Las zonas de bajas emisiones: una estafa cruel y colosal
El pasado martes 17 de septiembre, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM) anulaba las Zonas de Bajas Emisiones de la capital al observar que la norma adolece de una “patente insuficiencia del informe de impacto económico”. Esto significa que, para el TSJM, Madrid 360, además de una estafa electoral, es una norma abusiva. Los responsables municipales no han realizado siquiera un balance de costes y beneficios razonable. La han impuesto sin dar opción a otras medidas menos restrictivas, pero de efecto equivalente, que no discriminaran a unos ciudadanos respecto de otros. No es nada personal, sólo negocio. He ahí, me temo, el quid de la cuestión.
Soy leguleyo, pero diría que el espíritu de la sentencia de TSJM va mucho más allá. Mal que le pese a Borja Carabante Muntada, delegado del Área de Gobierno de Urbanismo, Medio Ambiente y Movilidad del Ayuntamiento de Madrid, el principio de igualdad ante la ley es incompatible con el establecimiento de normas arbitrarias que fomenten entre ciudadanos la desigualdad en el ejercicio de derechos fundamentales. Uno de los cuales es la libertad de movimientos. ¿Por qué unos ciudadanos pueden entrar a Madrid con sus vehículos y otros no, a pesar de estar al corriente en todas sus obligaciones, impuestos de circulación e ITV incluidos?
Vulnerar estos principios escudándose en supuestas mejoras colectivas marginales, ya sea el aire más limpio en una ciudad o una mayor producción de cereales (como hizo Mao con el Gran salto a delante), define a los políticos y también a los ciudadanos totalitarios. El gobierno chino, que es una dictadura de libro, lo reconoce tal cual, con orgullo. No tiene reparo en afirmar que los derechos humanos están supeditados al bienestar colectivo. Bienestar que, claro está, define el gobierno del Partido Comunista Chino (PCCh). En Europa, sin embargo, los políticos son bastante más cínicos.
Un alcalde mentiroso, un burócrata cínico
Muntada, siguiendo órdenes del alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, cuya promesa clave durante las pasadas elecciones municipales fue acabar con Madrid Central, ha argumentado con cinismo que la sentencia del TSJM se limita a un defecto formal que el tribunal, según sus propias palabras, interpreta con carácter subjetivo. Insinúa así Muntada, con todo el hocico, que el TSJM no se atiene a los hechos sino que los deforma, una insidia, además de una mentira, que este burócrata deja caer como si estuviera hablando del tiempo.
Pero el TSJM no es en absoluto subjetivo, al contrario, es directo y certero como un láser. Lo analiza de manera espléndida Diego Gómez Fernández:
“[…] como pone de manifiesto la demanda, no existe ni un estudio ni una ponderación, ni tan siquiera una enumeración o indicación de los concretos efectos y repercusiones económicas de la medida. No se describen sectores de actividad afectados, no se evalúan, ni siquiera aproximadamente, las consecuencias económicas de la aprobación de las medidas, ni se contemplan posibles alternativas a aprobar una normativa de la magnitud de provoca la restricción del acceso y la circulación de vehículos por la ciudad, ni se ponderan escenarios menos restrictivos. Ni tan siquiera se incorporan a este apartado datos como el número aproximado de vehículos que pudieran verse afectados por las restricciones”.
Pero más allá de los tecnicismos jurídicos, el TSJM lo ha dicho con todas las letras: tu Madrid 360 discrimina a unos ciudadanos respecto de otros y ni siquiera te has tomado la molestia de justificarlo.
Mal que le pese a Muntada y a su jefe, Almeida, lo cierto es que la sentencia del TSJM no se reduce al señalamiento de un defecto formal; mucho menos lo hace con carácter subjetivo. El problema es que Madrid 360 es tan abusivo y arbitrario que no puede ser justificado… ni con uno ni con cien estudios. El perjuicio que está causando a 500.000 madrileños (por el momento, porque pronto serán bastantes más) es de tal magnitud que sólo sería justificable —y siempre que demos por bueno el enfoque totalitario— si a cambio la esperanza de vida de los residentes en la ciudad de Madrid se disparara a niveles nunca vistos. Sólo una contrapartida tan imposible justificaría una norma que no mucho tiempo atrás habría sido catalogada como totalitaria por su propio partido. Lamentablemente, los tiempos cambian y no siempre para mejor. Hoy en el Partido Popular parecen haberse puesto de acuerdo en avanzar hacia un modelo de gobernanza muy parecido al del PCCh.
Que me preocupe Madrid 360, cuando nuestro presidente se dispone a liquidar la libertad de prensa, quizá resulte irritante para los lectores más angustiados con la deriva del gobierno socialista. Pero se equivocarán gravemente si no conceden a Madrid 360, a sus homólogas de otras ciudades españolas y a la infinidad de normas y leyes relacionadas con el medio ambiente la importancia que merece, porque estos abusos de poder travestidos de ecologismo y salubridad se multiplican en la izquierda, pero también en la derecha.
Ocurre que el continuo político es el Matrix del discurso político actual; “derecha” e “izquierda” marcan los polos opuestos de su métrica. Este paradigma dirige el discurso político y la acción humana. Es el lema que sofoca el debate y nubla el pensamiento. Un espectro que tiene por objeto clasificar los conceptos en un sistema bipolar como lo hacen lleno y vacío, blanco y negro, bien y mal, libre albedrío y determinismo; pero “derecha” e “izquierda” son nombres arbitrarios y artificiales en la medida en que representan conceptos políticos cada vez más desconcertantes.
Un nuevo derecho absoluto
A propósito de esta sentencia, cuando manifesté en X (antiguo Twitter) mi satisfacción, no tardé en ser objeto de una airada protesta. Un tipo me contrapuso el nuevo derecho que políticos y activistas se han inventado: el derecho a respirar aire limpio. No se limitó a esgrimir tal derecho, sino que lo elevó a la categoría de derecho absoluto: “Mi derecho a respirar aire limpio está por encima del tuyo a desplazarte en automóvil”.
Para acabar con el debate antes de que pudiera producirse, echó mano de una afirmación que se reproduce en los titulares de la prensa de forma recurrente, que la contaminación del aire de las grandes ciudades es responsable de centenares de miles de muertes prematuras cada año. Más que un argumento científico, se trata de un burdo chantaje moral. Si defiendes el uso del automóvil, eres partidario de este asesinato en masa.
Sin embargo, cuando los investigadores usan el concepto de muerte prematura, lo que establecen es una compleja correlación de factores. El principal son las dolencias previas que en su gran mayoría están asociadas con el envejecimiento y al lógico deterioro de la salud. El automóvil no es un consumado asesino. Es la contaminación en general, y proporcionalmente la que corresponda al automóvil, lo que contribuye en alguna medida (imposible de cuantificar) al agravamiento de enfermedades preexistentes y que, en consecuencia, se acorte la esperanza de vida de quienes las padecen. Esto significa que una persona que podría haber llegado a vivir hasta los 85 años y dos meses, finalmente muera a los 85; es decir dos meses antes.
Detrás de los estudios que asocian contaminación con muertes prematuras nos encontramos con una gran paradoja: desde que la contaminación atmosférica debida a las actividades humanas empezó a ser significativa, en vez de morir cada vez más pronto, vivimos cada vez más: la esperanza de vida se ha disparado. De hecho, las regiones con mayor esperanza de vida coinciden (casi siempre) con las áreas más contaminadas.
Esto no significa que respirar aire contaminado sea lo ideal, por supuesto. No caigamos en la demagogia. No es eso, no. Lo importante es que esta paradoja nos advierte de que las políticas basadas en prohibiciones que desprecian el impacto económico provocarán el efecto contrario al perseguido: un retroceso generalizado en la esperanza de vida.
Todos los inventos, avances y descubrimientos que nos hacen progresar tienen externalidades negativas. Incluso los medicamentos imprescindibles en la lucha contra el cáncer tienen efectos secundarios que, dependiendo de las condiciones del paciente, pueden contribuir a su debilitamiento y aumentar el índice de letalidad de la enfermedad. Pero como alargan la vida o curan en una proporción enormemente mayor, y además por sí solos no son los causantes de esas muertes, a nadie se le pasa por la cabeza prohibirlos.
Si quieres encontrar al verdadero asesino, busca a Mr. Estrés
Cuando se defiende el transporte público como alternativa al automóvil porque que hoy en día ya está suficientemente implantado, se oculta una parte crucial de la verdad: esto es cierto dentro del perímetro de las grandes ciudades, pero no más allá.
Poco tiene que ver vivir en Alonso Martínez y trabajar en la zona de negocios del Paseo de la Castellana, que residir en Ajalvir y tener que desplazarte cotidianamente a ese mismo lugar. El que vive en Madrid tiene a su disposición una tupida red de autobuses urbanos y líneas del metropolitano con frecuencias muy altas. Sin embargo, el que vive en Ajalvir sólo dispone de una línea de autobuses cuya frecuencia, incluso en horas punta, es comparativamente mucho peor. Si pierdes un tren del Metro en Madrid, llegarás al trabajo 10 minutos tarde. Si pierdes el autobús en Ajalvir, el retraso será de una hora. La cara de tu jefe si llegas al trabajo con 10 minutos de retraso no será precisamente de felicidad, pero si llegas con una hora de retraso te acojonará.
Otra diferencia crítica es el mayor tiempo que habrá de invertir la persona que vive en Ajalvir para ir a trabajar en comparación con el que vive en Madrid. Esta diferencia si se suma día a día, desplazamiento a desplazamiento, se volverá colosal. No es necesario ser científico social para comprobarlo. Cualquiera puede hacerlo usando Google Maps.
Por ejemplo, el tiempo necesario para ir de Ajalvir a las Cuatro Torres Business Area (CTBA) del Paseo de la Castellana en transporte público un lunes a las ocho de la mañana es en el mejor de los casos una hora. Llegar al mismo lugar saliendo desde Alonso Martínez, en Chamberí, son sólo 18 minutos: cuatro veces menos. Esta diferencia multiplicada por los 243 días laborables que tiene el año, da como resultado que la persona que vive en Madrid dedicará a ir y venir del trabajo 145,8 horas cada año, poco más de 6 días de su vida. La persona que vive en Ajalvir dedicará 486 horas, es decir más de 20 días.
Seamos mínimamente compasivos o al menos empáticos. Imaginemos por un instante el daño que esta sobreinversión de tiempo, forzada por Madrid 360, hace a las personas que viven en extrarradio y tienen hijos o familiares a su cargo y, por tanto, han de compatibilizar su trabajo con estas responsabilidades. O a los profesionales, autónomos y del régimen general, que no sólo van y vienen del trabajo una vez al día, si no que van y vienen varias veces de diferentes lugares al cabo del día.
Podemos hacer este mismo cálculo con cualquier otro lugar, urbanización o zona residencial de la costelación de poblaciones que constituyen el extrarradio de Madrid y de cualquier gran ciudad, como Sevilla, Barcelona, Valencia, Bilbao, etc. Y también con todas las ciudades que, sin llegar a ser tan grandes y pobladas, están en curso de implantar sus propias zonas de bajas emisiones. Las diferencias variarán, pero siempre serán abrumadoramente desfavorables para los no residentes.
Es comprensible que quienes residen en las grandes ciudades quieran respirar un aire cada vez más limpio. Pero no lo es la intransigencia que poco a poco se va imponiendo en demasiados ciudadanos que, por el simple hecho de residir en la gran ciudad, creen que les pertenece.
Las grandes urbes no surgen como lugares pensados para vivir plácidamente, sino para trabajar, fabricar y comerciar. La razón de ser de la ciudad nunca fue poder pasear al perro por tranquilas y amigables zonas peatonales, ni solazarse tomando cervezas en amplios bulevares llenos de árboles y pajaritos, ni pedalear con total despreocupación, ni satisfacer el ocio con mil y una propuestas culturales y de entretenimiento, mucho menos un entorno cerrado para mayor gloria de las grandes concesionarias, empresas de servicios y alcaldes sinvergüenzas.
Es verdad que, con el tiempo, la masiva afluencia de personas fue transformando las ciudades en grandes residencias, pues mudarse a vivir en ellas resultaba mucho más práctico a la hora de tener que trabajar cotidianamente en la ciudad. Sin embargo, por más que millones de personas hayan acabado fijando su residencia permanente en la ciudad y su urbanismo, como es lógico, se haya ido humanizando y abriendo a nuevas demandas y sensibilidades, las ciudades siguen siendo los centros neurálgicos de la actividad humana, tanto para quienes residen en ellas como para quienes no.
Transformar las ciudades en entornos excluyentes es ir contra su sentido y razón de ser. Guste o no, habrá que encontrar un equilibrio que reparta perjuicios y beneficios. Una regulación que, aunque con toda seguridad no va a satisfacer ni a quienes viven en la ciudad, ni a quienes residen en el extrarradio, sea equitativa. Algo que por fuerza poco o nada tiene que ver con el disparate de Madrid 360.
Pretender ahorrarnos nuestra parte alícuota de trastornos y perjuicios recurriendo al complejo y engañoso concepto de muerte prematura es un tiro moralista que nos saldrá por la culata. Es sencillo de entender. Las restricciones abusivas de las zonas libres de emisiones son una bomba de estrés masiva que arrojamos sobre millones de personas. Y si hay un factor asociado a una mayor letalidad ese es el estrés. El estrés multiplica por cuatro las probabilidades de morir de enfermedad cardiaca y casi multiplica por tres las probabilidades de morir por cualquier causa, incluido el cáncer.
España es el tercer país de Europa con el mayor número de personas en riesgo de pobreza o exclusión social. Si la falta de recursos es de por sí estresante, las medidas que complican la vida aún más a los que menos tienen son de por sí una crueldad. Legislar como si este grave problema no existiera está empujando a cada vez más españoles hacia la desesperación.
Si en este debate de verdad perdiera el que más mata, entonces perderían y por mucho quienes pretender convertir el derecho a respirar aire limpio en su derecho absoluto. Y ni que decir tiene que deberían perder los espabilados que han convertido ese supuesto derecho en un espantajo con el que justificar sus turbios negocios económicos y políticos.
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