posible que los nazis devolvieran al pueblo alemán la fe en la invencibilidad de sus fuerzas armadas, para empujar una vez más a Alemania a la política de agresión y de lucha por la hegemonía. Sólo la confusión antisemita de buena parte de la opinión pública francesa impidió que Francia contuviera a Hitler cuando aún se le podía contener sin guerra. Y fue el antisemitismo el que ayudó a los ejércitos alemanes a encontrar en cada país europeo hombres dispuestos a abrirles las puertas.
La humanidad ha pagado realmente muy caro el antisemitismo.
– – –
Ludwig Von Mises huyó del nazismo en 1934 hacia Ginebra (Suiza) para evitar ser capturado si los nazis anexionaban Austria. En 1938, Hitler entró finalmente en Viena y la Gestapo confiscó las pertenencias de Mises.
Este texto fue extraído del libro Gobierno omnipotente
[1] Aquí estamos tratando de las condiciones en la Europa central y occidental y en los Estados Unidos. En muchas partes de la Europa oriental fue distinto. [2] El obispo Hudal llama «no ario» a David Friedrich Strauss, la personalidad más relevante de la más dura crítica alemana ( op cit., p. 23). No es cierto; Strauss no tenía antepasados judíos (véase su biografía por Th. Ziegler, I, 4-6). Por otra parte, los nazis anticatólicos dicen que Ignacio de Loyola, fundador de los Jesuitas, era de origen judío (Seldes, op. cit., p.161). Faltan pruebas de ello. [3] Asombrosa manifestación de esta mentalidad es el libro de Bertrand Russel, Which Way to Peace?, publicado en 1936. El editorial «The Obscurantists», de la Ninetenth Century and After, Nº 768 (marzo de 1941), pp. 209- 229, es una demoledora crítica a la política exterior del partido laborista inglés.- 8 de junio, 2012
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