Australia: cero COVID y cero libertades
Australia vive bajo un régimen de terror y de histeria. Vemos comportamientos políticos y sociales que parecen el guión de una serie post apocalíptica. Lo que causa más inquietud no es que no sean una recreación para las grandes pantallas domésticas, sino que parece que una parte amplia de la sociedad lo considera quizás excesivo, pero tolerable, cuando no conveniente o incluso necesario.
El país se ha embarcado en una política de COVID cero: adoptará las medidas que sean necesarias para erradicar la epidemia y los contagios. Hay medidas que puedan considerarse necesarias para lograr un objetivo tan extremo como ese, pero que desborden la legalidad o, simplemente, atenten contra los principios de una sociedad libre.
Por ejemplo, en Queensland una norma obliga a los conductores, aunque estén solos, a llevar la mascarilla en el coche. La consejera de Sanidad de Nueva Gales del Sur le ha pedido a los ciudadanos que, si se encuentran con alguien conocido, no le dirijan la palabra para que con ella no se extienda el virus.
Daniel Andrews, líder laborista australiano y gobernador del estado de Victoria, dijo el 22 de agosto: “El domingo va a ser un día espléndido… en casa. De otro modo, serán varios los domingos que pasen en el hospital”. Andrews dijo más tarde, el 6 de septiembre, que su intención era la de impedir que las personas que no estén vacunadas salgan de sus casas. Andrews ha comprobado, con gran pesar, que hay ciudadanos que se quedan en la playa de Rye a contemplar la puesta de sol. Y tiene que decir algo al respecto: Puede que sea una bonita puesta de sol, pero contemplarla “no está en el espíritu o en la letra de las normas”.
Se ha implantado, con la colaboración de los medios de comunicación, una mentalidad colectivista nosotros-ellos. “Ellos” son los que infringen las normas o protestan contra ellas. Contra “ellos” cabe todo; no sólo el peso de la ley, sino el escarnio público. Se desató una histeria colectiva, que desembocó en una caza al hombre, con unas imágenes de un australiano estornudando en un ascensor.
Los confinamientos no se limitan a restringir el acceso de los vecinos a la calle, sino que consisten en que las viviendas pasan a estar bajo el control del sistema nacional de salud. Y puede imponer sus propias condiciones a los residentes. Una de las que ha impuesto en el contexto de la lucha ‘contra el coronavirus’ es la limitación a seis cervezas por vivienda “para asegurar la seguridad y la salud de los funcionarios y de los vecinos”.
Los policías inspeccionan el abastecimiento que reciben los vecinos antes de que los repartidores lleguen a sus casas y requisan los bienes que consideran superfluos.
Por otro lado, el Gobierno de Australia ha recurrido al Ejército del país para hacer cumplir el confinamiento. De modo que se pueden ver en ciertas zonas de Sydney la presencia de hombres y mujeres con uniformes militares.
El Gobierno de Australia del Sur está desarrollando una aplicación que tiene reconocimiento facial y, por supuesto, geolocalización. Esta aplicación permitirá al Gobierno contactar con cualquier ciudadano y comprobar si está en una localización que se corresponde con su confinamiento, o no. El ciudadano tiene quince minutos para dar cuenta de que está en el área confinada. De otro modo, el Gobierno envía al domicilio a un agente, o varios, para ver qué ha pasado.
Esas medidas no son necesarias, pero tampoco son efectivas, a la luz de los últimos datos. Pero es que tampoco son suficientes. Para lograr un objetivo de ese cariz sería necesario impedir cualquier interacción humana, convertir a cada ciudadano en un ser aislado, cortar toda forma de comercio, internacional, nacional o local, e incluso toda forma de producción que exigiese una colaboración presencial.
El Gobierno se ha defendido con un informe elaborado por el propio gabinete en el que dice que, de no seguir esta política de corte fascista, habrían muerto entre 15.000 y 48.000 australianos. La dicotomía entre fascismo y salud es algo que yo no había previsto.
Llega a esta conclusión a pesar de reconocer que “no es posible determinar” por qué unos países han logrado controlar la extensión de la enfermedad, y otros no. Ahora bien, cita un conjunto de factores que sí parecen haber contribuido a ello. Vuelvo a citar el informe: “(Entre) algunos de los factores que pueden haber influido (están) el momento en que se ha intervenido en la salud de la población y el rigor con que se ha hecho, el número de pruebas y la secuenciación genómica, la solidez del sistema de salud pública, la claridad y coherencia en la comunicación de los gobiernos, la medida en que la respuesta de la salud pública está basada en la evidencia científica y preparación para enfrentarse a una pandemia”.
Todo ello es razonable. Pero no se puede decir que los confinamientos indiscriminados sean útiles en el control de la pandemia. El caso de España es el más claro. Según un informe de Apple, España fué el país que más controló a su población del mundo, y ello no impidió que el nuestro fuera el país número uno en muertes por 100.000 habitantes. Eso sí, la paralización de la actividad hizo que la nuestra fuera también la economía más castigada del mundo, detrás de Argentina.
El Gobierno central dijo que levantaría las medidas en cuanto se vacunase el 70 por ciento de la población. Ahora dice que lo hará cuando el porcentaje alcance el 80 por ciento. Si el objetivo sigue siendo un COVID cero, ni siquiera vacunar a toda la población será suficiente.
Cuando no hay tolerancia alguna con un virus, se puede llegar a cualquier extremo. Una mujer fue detenida en su propia casa por estar organizando desde Facebook una manifestación. Si el Gobierno hace esto en un domicilio particular, ¿qué será capaz de hacer en la calle?
Por desgracia, tenemos la respuesta. El pasado 22 de septiembre se repitieron los enfrentamientos entre la Policía y los manifestantes contrarios al confinamiento y al resto de medidas coercitivas, ahora en la ciudad de Melbourne. En otras ocasiones…
Ese miércoles fueron arrestadas más de 200 personas. Más de 700 agentes de Policía, algunos a caballo, uniformados todos como antidisturbios, y con apoyo aéreo de helicópteros, se emplearon a fondo para impedir las protestas. Recurrieron a lanzar pelotas de goma y gas pimienta, entre otros medios.
Australia es uno de los países que más destacan por haber controlado la epidemia, hasta el momento. Lo logró en su momento gracias a su aislamiento geográfico, a haber adoptado ciertas medidas de control muy tempranas, como la de prohibir los vuelos desde la (relativamente) cercana China, y por una campaña de información a los ciudadanos que facilitó que éstos adoptasen un comportamiento responsable. Pero es muy difícil mantener a una población al margen de la incidencia del virus, y la experiencia de otros países como Portugal muestra que el control de la pandemia en un primer momento no evita que una población pueda sufrir su incidencia más adelante.
Australia no quiere que pase eso. Pero a costa de un autoritarismo que, en ciertos aspectos, recuerda al de las peores dictaduras. Que una democracia como esta permita una violación de los derechos individuales de este calibre hace pensar que somos sociedades tolerantes con el autoritarismo, y que estamos dispuestas a entregar nuestra libertad en cuanto un político pronuncia (y un medio de comunicación repite) una palabra como “salud” o “medioambiente”.
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