Los dos caballos de Putin
Vladimir Putin ha sorprendido al mundo por varias razones, entre la que no es menos importante el haber sido capaz de hacerse con las riendas -veintidós años lleva, prácticamente, en el poder- de una nación tan rica en historia como Rusia.
Su “revolución conservadora” (así, entre comillas, pues no deja de ser paradójico juntar esos dos términos), se sostiene y está tirada por lo que he llamado dos caballos: religión y nacionalismo.
Por eso no es de extrañar que la justificación de fondo de la invasión a Ucrania sea que Putin considera esta nación “una parte indivisible del espacio cultural ruso”. Ni que Kiril, el Patriarca Ortodoxo de Moscú, haya bendecido la invasión, y haya presentado la operación militar como una especie de cruzada moral.
Hace unos quince años, cuando le preguntaron en una entrevista acerca del papel de la fe, explicaba: “el día de hoy es prácticamente imposible tener una moral separada de los valores religiosos. No quisiera explayarme en este tema, pues no deseo imponer mis puntos de vista a gente que tiene opiniones diferentes a la mía”… Sin embargo, no ha hecho más que apelar a la conciencia del pueblo ruso y criticar la decadencia de Occidente, desde que cuenta con el poder.
Para entender mejor las cosas, es necesario comprender que en el mundo ruso la religión entra como componente integral de la identidad nacional, y por lo tanto, como parte esencial del núcleo que soporta el nacionalismo.
Un nacionalismo que, a su vez, tiene dos facetas importantes: la primera la convicción de que la nación rusa constituye un universo cultural por sí mismo (geográficamente delimitado por lo que fue el antiguo imperio ruso); y la segunda, su contraposición a Occidente, por lo que a la asimilación de Rusia a otra cultura que no sea la propia, es lo mismo que asumir el principio de su disolución… y, por lo mismo, su afirmación e identidad cultural se corresponde no sólo con su permanencia en el tiempo, sino también con la necesaria recuperación de la grandeza perdida primero a manos del comunismo, y luego por la apertura al capitalismo en tiempos de Yelstin.
Putin rechaza cualquier acusación de imperialismo (la OTAN, según su forma de ver las cosas sí que es imperialista), pues él lo único que está haciendo no es expandir el poder ruso, sino recuperar lo que pertenece a Rusia por razones espirituales, culturales,en definitiva. Una cosmovisión que está definida por realidades étnicas, históricas, lingüísticas, artísticas y, por supuesto, religiosas. Para Putin todo lo ruso debe estar, si no es posible dentro de las fronteras de la federación, al menos en la esfera de influencia Rusa y bajo la tutela del gobierno.
Y a todo esto ¿qué dice la Iglesia Ortodoxa Rusa? Cuando Putin anexionó Crimea, Kiril, el Patriarca de Moscú, declinó la invitación a asistir a la ceremonia de incorporación de ese territorio, para no ofender al Patriarcado ucraniano. Pero todo cambió a finales del 2018, cuando el Patriarca de Constantinopla concedió la autocefalía (independencia de cualquier otro patriarcado) a Kiev. Esto supuso la división de los ortodoxos ucranianos entre los que deseaban seguir dependiendo de Moscú y los que aceptaban la autocefalía. Y supuso, además, la ruptura de Kiril con Bartolomé (o Moscú con Constantinopla) y la adhesión de la Iglesia Ortodoxa rusa al proyecto de Putin.
Desde entonces la cercanía entre Putin y Kiril es notable, tal como me lo hizo saber un amigo ruso con quien estuve conversando estas cuestiones. Una cercanía que no es de extrañar para nadie pues, al fin y al cabo, los dos “mundos rusos”, el religioso y el secular, el del patriarca y el del presidente, se extienden al mismo territorio, dependen las mismas personas, comparten bases históricas, culturales y espirituales, y dependen mutuamente para su propia supervivencia.
- 23 de julio, 2015
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