Islas del Atlántico Sur, una propuesta
En otra oportunidad he escrito sobre este espinoso tema, ahora lo vuelvo a hacer pues estimo que es un buen momento para meditar sobre la materia antes que nos encuentre otro aniversario sobre lo que voy a elaborar en esta nota periodística. Lo primero es recordar un pensamiento de Jorge Luis Borges: “Vendrán otros tiempos en los que seremos cosmopolitas, ciudadanos del mundo como decían los estoicos, y las fronteras desaparecerán como algo absurdo”. Debemos tener bien en cuenta que, desde la perspectiva de la sociedad abierta, en el presente estadio de evolución cultural, las divisiones territoriales entre países es al solo efecto de evitar los fenomenales riesgos de concentración de poder en manos de un gobierno universal. Pero de allí a creer que existe una diferencia de naturaleza entre lo local y lo extranjero, constituye pura estupidez alentada por patrioteros nacionalistas que solo se soslayan con sus ombligos en el contexto de mayores pobrezas intelectuales y materiales.
Mario Vargas Llosa, ha escrito: “Resumamos brevemente en que consiste el nacionalismo […] Básicamente, en considerar lo propio un valor absoluto e incuestionable y lo extranjero un desvalor, algo que amenaza, socava o empobrece o degenera la propia personalidad espiritual de un país […] Que tales muletillas sean tan huecas como cacofónicas, verdaderos galimatías conceptuales, no es obstáculo para que resulten seductoras a mucha gente, por el airecillo patriótico que parece envolverlas […] el nacionalismo es la cultura de los incultos y estos son legión […] Ninguna cultura se ha gestado, desenvuelto y llegado a la plenitud sin nutrirse de otras y sin, a su vez, alimentar a las demás, en un continuo proceso de préstamos y donativos […] La manera como un país fortalece y desarrolla su cultura es abriendo sus puertas y ventanas de par en par […] la misma libertad y el mismo pluralismo que deben reinar en lo político y en lo económico en una sociedad democrática”.
Habiendo dicho esto, es menester subrayar que los orígenes de las islas del Atlántico sur a que nos referimos, desde el siglo XVI en adelante han pasado navegantes portugueses (Américo Vespucio entonces al servicio del Reino de Portugal, fue el primero en arribar a las islas el 7 de abril de 1502), exploradores franceses (Louis de Bougainville estableció el primer asentamiento, quien bautizó con el nombre de cuya traducción textual al castellano es “Islas Malvinas”), conquistadores españoles (Esteban Gómez de la expedición de Fernando de Magallanes), aventureros británicos (John Davis, Richard Hawkings, John Strong, John Byron, John McBride, James Weddell y James Onslow) y embarcaciones holandesas (Sebald de Weert a la cabeza de la tripulación), además de emprendimientos varios como el del alemán Luis Vernet quien finalmente vendió sus acciones de la isla en el mercado británico (lo cual dio comienzo a la Fakland Islands Commercial Fishery and Agricultural Association). También fruto de tratados como los de Tordecillas y Utrecht, la Convención de Nutka y de expediciones estadounidenses como la del Lexington. Los títulos tienen muchas aristas ambiguas y contradictorias en medio de reiteradas trifulcas, pero en todo caso, de un largo tiempo a esta parte, dos son los gobiernos que reclaman las islas como parte del territorio de sus respectivas naciones: Argentina como heredera de la corona española e Inglaterra.
En 1820 el gobierno bonaerense envió una fragata a tomar posesión y reafirmar sus derechos en las Malvinas como sucesor de España y desde 1823 concedió al antes referido Vernet la explotación de recursos de las islas. Las operaciones de éste contra barcos balleneros condujeron a que la corbeta Lexington de EEUU liquidara instalaciones clave de Puerto Soledad y en 1833 llegó la fragata británica HMS Clio alegando la recuperación de las islas.
Dados estos antecedentes y el pésimo tratamiento del tema del gobierno argentino, principalmente a través de dos bochornosas gestiones (entre tantas otras que hemos padecido los argentinos en materias vitales). El gobierno de Rosas –típico de los patrioteros- a través de su ministro de relaciones exteriores (Felipe Arana), el 21 de noviembre de 1838 instruyó por escrito al representante argentino en Londres (Manuel Moreno) en los siguientes términos: “Artículo adicional a las instrucciones dadas con fecha de hoy al Señor Ministro Plenipotenciario Dr. Don Manuel Moreno. Insistirá así que se le presente la ocasión en el reclamo de la ocupación de las Islas Malvinas [como queda dicho, hecho acaecido en 1833] y entonces explorará con sagacidad sin que pueda trascender ser la idea de este Gobierno si habría disposición en el de S. M. B. a hacer lugar a una transacción pecuniaria para cancelar la deuda pendiente del empréstito argentino” (consta en el expediente No. 3 del año 1842 de la División de Asuntos Políticos del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto de la República Argentina, documento publicado por Isidoro Ruiz Moreno en La Prensa, Buenos Aires, julio 11 de 1941, y reproducido por la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, bajo la presidencia de Horacio C. Rivarola).
Por su parte, más recientemente el desembarco militar a las islas en 1982 que tuvo por origen la inaudita y monumental irresponsabilidad de Nicanor Costa Méndez quien siendo canciller propuso la idea, la que ya había sugerido sin éxito a otro gobierno castrense anterior (del general Juan Carlos Onganía), también “para unir al pueblo en una causa común” y así agitar las pasiones xenófobas que brotan inesperadamente del subsuelo de aquel adefesio que se ha dado en llamar “el ser nacional”. Una guerra —como casi todas— para distraer a la población de graves problemas internos y que fue condenada como “una aventura militar” en el informe del Teniente General Benjamín Rattenbach, titular de la Comisión Investigadora constituida en Buenos Aires el 2 de diciembre de 1982 por militares de alta graduación, documento en el que se pedían severas sanciones para los responsables de esa incursión bélica.
Además, dado el empecinado y prepotente desconocimiento de los sucesivos gobiernos ingleses sobre la voluntad de los habitantes de las islas en el supuesto retiro de las pretensiones argentinas, sugerimos que, vistos los antecedentes, en esta instancia, ambos gobiernos deberían resolver la situación de manera simultánea, problema que viene arrastrándose desde hace décadas, en el sentido de declarar la inmediata y total independencia de los isleños para que manejen sus asuntos como lo consideren mejor sin los reclamos de soberanía británica ni la argentina, una mezcla explosiva que tantas tensiones han creado y siguen creando en la población local.
Es desear que con el conocimiento de los dislates políticos de los gobiernos argentinos de los últimas largas décadas con su propia población masacrada en la miseria por el estatismo rampante y, en menor medida, los también cometidos por los gobiernos ingleses respecto a su gente, los isleños apunten a contar con una sociedad abierta, respetuosos de los derechos de propiedad, en el contexto de mercados abiertos tanto en lo local como en lo internacional y con tributos mínimos que sirvan para garantizar seguridad y justicia, tal como lo han expuesto públicamente algunos isleños. Tal vez, de este modo, las islas puedan constituirse en un ejemplo de libertad y progreso para el mundo libre y atraigan personas e inversiones de todos los rincones del planeta, recurriendo a la exitosa tradición alberdiana de los argentinos y la fértil tradición también liberal que en su momento los ingleses supieron adoptar. Aunque personalmente no soy afecto a las machaconas exteriorizaciones de símbolos nacionales (prefiero la cosmopolita “Oda a la libertad” de la Novena Sinfonía, transformada por la censura a Schiller en “Oda a la alegría”), en este caso apuntamos que muchos lugareños desde hace tiempo tienen su propia bandera lo cual constituye uno de los signos de respecto a deseos independistas. Sin embargo, se suceden debates sobre la seguridad que por el momento les proporciona el estar vinculados a la corona británica (de allí la persistencia y actualización del mismo esquema militar apostado desde 1982), pero reiteramos la posibilidad de contar con verdadera seguridad y justicia debido a un territorio de dimensiones reducidas en el contexto de un mundo inseguro brindaría un refugio en el que el respeto recíproco sea la norma tal como se ha dicho es el modelo de Suiza. Todo esto con la debida consideración, profundo reconocimiento y emoción por las vidas perdidas en ese nefasto enfrentamiento de 1982 de soldados argentinos enviados a la guerra que en ese caso se transportan sin la adecuada preparación ni el necesario equipamiento y alimentación, solo para satisfacer los caprichos de militares irresponsables en el poder tal como lo atestigua el aludido Informe Rattenbach que enfáticamente repudia ese hecho militar. Todas las muertes en este conflicto deben ser atendidas y respetadas debidamente pero en el caso argentino lo ocurrido es a todas luces imperdonable y a contramano de las advertencias de tantas voces sensatas locales y extranjeras contra esa aventura militar malparida.
Los dislates no se circunscribieron a los ámbitos gubernamentales. Ahora resulta que nadie estaba en la Plaza de Mayo en abril del año de la invasión, la que desbordaba de gente gritando “el que no salta es un inglés” y otras bellaquerías de tenor semejante. Son los vergonzantes de siempre que volverán a salir de sus cuevas si hay la oportunidad de otro brote nacionalista, quienes van a misa y cantan “toma mi mano hermano” con gestos angelicales hasta que el patrioterismo los hace devorar con verdadera saña a los llamados hermanos de otras procedencias. Ya he referido antes que un integrante de la Academia Nacional de Ciencias Económicas de Argentina (no menciono su nombre por vergüenza ajena) propuso se lo expulsara como Miembro Correspondiente al premio Nobel en economía Friedrich Hayek porque de regreso de una invitación mía para pronunciar conferencias en Buenos Aires declaró muy sensatamente, desde Friburgo, a un corresponsal de una revista argentina, que “si todos los gobiernos que estiman les pertenece un territorio, lo invaden, el mundo se convertirá en un incendio mayor del que ya es”. Afortunadamente la descabellada moción no prosperó, pero consigno el hecho al efecto de poner de manifiesto el grado superlativo de desequilibrio imperante.
Hay que estar atento a posibles sandeces de todos los gobiernos de todos los colores y de todos los países, especialmente, como queda dicho, aquellos que se encuentran en dificultades, porque en el momento menos pensado no es infrecuente que recurran a lenguaje y actitudes bélicas con la intención de encubrir agujeros políticos. Como hemos apuntado, ya sucedió una vez esa terrible confrontación armada.
Por su parte y sin que esto signifique que el autor comparta las elucubraciones y la propuesta que aquí dejo consignada (ni que yo comparta otras de sus conclusiones), Juan B. Yofre en su libro sugestivamente titulado La trampa señala con mucha razón que la entonces Junta Militar tenía “un brutal desconocimiento de las relaciones internacionales y en especial, del mundo en que habitaban. Hicieron lo que hicieron para quedarse unos años más en el poder, pero la derrota militar abrió una caja de Pandora que los obligó a salir a las corridas.”
En este contexto, es saludable siempre tener en la mira aquellas emotivas líneas de Borges tituladas “Juan López y John Ward” en las que se describe que un argentino y un inglés podrían haber sido amigos —uno admiraba a Conrad y el otro estudiaba castellano para leer el Quijote— si no hubiera sido porque “les tocó una época extraña” ya que “el planeta había sido parcelado en distintos países […] esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras […] Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen”.
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