Por qué los ataques al periodismo representan una amenaza para las democracias
La Declaración de Derechos de Virginia -redactada en junio de 1776- fue el documento que daría institucionalidad a la Independencia norteamericana y el antecedente más próximo que insuflaría vida a la Constitución de los Estados Unidos.
En esa declaración firmada por las colonias británicas se destacaría la Sección 12: “Que la libertad de prensa es uno de los grandes baluartes de la libertad, y sólo puede ser restringida por gobiernos despóticos”. Para los hagiógrafos de Virginia, silenciar a la prensa era algo que podía sólo ocurrir bajo “gobiernos despóticos”, algo de lo que se estaban independizando con su incipiente democracia.
Ese concepto trascendental sería luego incluído primero entre las diez enmiendas de la Constitución norteamericana en 1791. Estos derechos eran innegociables para los Padres Fundadores y así lo sellaron en la Carta Magna, inspiradora de otras a lo largo del continente: “El Congreso no aprobará ninguna ley (…) que coarte la libertad de expresión o de prensa”.
Esa idea de libertad se ve desde hace algunos años amenazada, incluso desde ámbitos a priori insospechados de intentar vulnerarla. En algunos alarmantes casos son paladines libertarios quienes mayormente atacan lo que los exponentes del liberalismo del Siglo XVIII más buscaban proteger de los embates del poder político.
Durante sus primeros años al frente del Poder Ejecutivo, Hugo Chávez fue implacable con los medios de Venezuela. Acosó, acorraló y compró televisoras, radios y diarios. Creó Telesur, un megáfono propagandístico que expandió a toda América Latina regando de contratos a otros voceros trasnacionales del continente. Aún hoy festejan a la dictadura sin ruborizarse.
Nicolás Maduro, su heredero, continuó con el impulso de perseguir periodistas hasta expulsarlos del país. Bloqueó y censuró sitios de noticias –Infobae permanece prohibido en Venezuela desde el 10 de octubre de 2014- por poner en evidencia la maquinaria represiva del régimen, las voluminosas maniobras de corrupción a cielo abierto y la escandalosa supresión de las garantías políticas de los opositores.
La prensa libre es, para el populismo y las autocracias, una de las mayores amenazas, sin importar su inclinación política. Lo explicó Martin Baron, ex editor general de The Washington Post, en una entrevista con la revista cultural española Jot Down: “La prensa siempre ha sido un blanco fácil, tanto para los políticos de derecha como de izquierda. Siempre echan la culpa de los males de la sociedad a los medios ya que los políticos no se sienten responsables de los problemas”.
The Post, bajo su comandancia, ha enfrentado con excelentes investigaciones nada menos que al ex presidente norteamericano Donald Trump, para quien los periodistas y la prensa en general son “enemigos del pueblo”. Nada más alejado de la concepción de los Padres Fundadores.
“Aunque la Constitución de Estados Unidos prohíbe las normas para regular la libertad de prensa, creo que Trump va a intentar poner en marcha medidas para imputar a periodistas que publiquen información sobre supuestos secretos de seguridad nacional. Ha dicho abiertamente que le gustaría encarcelar a algunos periodistas. Por tanto, estoy seguro de que Trump va a elevar la presión contra los medios de comunicación estadounidenses”, subrayó Baron al periodista Juan Calleja.
Baron también dijo que era una característica típica de “autócratas” el acoso a los medios. El término elegido por el renombrado periodista suele reservarse para personajes tales como Vladimir Putin en Rusia, Xi Jinping en China, Viktor Orban en Hungría o Recep Erdogan en Turquía. Son jefes de estado que aplican manu militari sobre las instituciones y mantienen a la prensa bajo la severidad de sus látigos.
Quizás el ejemplo más brutal de los cuatro se haya vivido en Rusia, donde el Kremlin envenenó, detuvo, condenó y encerró hasta la muerte a Aleksei Navalny, uno de los más destacados opositores del país. Navalny era, por sobre todas las cosas, un divulgador de los secretos del estado ruso. A partir de sus denuncias en blogs y fundaciones, destapó una monumental estructura de corrupción en lo más alto del poder. Su popularidad creció hasta convertirse en una amenaza para Putin y fue descartado.
En América Latina, los ejemplos también sobran: en la Nicaragua de Daniel Ortega y Rosario Murillo ya no quedan periódicos de papel. Y los pocos periodistas que sobreviven a la dictadura no tienen dónde escribir, expresar o publicar sus investigaciones. La mayoría de los hombres de prensa independientes fueron desterrados y despojados de sus propiedades.
Gustavo Petro, presidente de Colombia, también tiene una obsesión contra el periodismo. Dedica decenas de trinos -como se llama en el país a los mensajes por X– a cuestionar a la prensa que lo incomoda. Los encasilla como “de extrema derecha”. Este jueves fue más allá: llamó “mujeres de la mafia” a las periodistas que ejercen la profesión por críticas a una de sus funcionarias.
Nayib Bukele, en otro espacio político, también se dedica a confrontar con los medios. La alarma la hicieron sonar en las últimas horas la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y el Comité para la Protección de Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés). Ambas instituciones alertaron sobre el “agravamiento” de la libertad de prensa en El Salvador: “El Gobierno restringe severamente el acceso a la información pública y ha debilitado el instituto gubernamental encargado de garantizar ese derecho ciudadano”.
“Se ve limitada la transparencia sobre temas críticos como la situación en las cárceles y las estadísticas de criminalidad en el contexto del estado de excepción. Periodistas denuncian una creciente estigmatización, acoso y amenazas por parte de militantes gubernamentales y figuras del Gobierno, incluyendo el propio presidente Bukele, altos funcionarios y diputados oficialistas”, dice el comunicado conjunto.
En la Argentina, el presidente Javier Milei también eligió a periodistas y medios de comunicación como fuente de escarnio. Insulta indiscriminadamente a unos y otros bajo el concepto de “ensobrados” para referirse a supuestos pagos irregulares que reciben todos los empleados de medios. También los hace responsables de la perpetuidad de “la casta política” a la que dice combatir, y tiene a disposición un ejército de trolls que acosan y salen al cruce de cualquier información incómoda en las redes sociales.
El kirchnerismo -que gobernó el país 16 de los últimos 24 años- también entrenó sus músculos para barrer con la independencia periodística. Bajo su mandato se cometieron todo tipo de ataques contra la prensa: desde compra compulsiva de medios, pasando por “juicios populares” contra reporteros hasta el bullying permanente en medios oficiales al mejor estilo Telesur.
“Esta es una señal muy característica de que vivimos la era postmediática, que se inicia con la revolución tecnológica y desplaza a los medios de información, que eran los intermediarios absolutos de la esfera pública. Este nuevo contexto hace que los políticos estén más empoderados para deslegitimar a los medios”, remarca Elena Herrero-Beaumont, directora del think tank Ethosfera, basado en Madrid, en una entrevista hecha por Ignacio Santa María y publicada en Ethic.
Desde siempre, la política ha renegado de las investigaciones periodísticas. Fueron -y son- su principal factor de incomodidad. Es por eso que muchos de los populismos que consiguen el poder bajo consignas polarizantes deben colocar a la prensa del lado del frente, como un enemigo, como parte del problema que se pretende resolver.
Ante este desafío, los periodistas -y quienes conformamos los medios- tenemos una doble responsabilidad: no caer en la polarización que proponen los populismos y continuar informando con mayor calidad y precisión. En definitiva, haciendo más periodismo. Por lo menos, hasta que un “gobierno despótico” lo impida. Y esa historia también se contará.
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