El Mar Negro (III): el intervencionismo económico turco
Aquí la Parte I y II de este trabajo
En el Mar Negro, como en casi todos los mares del mundo, se ha producido la conocida tragedia de los comunes. Mientras que la población es lo suficientemente pequeña como para no alterar significativamente los ecosistemas, tomar un determinado recurso vivo de los mares no tiene por qué producir un daño irreversible, ya que los ecosistemas poseen una capacidad natural de recuperación, seguramente más poderosa de lo que los ecologistas sugieren habitualmente, aunque no menos cierto es que resulta limitada. Por el contrario, cuando la presión es excesiva y no es capaz reponer los animales pescados, el recurso tenderá a desaparecer y alterará el ecosistema. Poner solución a esto es complicado.
En primer lugar, hay que ser consciente de que existe el problema; y esto no es tan fácil, ya que no todos tendrán suficiente información y perspectiva para percibirlo y otros ven en cualquier acción un acto incalificable de agresión al medio. Para el progresismo ecologista, siempre hay un problema que abanderar, ya sea porque existe realmente o porque estamos cerca de alcanzar ese punto de no retorno que conduce al desastre[1]. Para los que viven de este recurso, cualquier alteración de la manera que tienen de explotarlo suele ser vista como una amenaza para su forma de vivir, sus negocios y su prosperidad[2].
En segundo lugar, hay que estar determinado a actuar para solventarlo. En los ambientes liberales, se invoca la propiedad privada como principal herramienta, ya sea del semoviente o del territorio, donde gozaría de la protección de su dueño o dueños, propiciándose acuerdos con otros propietarios que amplíen la protección. Los más intervencionistas apelan a la regulación, a poner límites legales, y esta forma de actuar es la más habitual. Ambos sistemas tienen sus limitaciones, sus problemas y sus ventajas[3].
El éxito o fracaso de la regulación medioambiental depende de tres cosas. En primer lugar, de si la Ley está basada en un conocimiento exhaustivo de lo que se quiere regular. La ecología como ciencia está en desarrollo desde hace unas décadas y, aunque los conocimientos son profundos, aún se están aprendiendo cosas, y una de ellas es cómo influye realmente el ser humano y sus actividades en la capacidad de recuperación de los ecosistemas. En segundo lugar, la legislación medioambiental está muy influida por la ideología imperante y, a veces, es complicado o imposible distinguir entre la ciencia y el dogma de lo políticamente correcto. Esta influencia, sobre todo en las políticas más intervencionistas, supone que la legislación pasa a ser una herramienta de ingeniería social, evitando o limitando un comportamiento en el corto plazo y consiguiendo un nuevo y teórico estado del territorio en el largo plazo[4]. En tercer lugar, e íntimamente relacionado con el punto anterior, se puede entrar en colisión con otras leyes existentes.
La protección del medioambiente puede entrar en conflicto con la legislación que protege la propiedad, al perder el dueño el control de algunos aspectos de lo poseído. Esto nos lleva a poner en duda la coherencia del sistema legal, además de limitar la empresarialidad responsable, reduciendo la protección del medioambiente a una simple cuestión de actuar según indican las leyes y no a una cuestión de responsabilidad sobre nuestros actos y los daños que podemos cometer. Basta echar una ojeada a la prensa para ver que este tipo de daños casi siempre se achaca al libre mercado, al capitalismo y a una falta de regulación de nuestro “espíritu depredador”, nunca a al sistema político y a las normas que promulga. Esto es lo que ocurrió en Turquía en los años 80 y que tuvo como consecuencia una disminución peligrosa de la fauna marítima del Mar Negro.
Los años 70 del siglo XX habían sido para la república turca muy malos, más preocupado de su enfrentamiento con Grecia y la invasión de Chipre que de mejorar la calidad de vida de los turcos. La economía se había precarizado y, en el contexto de la Guerra Fría, habían surgido movimientos extremistas, tanto religiosos como de extrema derecha y extrema izquierda. Esta inestabilidad, con casi 7.000 muertos, se solventó el 12 de septiembre de 1980 con un golpe de Estado a manos del ejército, uno de los poderes reales dentro del país, que instaló una dictadura que duraría hasta 1983, año en el que volvió a la senda democrática, eso sí, con una constitución hecha por los golpistas, cuyo líder, Kenan Evren fue presidente hasta 1989.
La economía turca en estos años, que supuestamente se liberalizó, tomó la dinámica de crecimientos rápidos y fuertes recesiones y esto puede ayudar a entender su impacto en el ecosistema, impacto que tiene poco que ver con el egoísmo o el interés del empresario-pescador, sino más bien con la planificación económica. La política turca de estos años era una mezcla de renacimiento del nacionalismo, cierta tendencia a la autarquía, una gran presencia de corrupción institucional y, en el asunto que nos lleva, ignorancia científica. En los años 80, había una gran demanda de tierras en torno al Mar Negro, lo que estaba suponiendo un problema para la inestable democracia turca, así que el Gobierno decidió dirigir el interés de estas personas hacia la pesca, que siempre se ha visto como un recurso “infinito”. Los pescadores tradicionales se vieron, sin comerlo ni beberlo, compitiendo con nuevos pescadores que habían recibido concesiones gubernamentales. El Gobierno subvencionó la actividad, dando préstamos a bajo interés sin demasiado control, típico de un régimen corrupto. Los pescadores turcos se unieron a los soviéticos y empezaron a pescar sin limitación de capturas. Incluso instituciones como el Banco Mundial ayudaron al gobierno turco en la financiación del sector y, de esta forma, la burbuja crecía con ayuda de las instituciones internacionales. Inevitablemente, se creó rápidamente una industria conservera que aprovechaba esta aparente abundancia.
Fueron unos años donde se crearon fortunas rápidas o se ampliaron otras: bajos costes, abundancia de recursos, poca competencia…, ya que los pescadores tradicionales no tenían barcos lo suficientemente dotados (ni recursos financieros para comprarlos) como para enfrentarse a los nuevos “empresarios”. Las flotas abastecían a las conserveras y volvían a la carga. Sin embargo, en no muchos años, los peces empezaron a escasear. Los primeros afectados fueron los pescadores tradicionales, cuyos caladeros habían sido esquilmados. Es posible que algunos pudieran ver dónde iba todo esto y se bajaran del carro antes del desastre, pero no todos lo hicieron e incluso otros se sumaban al carro de la inversión. Los barcos altamente tecnificados para detectar los cada vez más escasos bancos de peces subieron su precio astronómicamente, pues con tecnología más antigua era casi imposible conseguir algo, tal como evolucionaban las circunstancias. Las inversiones eran altas, pero los beneficios empezaban a escasear. Para hacernos una idea del expolio, la captura de anchoa en 1984 fue de 320.000 toneladas métricas, mientras que, en 1989, la cantidad se redujo a 15.000. La ruina se abatió sobre todos; los pequeños pescadores no tenían dónde pescar, los grandes tenían unas deudas con los bancos que habían financiado sus flotas y las industrias conserveras ya no tenían qué conservar. Y parte de la economía y la sociedad turca entró otra vez en crisis.
Alguien podía preguntarse por qué no se hizo nada desde la Administración, ya fuera la central o las regionales. Todo sistema político conlleva corrupción. Ciertas personas intentan aprovecharse para sí mismos o para otros del poder que ostentan y la financiación que mueve su parte del sistema. Los políticos de la democracia turca estaban más interesados en conseguir el voto de las comunidades costeras que de denunciar el daño que estaba haciendo una política promocionada por el propio sistema, así que era preferible hacer la vista gorda a lo que ocurría. El resultado fue catastrófico, pero no por los malvados empresarios ávidos de dinero que se saltaban una regulación protectora, sino por una confluencia de políticos ávidos de poder, o al menos de votos, que vendían a amigos y gente sin escrúpulos favores que les permitían conseguir a todos, mientras todo fuera bien, pingües beneficios[5]. El daño no fue sólo para el ecosistema, fue también para los que vieron invadida su forma tradicional de vida y para gente que, con poca vista, decidió invertir en algo que su Gobierno aconsejaba. Puede que alguno diga que estos últimos se lo merecen, por no fijarse en quién es el enemigo y confiar en trileros, pero no menos cierto es que no todo el mundo tiene esa perspectiva del liberal que vigila a los vigilantes.
Quizá deberíamos empezar a distinguir entre ciencia e ideología, entre ecología y ecologismo. Cuando se produce un daño, es deber del que lo hace, repararlo. Esto tiene que ver con la responsabilidad y con el sistema moral. Los problemas en los ecosistemas casi siempre se han abordado desde la perspectiva de la intervención y la prohibición, raramente desde la prevención responsable, la asunción del daño y su reparación. Si dejamos en manos del Estado la protección exclusiva del medioambiente, o cualquier otra cosa que consideremos esencial, nos estaremos inhibiendo del problema, relegando su solución e incluso su planteamiento a una institución oportunista. Seremos incapaces de ver el problema y, mucho menos, de ser críticos con las medidas propuestas y de participar en el sistema con nuestra acción individual. Estamos acostumbrados a pensar que estas grandes “gestas políticas” dependen de otros y que nuestro rol es obedecer lo que se dice. Con estos artículos he querido mostrar, más que demostrar, a través de varios ejemplos, que las instituciones públicas son incluso más dañinas que los actores privados, pues su daño afecta a todo el territorio, incluso más allá del que controlan. El ecologista es un personaje que se ha convertido en una marioneta de intereses más altos y es una pena, porque no siempre sus reivindicaciones son una majadería ideológica; por el contrario, pueden ser un aviso muy serio de que algo va realmente mal. Y no me estoy refiriendo a esta religión que se ha montado en torno al cambio climático, estoy refiriéndome a daños que se pueden constatar con datos científicos y a los que hay que hacer caso con proporcionalidad, no con un alarmismo injustificado. Es una pena que el cuidado del medioambiente haya caído en manos de un intervencionismo político aterrador.
[1] Es una estrategia habitual de los movimientos progresistas, ya sea por temas medioambientales o sociales. Rozar el desastre supone la atención de los medios, de ciertos sectores sociales y, sobre todo, de los políticos, que son quienes mayoritariamente les consiguen los recursos financieros necesarios para la supervivencia y la prosperidad de sus organizaciones.
[2] En este caso, se les considera egoístas, debido a que dan prioridad a sus intereses económicos frente a los problemas globales, pensando en el corto plazo frente al larguísimo plazo, que es en el que se mueven las instituciones con argumentos medioambientales. Es cierto que habrá personas y empresas creadas por dichas personas que optarán por conseguir beneficios a costa de, en este caso, la extinción de un recurso en una zona concreta. El problema es que se suele asignar este comportamiento al libre mercado y al capitalismo, y esto no es cierto. Un empresario partidario del libre mercado entenderá que su prosperidad recae en que el recurso necesita recuperarse y no de cualquier manera, sino en unas condiciones adecuadas para poder seguir explotándose, así que estará abierto a entender las razones que argumenten los medioambientalistas y podrá incluirlas en sus sistemas productivos. También podrá hacer campaña a favor de estas medidas y no por ello dejará de ser partidario de la libertad, ya que esta irá acompañada de la responsabilidad.
[3] En el ámbito marítimo que nos incumbe es más complicado, pero no imposible, aplicar la propiedad privada. Las especies marítimas, en especial las que se pescan, van y vienen y recorren miles de kilómetros. La acuicultura marina sólo se puede aplicar a algunas especies y dado que no se pueden compartimentar y aislar del resto de mar, se producen epidemias en las explotaciones que se extienden a los ecosistemas, como, por ejemplo, el piojo marino, un parásito que arrasa sin piedad. Entiendo la filosofía subyacente, que comparto, pero me cuesta no pocas veces ver su implantación. En tierra, los cotos de caza privados, con un buen mantenimiento, son ricos ecosistemas que se conservan bien. Al final, el éxito depende de aspectos morales de dueños y visitantes, de cumplimiento de acuerdos y de una vigilancia de los aspectos técnicos que permitan un estado adecuado del terreno según cambian las circunstancias, así como de una perspectiva en el largo plazo de la empresa.
[4] Este tipo de ingenieros suelen obviar algunos efectos no deseados y daños colaterales sobre otros aspectos de la sociedad, daños que ven, pero consideran menos importantes que sus objetivos largoplacistas. Es más, suelen ser incapaces de detectar tales efectos y daños colaterales, por lo que los daños suelen ser muchos más de los previstos. Un ejemplo reciente lo tenemos con la tarifa eléctrica y sus nuevos horarios, que todos estamos padeciendo.
[5] En el colmo de la desvergüenza, algunos políticos turcos echaron la culpa de la falta de pescado a los delfines que, por otra parte, también estaban siendo capturados masivamente por las flotas pesqueras, pues, todo hay que decirlo, a la hora de pescar, les cuesta discriminar entre especies pescables y otras que no deberían serlo. Aunque en este caso, la tecnología es cada vez más eficiente.
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