Que la psicopatía de los autoritarios no intoxique a la sociedad
Muchas palabras se usan sin conocer bien su significado. Entre ellas ha incrementado su frecuencia el término “psicopatía”.
Hace un tiempo señalé que entraña, fundamentalmente, la ausencia de culpa y de pena. Un psicópata no las sufre como la generalidad de las personas. De ahí la perplejidad que suscitan determinados individuos por sus actos y su conducta. Esos actos se han tornado más visibles porque suelen involucrar a políticos, gobernantes y personalidades destacadas. Los caracteriza una urticante ausencia de esos sentimientos. Esos sujetos parecen vivir en otro planeta. Toman decisiones, elaboran teorías e impulsan tendencias que generan daño y sufrimiento, sin que a ellos los afecte y ni siquiera los perciban. No advierten las heridas ni el dolor ajenos. Tampoco asumen ser los autores de algo negativo, porque esos “ajenos” equivalen a despreciables insectos que merecen o necesitan ser marginados. Es muy difícil lograr convencerlos de semejante ceguera. Quizá los ejemplos más cercanos sean los nazis y, en especial, los monstruosos jefes nazis que cometieron crímenes infinitamente aberrantes. Incluso después de la derrota pudieron rehacer sus vidas y gozar de placeres, como si todo lo hecho no tuviese nada que ver con ellos. Insisto: no tienen culpa ni los afecta la tristeza por el padecimiento ajeno.
Es fácil advertir el resto de sus características. Por ejemplo, se sienten superiores, aunque la realidad lo desmienta. Claro: no ven esa realidad. Tienen un narcisismo fuerte, en gran parte, producto de su historia. Se ocupan exclusivamente de sus intereses y objetivos, a los que consideran relevantes, magníficos. Les gusta convencer de ellos a los demás, porque ellos mismos ya están suficientemente convencidos. El narcisismo les aflora en toda circunstancia, sean opiniones, competencias, fotografías, ubicaciones, momentos importantes o pequeños donde no pueden dejar de sobresalir o instalarse en el lugar más destacado.
A esos rasgos se agrega que no tienen necesidad de amar ni ser amados. En el fondo de sus corazones impera la frialdad, aunque simulen lo contrario, con el propósito de mostrarse afectuosos, merecedores de un amor que solo conocen por referencias. Incluso los vínculos de sangre son a menudo irrelevantes. Cuando existen o parecen fuertes, se debe a que esos vínculos son considerados prueba de la dependencia que esos seres o situaciones tienen con ellos. No son equivalentes. El hijo, por ejemplo, es una propiedad. Esta relación ya posee ejemplos bíblicos, griegos, romanos y renacentistas. Insisto: no se trata de amor, sino de propiedad. Tampoco es cierta ni confiable para un psicópata la amistad. No dudan en traicionar y hasta de forma evidente. Cuando se les reprocha semejante conducta, no tardan en señalar la culpa ajena. Hasta inventan justificativos que tornan su traición en una virtud. Jamás un psicópata acepta manchas.
Los destaca una potente agresividad. Son autoritarios. Responden con ese rasgo a cualquier pellizco adverso. Esa agresividad es infaltable y les sirve para hacerse temer. A veces exhiben con talento actoral lo contrario, un afecto que no sienten. Porque terminan generando miedo, porque ese miedo les aumenta el poder. Son duros gracias a la ausencia de culpa o lástima. Insultan, ofenden. Hasta se burlan de personas o círculos íntimos con claro desprecio. Lo hacen con mayor fuerza cuando intuyen que de esa forma conseguirán mayor rédito. En este campo no reconocen otros límites que los relacionados a su conveniencia. No les importa el daño que causan, sino el efecto que producen. Cuanto más hieren, más satisfacción acaricia su ego. No piden disculpas, y si lo hacen, es falso. Mienten, para conseguir otro beneficio relacionado con su cofre de joyas narcisistas. Son oportunistas.
Las leyes éticas interesan poco. Las conocen, pero no les importan. Son yuyos molestos. Solo las tienen que respetar mientras no vulneren su ambición de poder. Pero cuando se convierten en un real obstáculo, el psicópata busca los medios que permitan saltearlas o modificarlas. Suponen que nada ni nadie es capaz de cerrarles el paso. Solo se trata de tiempo y recursos. Para ellos es cuestión de buscar esos recursos y ponerlos en marcha. No importa qué se dañe, incluso las leyes más respetadas por el resto de los ciudadanos. Los yuyos molestos deben ser cortados o salteados o envenenados.
Sus aparentes caprichos son legítimos, porque están convencidos de que avanzan en el sentido correcto y nada les puede ser inculpado. Nacen de su incuestionable intuición o deseo. No son caprichos, sino impulsos sublimes. Creen que solo cuestionan los imbéciles o envidiosos.
Sus triunfos, aunque sean parciales, corroboran la certeza de sus acciones y estrategias. Los inflama una sensación de omnipotencia.
En general, desarrollan una ondulante paranoia que justifican mediante pruebas y proclamas fantasiosas. Hablan sin importarles la verdad, que ni siquiera advierten.
Necesitan aumentar su riqueza y poder de un modo insaciable. Ambos objetivos se estimulan de forma recíproca. Más aumenta uno, más se necesita del otro. A menudo parece incomprensible la codicia que motoriza sus acciones, aunque hayan acumulado bienes incontables, porque esos bienes sirven para darles más poder. El poder, a su turno, requiere la palanca de la riqueza. Nunca llegan a la plena satisfacción. Poder y riqueza se reclaman sin cesar.
Estos detalles son bien descriptos por Ricardo Moscone en su libro Teoría homérica de la psiqué (2002). Por otra parte, en mi artículo sobre la ausencia de culpa y pena que caracteriza a los psicópatas, recurrí a los Cuentos de Canterbury. Su autor, el ocurrente Geoffrey Chaucer, narra en su obra la historia del opulento rey de Lidia, llamado Creso. Tan grande era su riqueza que hasta había suscitado la admiración del emperador Ciro. No solo tuvo Creso la suerte de acumular una enorme fortuna, sino que pudo salvarse de morir abrasado en un incendio gracias a una lluvia imprevista. Su narcisismo atribuyó a la Fortuna (su diosa favorita) el milagro. Entonces llegó a creerse invulnerable y se incrementó no solo su codicia, sino su espíritu de venganza, incluso contra enemigos imaginarios. Entre sus sueños se destacó uno muy importante: estaba encaramado sobre un árbol, que era nada menos que Júpiter quien se encargaba de lavarle la espalda y los hombros. El placer de semejante baño era grande. Como si no fuera suficiente, Febo, con su infinita luminosidad le alcanzaba una toalla provista de blanda aspiración. Feliz, pidió a su hija que le interpretase todo esto, porque le parecía un sueño que reproducía verdades. La joven, dotada de abundante perspicacia, cerró los ojos y anunció, conmovida, que el árbol no era Júpiter, sino la horca donde será colgado, la lluvia mojará su cabeza congestionada y el sol secará su cadáver. Concluye Chaucer con su prosa directa: “La Fortuna siempre ataca a los prepotentes cuando menos lo esperan”.
Creso fue un psicópata como todos los demás que se suceden en la galería de estos personajes. No hay autoritario que fugue de este perfil.
La psicopatía de los autoritarios debería ser descripta con insistencia, para que no dañe tanto a la sociedad o la contagie con su toxina.
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