“Economía de la amistad”: por qué los hombres tienen cada vez menos amigos
Especialistas alertan de que asistimos a un preocupante declive de las relaciones de amistad, como institución y como concepto, que podría estar influido por el auge de las redes sociales y la falta de tiempo
Tomen buena nota, porque (casi) todo lo que es tendencia en Estados Unidos acaba llegando aquí con entre dos y seis meses de retraso. La prensa del otro lado del charco, en medios tan importantes como CNN o Vox, está empezando a cartografiar un extraño fenómeno, bautizado provisionalmente como “la recesión de la amistad”. El número de relaciones de afecto y simpatía “informales pero intensas” estaría menguando sin remedio entre los hombres, sobre todo los más jóvenes. Según datos de Gallup y del Survey Center on American Life, el porcentaje de ciudadanos de sexo masculino que asegura tener un mínimo de seis amigos cercanos se ha reducido a la mitad entre 1990 y 2022. Ese síndrome de la amistad menguante se habría agudizado a consecuencia del cambio de hábitos y estilos de vida que trajo la pandemia, de manera que ya son más del 20% los estadounidenses que, según declaran, no conservan ningún amigo íntimo.
Si nos tomásemos estos datos al pie de la letra, afirma el psicólogo y médico de familia Sebastian Tong, “estaríamos asistiendo a un preocupante declive de la amistad como institución y como concepto”. La cadena de suministro de almas gemelas dispuestas a “andar a nuestro lado” de un crepúsculo a otro, como diría Albert Camus, se está interrumpiendo. Y esta vez no podemos echarle la culpa a un inoportuno atasco en el estrecho de Suez, como en el caso de los microchips. Si el culto a la amistad languidece, será por falta de buenos feligreses.4
Tong introduce, pese a todo, un matiz: “Tal vez lo que de verdad está cambiando es nuestra noción cultural de amistad íntima”. Es decir, “es muy probable que, en un mundo de relaciones múltiples, epidérmicas y poco significativas a través de canales como las redes sociales, lo que ocurra es que hemos elevado el estándar de lo que entendemos por amistad genuina y muchas de nuestras relaciones sociales hayan dejado de estar a la altura de esa nueva exigencia”. En otras palabras, “el contraste entre la realidad cotidiana y nuestras expectativas está haciendo, tal vez, que idealicemos la amistad hasta el punto de exigirle más de lo que razonablemente puede darnos”.
La imparable emergencia del hombre sin amigos
¿Por qué le estaría ocurriendo más a los hombres que a las mujeres? Según Tong, “tal vez, sencillamente, porque los varones son más propensos a verbalizar sentimientos de insatisfacción en las encuestas”. O también, en palabras del psicólogo californiano Ron Riggio, a que los hombres tienen un sentido “más instrumental” de la amistad. Buscan “cómplices eventuales” con los que compartir pequeñas rutinas más que “confidentes o una red social de apoyo”, algo que sí tienden a hacer las mujeres.
La periodista e ilustradora Aubrey Hirsch, una de las impulsoras de la teoría de la recesión de la amistad masculina, atribuye el fenómeno a que “los hombres siguen siendo educados desde la infancia para que escondan sus vulnerabilidades y valoren la dureza y el estoicismo por encima de la emotividad y la capacidad de conexión emocional”. Este marco mental no es el más adecuado, en su opinión, “para crear y consolidar amistades íntimas”.
El diagnóstico, en definitiva, es complejo. Tong considera que hay múltiples variables en juego, y que tal vez resultaría muy útil poder preguntar en primer lugar a ese 20% largo de hombres estadounidenses que se sienten huérfanos de amistades qué entienden ellos por “no tener amigos”. ¿Hablamos de verdadera soledad, de incapacidad para establecer conexiones sociales sólidas, o solo de “grandes aspiraciones defraudadas por la experiencia”?
Tal y como explica Jean-Luc Henning en De la amistad extrema, si por amistad entendemos esa “peculiar forma de amor”, ese apego visceral y casi exclusivo “entre distintos pero iguales” que unía a Michel de Montaigne y Étienne de la Boétie, lo extraño sería más bien que encontrásemos algún amigo así en la vida, no digamos más de uno. Emily Boynton, redactora del boletín digital sobre salud Right as Rain, apunta que el ocaso de la amistad podría deberse también a la más pedestre de las causas: “los amigos exigen un tiempo del que ya no disponemos”.
La amistad como enemiga del reloj (y del calendario)
La también periodista Sanya Nayeem va un paso más allá y cuantifica ese tiempo. Partiendo de un estudio de la revista Medium, Nayeem afirma, con una convicción encomiable, que “la amistad responde a la fórmula 11-3-6″. Es decir, que necesitas un mínimo de 11 citas de al menos tres horas de duración en un periodo de seis meses para “convertir a un conocido en un verdadero amigo”.
No se pierdan el verbo “convertir”. La amistad, concebida en esos términos, vendría a ser un proceso de producción industrial cuyos ingredientes serían “afinidad más voluntad más tiempo”. Nayeem concluye que completar el ciclo de producción de amistades se ha vuelto mucho más complicado tras la pandemia, dado que, según datos del Pew Research Centre, el 35% de los estadounidenses reconoce que ahora dedica “menos tiempo y energía” a actividades sociales y de ocio presencial. Aviso para navegantes: la amistad “no presencial” muy rara vez alcanza para los propios interesados la condición de “amistad íntima o verdadera”.
Estos intentos de reducir la amistad a una fórmula o una “técnica” recuerdan a la célebre regla de las 10.000 horas, el tiempo que habría que invertir para alcanzar la excelencia en cualquier actividad humana. Según afirmó en su día el periodista y sociólogo Malcolm Gladwell, vendría a ser el tiempo que invirtieron los Beatles, entre 1959 y 1962, en convertirse en la mejor banda de música popular del planeta. Comparado con ese esfuerzo hercúleo, alcanzar esa cifra óptima de “al menos seis amigos cercanos” exigiría una inversión muy modesta: apenas 200 horas. El problema, en opinión de Nayeem, es que “las amistades se obtienen con relativa facilidad, pero luego hay que invertir mucho tiempo y esfuerzo en conservarlas”.
Joseph Juran, experto en gestión de la calidad ya fallecido, sugería que una buena estrategia para no dilapidar imprudentemente el capital social acumulado con tiempo, esfuerzo y dedicación sería aplicar a la amistad el principio de Pareto. Según el matemático italiano Vilfredo Pareto, en la mayoría de los procesos, el 20% de las causas produce el 80% de los resultados. Traducido a la amistad, según Juran, el 20% de tus amigos es el que acabará produciendo el 80% de las interacciones sociales enriquecedoras y satisfactorias. Así que, si no dispones de tiempo para cultivar a conciencia tu relación con todos ellos, identifica a esos uno de cada cinco que marcan la diferencia y céntrate en ellos. Al resto se les podría negligir o desechar sin remordimiento. Sencillamente, no contribuyen con réditos significativos a la economía de la amistad.
Amistad, nivel de usuario
El tema permite, por supuesto, aproximaciones mucho menos prosaicas. Para el escritor Use Lahoz, autor de novelas como Los buenos amigos, Jauja o Verso suelto, en las que la amistad “es uno de los temas centrales”, pocas frases resumen ese sentimiento de manera tan precisa como esta, atribuida a Atahualpa Yupanqui: “Un amigo es uno mismo con otra piel”.
Lahoz se resiste a creer que se esté produciendo un declive generalizado del afecto y la conexión genuina entre seres humanos: “Más bien creo que las amistades nos resultan tan valiosas que nos duele perderlas o que se diluyan”. Son un bien escaso, y es su propia escasez la que genera un sentimiento de “carencia”. El escritor añade que “la amistad se va transformando con la vida, y eso nos lleva a conclusiones melancólicas como aquello que dijo Jules Renard: ‘No hay amigos, hay momentos de amistad”.
Basándose en su propia experiencia, Lahoz afirma que “sostener los sentimientos a lo largo del tiempo es un reto muy exigente, y eso explica que muchas amistades vayan quedando atrás en cuanto entras en la mediana edad, la época en que por fin comprendes que, como decía Gil de Biedma, la vida va en serio, o sea, que es mucho más efímera de lo que parecía”. Añorar esas conexiones íntimas basadas en “la afinidad, la complicidad y la pureza de intenciones” y sentir un cierto duelo por su pérdida forma parte del proceso vital. Lahoz rompe incluso una lanza en favor de la tan denostada nostalgia: “Puede ser un refugio del que extraer reservas y en el que recargar energía para afrontar la edad adulta. Para mí, el pasado es menos un estorbo que un tesoro”. El novelista concluye con una última cita, esta vez de Eugénio de Andrade, que resume la riqueza y la ambivalencia de esa pasión ambigua que llamamos amistad: “Un amigo es a veces el desierto, otras el agua”.
Hèctor Zacarias, periodista y filólogo, tiene una teoría: tal vez estamos en un periodo de transición hacia un modelo de amistad distinto, no necesariamente mejor, y el declive que percibimos se debe a que aún no hemos acabado de procesar los cambios. Él considera que los “múltiples canales creados para crear un sentimiento de proximidad artificial con la gente a la que queremos no son más que un simulacro”. A los amigos “hay que verlos, tocarlos, hacer cosas con ellos, escucharlos en el mundo real”.
Por desgracia, este carácter corpóreo y “táctil” de la amistad, tal y como veníamos entendiéndola, resulta poco compatible con los estilos de vida a los que nos hemos ido acostumbrando (él habla de “trenes, hipotecas, lavavajillas y dibujos animados”) y hace que nos acabemos conformando con lo otro, con el sucedáneo: “Hasta que llega el día en que un encuestador te pregunta a quemarropa cuántos amigos tienes y tú, en un acto de introspección fría, acabas reconociendo que muy pocos, solo los que no se han ido quedando por el camino y han conseguido atravesar, entre otros obstáculos, el desierto de la virtualidad”.
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