Alambres de púas, espanto y muerte: a 60 años de la oscura noche en que nació el Muro de Berlín
Primero fueron las sirenas. Después, el sordo rugir de camiones pesados que sonaban como aldabonazos en la madrugada del domingo 13 de agosto de 1961, en una ciudad iluminada en el oeste y oscurecida en el este. La ciudad era Berlín.
El sector Oeste, administrado por americanos, británicos, franceses y canadienses, vibraba al ritmo de las discotecas, los bares, los restaurantes y de una vida nocturna recuperada con dolor tras la destrucción causada por la Segunda Guerra, que había terminado apenas quince años antes. El sector Este de Berlín, bajo dominio soviético, era otra cosa: austero, empobrecido, callado. Los sábados por la noche, muchos jóvenes cruzaban del Este al Oeste de Berlín para divertirse, para consumir lo que en el Este no existía, lo tangible y lo no tangible. El resto de los días de la semana, cruzaban del Este al Oeste centenares de personas que vivían en un lado y trabajaban en el otro, con mejores sueldos, con mayores posibilidades de desarrollo y progreso.
Y de pronto, los camiones. En la alta noche berlinesa, las tropas soviéticas bajaron de ellos miles de metros de alambres de púas, postes para sostenerlos, excavadoras para hendir el suelo y, a lo largo de cuarenta y cuatro kilómetros de varias filas de púas, establecieron una nueva frontera en la Alemania derrotada. Berlín había quedado dividida. Y, con Berlín, quedaron partidos familias, amores, amistades, trabajo, bienes libertades, futuro, esperanzas. La frontera que horas antes se cruzaba a pie, era ahora infranqueable, aún para quienes habían ido a pasar una noche de diversión al otro lado.
Pasó hace sesenta años, no hace tanto. Lo llamaron el Muro de la Vergüenza, pero el mundo lo aceptó, lo toleró con falso espanto y sólo se animó a derribarlo veintiocho años y medio más tarde, en noviembre de 1989, cuando la Unión Soviética empezó a derrumbarse, dos años antes de su desaparición. Berlín y el Muro fueron escenario de los enfrentamientos más sórdidos de la Guerra Fría, que ni fue guerra, ni fue fría.
Casi caemos en un enfrentamiento nuclear gracias a Berlín; la ciudad fue prenda de negociación nunca aceptada, ni ofrecida, entre el entonces premier soviético, Nikita Khruschev y el presidente de Estados Unidos, John Kennedy. Persistía la idea que afirmaba que quien dominara Berlín, dominaría Europa. Tal vez esa idea perdure aún. Berlín fue teatro del espionaje internacional, del intercambio de espías entre las dos potencias; fue tubo de ensayo en el volátil laboratorio que manejaba las tensiones entre la URSS y Estados Unidos; fue un polvorín siempre con la mecha ardiendo, a despecho de la vida de miles de berlineses que vieron sus vidas casi perdidas para siempre.
El Muro que no nació como tal, sino como alambrada de púas, empezó a construirse dos meses antes en la cabeza de Khruschev. Y también en la de Kennedy. El historiador alemán Wolfgang Schivelbusch sostiene una interesante teoría. Dice, y así o revela el italiano Alessandro Baricco, que “la guerra es, siempre, y por encima de todo, el enfrentamiento entre dos economías: se combate para establecer quién es el más rico, y el más rico es el que vence (…) La Guerra Fría eliminó completamente el proceso de destrucción en el campo de batalla, alineando las economías de las naciones de ambos bandos directamente una contra otra”.
Schivelbusch sabe de qué habla. En Berlín estaba en juego la economía de la URSS, siempre en riesgo, frente al poderío económico de Estados Unidos que había salido de la Segunda Guerra convertida en potencia. Alemania estaba partida en dos: un sector occidental y otro oriental. El Occidental se llamaba República Federal de Alemania; el Oriental, República Democrática de Alemania, una ironía soviética. Y Berlín, que había sido la capital del Reich que iba a durar mil años, estaba a su vez dividida también en dos sectores, uno bajo dominio de los aliados y el otro bajo dominio soviético. Para que los aliados pudieran aprovisionar al sector Oeste de Berlín, debían atravesar territorio bajo dominio soviético.
Alemania Occidental era una meca. Desde el final de la guerra, más de cuatro millones de alemanes habían dejado el Este para radicarse en el Oeste del país. Un censo reveló que en esos años habían dejado Alemania del Este 3.371 médicos (uno de cada cinco en el Este), 16.724 maestros y 17.082 ingenieros y técnicos. Los números eran, en proporción, idénticos para Berlín. El flujo de berlineses que viajaba al sector Oeste era enorme porque el ingreso per cápita de quienes trabajaban en el Oeste era más del doble del que percibían los berlineses del Este. Los productos, en especial los alimentos, eran más baratos en el Este, por lo que los berlineses occidentales pasaban al Este para comprar todo un poco más barato y a costa de la URSS.
Con los años, el fenómeno migratorio del Este al Oeste de Berlín se convirtió en un drama: el sector Occidental ya casi no podía ni albergar a más berlineses, ni pagar sus salarios sin ver herida su economía. La libertad tenía su precio. Nikita Khruschev planeó dar a Berlín autonomía plena, declararla, casi, un estado independiente, aunque bajo dominio total de la URSS. Eso implicaba que las fuerzas aliadas debían retirarse del sector Occidental, una propuesta que jamás iba a ser aceptada, pero que aparecía como la única forma de detener la sangría económica y el vaciamiento profesional que amenazaba al Este.
En junio de 1961, Kennedy y Khruschev se reunieron en Viena: fue la única vez que se vieron. Fue un encuentro hosco, durísimo, al que Kennedy llegó con una recomendación del presidente francés Charles De Gaulle, al que había visitado en París días antes de la cumbre. De Gaulle le había dicho a Kennedy, según el historiador Richard Reeves: “Khruschev le va a hablar de guerra. Si hace eso, usted se levanta y se va. Khruschev no quiere la guerra, quiere el escándalo”.
En la reunión de Viena, Khruschev habló de guerra. Fue después de proponer su plan para Berlín, que dejaba sin efecto el libre acceso aliado a la ciudad y la consecuente retirada de las tropas, que Kennedy rechazó de plano: “Si hay alguna interferencia, habrá guerra”, dijo el soviético que sabía algo de provocación. Kennedy olvidó a De Gaulle y contestó: “Podemos destruirnos el uno al otro”. Y Khruschev: “Estoy de acuerdo. Si ustedes quieren guerra, es problema de ustedes”. Y Kennedy: “Entonces, habrá guerra, señor primer ministro. Será un largo invierno”.
Cuando regresó a Washington, Kennedy preguntó cuántos muertos podía provocar en Estados Unidos un conflicto, acaso nuclear, con la URSS. Le dieron la cifra: setenta millones de muertos, la mitad del país. Kennedy supo entonces que no habría guerra. Pero los detalles de la cumbre de Viena provocaron pánico en Berlín. En las dos semanas que siguieron al encuentro Kennedy-Khruschev, veinte mil berlineses del Este se pasaron al Oeste: eran casi todos hombres, casi todos jóvenes, casi todos profesionales, la mitad tenía menos de 25 años. Pasaron al otro lado por los noventa pasos abiertos en calles, rutas y vías del ferrocarril. Todos quedaron clausurados la madrugada del 13 de agosto de hace sesenta años.
Para calmar el temor de Kennedy a una guerra nuclear, uno de sus asesores le hizo llegar una recomendación que incluía una crítica y un consejo. Decía: “En esencia, el plan actual nos hace tirar con todo lo que tenemos y en un solo disparo. Y eso hace muy difícil cualquier otro recurso que hable de flexibilidad”. Lo firmaba un joven profesor de Harvard de 37 años llamado Henry Kissinger: era alemán y había servido como sargento en el ejército de Estados Unidos en Alemania, durante la guerra.
Así fue cómo nació el Muro de Berlín: dos economías enfrentadas y un chisporroteo eléctrico entre dos líderes, una opción entre muro y guerra en la que triunfó el muro y un consentimiento tácito de Occidente que iba a afectar la vida de miles de personas, pero que era menos dañoso que otra conflicto armado.
Faltaba todavía una escalada hacia aquella guerra que no iba a ocurrir. El 25 de julio, casi veinte días antes de las alambradas de púas, Kennedy habló a su país sobre Berlín. Dijo que esa ciudad era “donde se prueban el coraje y la voluntad de Occidente. Tenemos claro qué debemos hacer y lo vamos a hacer”. Pero no dijo qué iba a hacer. Garantizó la paz y aventuró que habría guerra sólo si otros la provocaban. Por las dudas aumentó en tres mil millones de dólares de aquella época los gastos de defensa, incrementó el número de miembros de las fuerzas armadas, triplicó el reclutamiento y otorgó doscientos siete millones de dólares a la defensa civil. También le habló a Moscú: “Un ataque a Berlín será visto como un ataque a los Estados Unidos. Deseamos, como siempre, el diálogo, si es que el diálogo ayuda. Pero tenemos que estar listos para resistir por la fuerza, si usan la fuerza contra nosotros”.
Al día siguiente, más de tres mil hombres, mujeres y chicos cruzaron en masa de Berlín del Este al Oeste. A muchos los bajaron por la fuerza de trenes y micros, en especial a los más jóvenes. El 10 de agosto, tres días antes de los alambres de púas y cuando el muro ya estaba diseñado y listo para desplegarse, Khruschev volvió a provocar, esta vez a Europa entera: “Las leyes de la guerra son crueles. Morirán cientos de millones de personas para defender nuestra seguridad. Deberemos atacar las bases de la OTAN dondequiera se encuentren”. La amenaza llegaba ahora a Francia, Gran Bretaña, Alemania Occidental, Italia, Grecia, Dinamarca, Bélgica y Holanda.
Cuando el rumor sobre el cierre de la frontera en Berlín se hizo carne en Washington, divulgado a la prensa por el senador William Fulbright, un testigo excepcional de la época, un periodista le preguntó a Kennedy si su gobierno había pensado en esa posibilidad y si existía una política para impulsar, o no, la huida de alemanes del Este al Oeste. Kennedy, astuto, contestó la segunda pregunta y no la primera. Dijo: “El gobierno no intenta impulsar o desalentar el movimiento de refugiados y no conozco que haya planes sobre eso”, sin mencionar el eventual cierre de la frontera en Berlín
El Muro no nació con alambres de púas por azar o por falta de presupuesto, fue una decisión estratégica: si las Naciones Unidas hubiesen exigido la reapertura de la ciudad, si Occidente se hubiese movilizado de manera efectiva contra ese disparate; si se hubiese alzado una ola mundial de protestas, Khruschev podría haber retirado los alambres y volver hacia atrás. Pero pasó nada. Duras protestas formales, y nada más. El 8 de septiembre, los alambres dejaron paso al cemento armado y a casi tres décadas de horror.
Khruschev, que no se inspiraba en los grandes autores rusos, había aplicado su táctica que definía en una frase: “Berlín son los testículos de Occidente. Cuando quiero que Occidente grite, aprieto Berlín”. Y había apretado fuerte.
Tres décadas después, cuando ya todos los protagonistas de la crisis estaban muertos y la URSS se desintegraba como un gran monstruo herido, el Muro cayó. Fue derribado por los propios berlineses entre el 9 y el 10 de noviembre de 1989. Muchos de los que la emprendieron a martillo limpio contra el concreto, tenían la edad de los jóvenes que sesenta años antes no habían podido volver a casa después de una noche de juerga.
Días después, sobre las piedras demolidas, los alemanes honraron a Beethoven guiados por el arco de un cellista ruso: Mstislav Rostropóvich.
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