Xi Jinping ama a Mao
Cuando éramos muchachos en el Instituto del Vedado, en La Habana, hace un siglo, le escuché decir a un compañero de estudio: “El Papa no ama a Mao, y viceversa”. ¿Por qué?, le pregunté dócilmente. “Porque el Papa no ama a Mao”. Me contestó con una sonrisa medio idiota. Era una “pega” de doble sentido a la que se accedía pronunciando de una cierta manera “no amar a Mao”.
Fue la consagración de Xi Jinping. Si mi compañero del Instituto hubiera esperado a mediados de octubre del 2022, durante el vigésimo Congreso del Partido Comunista chino, vería como 1,500 delegados, todos encorbatados y enfundados en trajes oscuros, en un teatro lleno, juraban amar a Mao Zedong aunque, a estas alturas de las reformas, estuvieran en las antípodas del marxismo.
La gran contradicción es que hay que reivindicar a Mao y al marxismo, los causantes del desastre chino previo a las reformas. Xi lo hizo.
En 1985 Xi Jinping pasó dos semanas inolvidables en Iowa aprendiendo no sé qué de los cultivadores de alimentos. Tenía 31 años. Era primavera. (En verano cumpliría 32). Hacía nueve que había muerto Mao (1976) y China se entregaba con entusiasmo a la reforma de Deng Xiaoping.
Este fragmento de su vida lo leí en The Economist, la mejor revista popular de tema internacional. Se llevó muy bien con los anfitriones. Fue un flechazo a primera vista en las dos direcciones. Durmió en una habitación adornada con afiches de series de televisión sobre la conquista del espacio, comió por primera vez “rositas (palomitas) de maíz”, y supongo que le encantó todo lo que vio.
¿Qué vio en esas dos vertiginosas semanas? Vio a un país tremendamente eficiente que producía, con menos del 3% de la población, todo los vegetales y carnes que se consumían en la nación y, además, exportaba una cantidad sustancial de esa producción. El contraste era muy notable con su país de origen.
La miseria de China y la insalubridad las atribuyó a la limpieza de la atmósfera, tan descuidada en China, y a la presencia de la rampante corrupción, típica, por demás, de una situación en la que los funcionarios tenían unas competencias y unas atribuciones mal diseñadas por las regulaciones de las leyes fiscales. En las dos semanas pasadas en Iowa, Xi se volvió “verde” y estableció una cruzada moralizante contra la corrupción.
Cuando tuvo poder en China, declaró la creación de una especie de “muralla china natural”. Están en la fase de replantar los árboles y crear un bosque inmenso. El mayor del planeta. Como era de esperar, hasta el 2050 no estará listo. Simultáneamente, para deleite de sus compatriotas, se ha dedicado a combatir la corrupción.
¿Qué fue lo que no vio Xi en esas dos semanas en Iowa? No vio la laxa estructura que había convertido a Estados Unidos en la primera potencia del planeta. Y no la vio porque es invisible.
No la vio porque no existen los partidos políticos. Por encima de todo, Xi es un hombre del Partido Comunista. Su padre, Xi Zhinxun, fue Vice primer ministro a cargo del Consejo de Estado. Lo que no le libró de las represalias de Mao, incluidas las torturas.
China llevaba varios años de la “Revolución Cultural”, que duró una década, exactamente hasta la muerte de Mao Zedong. Y había llevado a la cárcel a Deng Xiaoping, entre otros, y a trabajo forzado o al exilio, lejos de Pekín, a muchos, como a Xi Zhinxun, compañero de Mao en la insurrección contra el Kuomintang, los nacionalistas de Chiang Kai-shek, haciendo perfecta la comparación entre las revoluciones y Saturno. Parece que devoran a sus hijos.
Xi Jinping, a quien llaman “el Príncipe”, se inscribió en 1974 en el Partido Comunista, dos años antes de la muerte de Mao, cuando ya se veía venir su descalabro durante la “Revolución Cultural” a manos de los reformistas. Según The Economist, Xi es un restaurador antes que un reformista.
Estados Unidos, afortunadamente, no es demócrata, republicano o independiente. La sociedad está toda mezclada. Si prevalecen los valores del orden, será republicano. Si están en auge los valores sociales, será mayoritariamente demócrata. Depende de la situación. Antes de 1933, y por una larga década, fue republicano. Luego vino Franklin D. Roosevelt por cuatro periodos consecutivos y un quinto si consideramos a Harry S. Truman. Prevaleció lo social.
Generalmente, se alternan en el poder. Hoy se acusan de “bolcheviques” y “fascistas”, pero no hay tal cosa. Ni los demócratas son “bolcheviques” ni los republicanos son “fascistas”. Esos son epítetos que se utilizan en medio de campañas mediáticas.
Se trata de empresarismo. Lo que le da sustento al modelo es la empresa. La mayor parte de los electores son pragmáticos. Admiran a los triunfadores a rabiar. Les da exactamente igual que los triunfadores se despeguen de la media de ingresos. No hay envidia que valga. Adoran a Elon Musk, a Jeff Bezos, a Bill Gates, a Warren Buffet, a Amancio Ortega.
Siempre y cuando hayan hecho el dinero dentro de la ley. Por la otra punta, aman a unos señores que se han abierto paso contra viento y marea. Las universidades gringas están llenas de cursos para emprendedores que luego hacen metástasis en Occidente.
Mientras Xi Jingping continúe velando por los intereses del Partido Comunista Chino, y mientras intente “liberar” (realmente subyugar) a Taiwán, está asegurado que el primer lugar en el ranking mundial continuará llevándoselo Estados Unidos. Así de simple.
El último libro de CAM es Sin ir más lejos (Memorias). La obra fue publicada por Debate, un sello de Penguin-Random House. Se puede obtener por medio de Amazon.
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