El mito de la superioridad campesina
La cultura campesina, si es que alguna vez existió, ha sido muy idealizada.
Juan José Sebreli
Un insigne pensador del siglo XX fue Ludwig Wittgenstein, hombre que tuvo una vida tan curiosa cuanto variada. En 1921, publicó su Tractatus lógico-philosophicus, libro gracias al cual, según él, se podían resolver problemas fundamentales de la filosofía. Aunque con dificultades iniciales, la obra fue valorada por académicos y grupos selectos. Su autor podía, por tanto, encaminarse a ser un ilustre catedrático de Cambridge, universidad en donde había estudiado. Eligió un escenario muy diferente. Se graduó como maestro, abandonó la ciudad y fue a enseñar al campo. Creía que los campesinos le mostrarían la verdadera bondad, una pureza mayor, un espíritu imposible de hallar en las urbes. Por supuesto, no fue así. Había también falencias, vicios, taras. Desencantado, volvió a filosofar lejos del ámbito rural.
La idealización del campesino es un error en que otras personas han incurrido. Estimo que los principales argumentos o motivos empleados para sustentar esa valoración son rebatibles. Pienso, por ejemplo, en el hecho de sostener que su trabajo es superior al citadino. Sucede que, de acuerdo con quienes albergan esta creencia, en el campo se debe levantar uno en la madrugada, ordeñar vacas, arar la tierra, alimentar animales de tamaños varios y soportar todo clima, para luego recién descansar cuando ya es la noche. La ciudad, en cambio, nos ofrecería una realidad radicalmente distinta. Lo cierto es que, aunque sin plantas o gallos, pero con aire acondicionado, un empleado de la ciudad puede trabajar más e incluso mejor. Sin despreciar las tareas del campesinado, lo hecho por un oficinista no resulta inferior.
Gente como Tolstoi, entre otros autores, gustaba de relacionarse con campesinos para encontrar una conciencia moral que fuese distinta. Tenemos aquí una segunda creencia que no puede sino juzgarse equivocada. Me refiero a suponer que quienes viven en el campo, incluyendo los provincianos, tienen un sentido más profundo del bien. De manera que, además de laboriosos, serían asimismo probos, honrados, benevolentes, altruistas: mejores personas. Desde luego, sostener que los crímenes, depravaciones e indecencias se perpetran únicamente en la ciudad es ilusorio. Sujetos de pésima calaña pueden habitar esas regiones. Es irrelevante que se hayan criado en medio de ríos, pampas, monos, montañas o llamas; volverse malhechor pasa por otros factores. Es más, aun cuando, hasta cierto punto, pueda tener un mayor número de tentaciones, ni siquiera podríamos asegurar que la ciudad pervierte.
Tenemos un último elemento para considerar: la política. Si entendemos que el mejor modo de organizar nuestra vida en común, con miras al ejercicio del poder, es la democracia, cabría preguntar sobre dónde hay un terreno más propicio para su cultivo. Ahora bien, los mayores desafíos para nuestra convivencia se dan cuando la comunidad crece. No pasa sólo por tener que lidiar con una población demográficamente superior; en una ciudad, peor aún siendo cosmopolita, el panorama es harto complejo. El reto de hallar puntos intermedios, llegar a consensos, se incrementa cuando los individuos tienen desiguales creencias, desde religiosas hasta ideológicas. Teniendo todos ellos la posibilidad de opinar, así como también votar, no es fácil lograr acuerdos; empero, se lo ha conseguido. La madurez del ciudadano es difícil de concebir sin su contexto urbano. No es casual que, para un gran pensador de lo político, Aristóteles, el hombre es un animal que se realiza en la ciudad.
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