Los perdedores de la elección en Estados Unidos
Seamos realistas. Goliat no iba a dejar que David lo derrotara otra vez con su honda. El pueblo americano, para quien el presidente Trump es un instrumento y no un fin en sí mismo, no iba a ganar fácilmente las elecciones 2020 contra el poder acumulado del Partido Demócrata, los lobistas que viven del gobierno (93% de WDC votó a favor de Biden), los medios de comunicación y sus aliadas las encuestadoras, las Big Tech, los multimillonarios y Hollywood, todos unidos para acabar con el bárbaro emperador naranja.
Las calles se llenaron el sábado de partidarios que celebraban el resultado democrático que querían; con Joe Biden camino a la Casa Blanca, los manifestantes no saquearon ni incendiaron ciudades. Los partidarios de Trump, en cambio, se quedaron en sus casas sin duda decepcionados, incluso enojados, pero quizás también aceptando los resultados como el precio a pagar por vivir en una república democrática. ¿Habría sido lo mismo si Donald Trump hubiera ganado? No; las protestas habrían sido brutales, y los medios de comunicación y muchos políticos demócratas los habrían animado, o al menos no se habrían opuesto, como tampoco se opusieron este verano. Más aún, habrían culpado del desorden a Trump. Esto revela hasta qué punto los disturbios de este año fueron parte de una estrategia política. Es posible que hayan comenzado como una protesta contra la muerte de George Floyd, pero a medida que avanzaban, el objetivo fue mostrar que el país se había vuelto ingobernable.
Con todo, si todavía se está disputando quién ocupará la Oficina Oval, aunque sin dudas será Biden, lo que no se discute es el veredicto contrario del pueblo de los Estados Unidos a la propuesta de ruptura de las normas progresistas, que también fueron a elección este año. Los perdedores más claros fueron la presidenta Nancy Pelosi y el líder de la minoría en el Senado, Chuck Schumer, rostros públicos de la izquierda radicalizada. Los cientos de millones gastados en retomar el Senado quedaron en la nada ya que los principales objetivos, el líder de la mayoría Mitch McConnell y la senadora Lindsey Graham, sobrevivieron fácilmente y hasta es probable que los republicanos mantengan su mayoría. Habrá que esperar a Georgia el 5 de enero próximo cuando sus dos escaños se diriman en segunda vuelta, aunque es probable que el senador republicano Perdue logre mantener la banca. Por su parte, los fatales errores de cálculo de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, al negarse cínicamente a negociar el último proyecto de ley de estímulo por la pandemia, también le han costado caro a los demócratas en la Cámara Baja, donde han retrocedido al menos seis escaños.
Así las cosas, los demócratas no podrán ampliar el número de miembros de la Corte Suprema, abolir el Colegio Electoral o hacer estados a Puerto Rico o WDC. Lucharán por imponer el Green New Deal, pero es dudoso que lo logren, lo que significará protestas violentas contra la inversión petrolera. Desafortunadamente, no se puede hacer nada para evitar que la dupla Biden-Harris repita los errores geopolíticos de la presidencia de Obama, como apaciguar a los jefes de China e Irán -aunque la mediación de Trump en acuerdos de paz entre Israel y dos países árabes es un éxito que no podrán voltear- o firmar el acuerdo climático de París, un desacierto para quienes entendemos que el alarmismo climático-apocalíptico se trata más de ideología y de poder que de ciencia.
Otra de las malas ideas que resultó derrotada el pasado martes 3 es la política de identidad. El concepto de que el país debería dividirse en categorías agraviadas según la raza, el origen o el sexo perdió de costa a costa. Perdió en el condado de Miami-Dade (Florida) en donde los cubanoamericanos votaron por el presidente Trump y en el condado de Osceola, cerca de Orlando. Perdió en el sur de Texas: el condado de Zapata, 95% mexicano-estadounidense, fue para Hillary Clinton por una ventaja de 33 puntos en 2016, pero Trump ganó con 52.5% esta vez. En todo el Valle del Río Grande, al presidente Trump le fue mejor en 2020 que en la anterior elección: en el condado de Starr perdió por solo cinco puntos (47% frente al 52% de Biden), en comparación con un margen de 60 puntos a favor de Clinton hace cuatro años. En el condado de Jim Hogg, Trump perdió por 18 puntos, frente a más de 50 en 2016. En el condado de Webb, Trump ganó el 36,6% de los votos, frente al 22,8% en 2016. Incluso California rechazó la política identitaria al votar negativamente el intento de revocar la Proposición 209, medida electoral de 1996 que prohíbe el uso de la raza, el origen nacional o el sexo como ventaja en las universidades y otras agencias estatales; la izquierda ha pasado casi un cuarto de siglo tratando de revertir esa decisión, y volvió a perder en su último intento.
En 2016, millones de personas en Michigan, Wisconsin y Pensilvania que habían apoyado a Barack Obama en 2008 y 2012 optaron por respaldar a Donald Trump sobre Hillary Clinton. Fueron estos votantes, no el Kremlin o los simpatizantes del Ku Klux Klan, quienes entregaron la Casa Blanca a los republicanos. El argumento más convincente de Biden durante la carrera por las primarias demócratas fue que tenía muchas más probabilidades que Bernie Sanders o Elizabeth Warren de recuperar ese bloque de votantes. No fue así. Biden cambió Michigan, Wisconsin y Pensilvania no porque se ganó a los ex partidarios de Trump, sino porque logró que votaran los demócratas que hace cuatro años se quedaron en sus casas.
Los impuestos también fueron protagonistas de la boleta electoral este año. En Illinois, uno de los nueve estados con un impuesto fijo a la renta, el gobernador Pritzker hizo campaña para aprobar una enmienda constitucional que permita un impuesto progresivo, pero fue derrotado 55% a 45%. En Colorado ganó 57% a 43% la propuesta de reducción del impuesto a la renta a la par que aprobaron la Proposición 117 para reforzar la enmienda Tabor, que limita el crecimiento del gobierno en función de la inflación y la población. En California los votantes rechazaron un referéndum que habría permitido tener preferencias raciales en la contratación estatal y en las admisiones universitarias, negaron un aumento impositivo a la propiedad comercial y rescataron decenas de miles de empleos de las plataformas tecnológicas como Uber, Instacart y Grubhub al eximir a sus trabajadores de la ley estatal AB5, que obliga a reclasificar a cientos de miles de contratistas independientes como empleados en relación de dependencia. Finalmente en Alaska los votantes rechazaron 56% a 44% un aumento del impuesto a las ganancias de la industria petrolera, intento que ya había fracasado en 2014, probablemente porque los ciudadanos no están dispuestos a sacrificar a la gallina de los huevos de oro.
En definitiva esta elección ha dejado en claro, otra vez, que el progreso en general parece despertar muy poco interés en las personas que se califican a sí mismas de progresistas pero que solo saben buscar el crecimiento del Estado a costa del ciudadano. Lo que les interesa es denunciar fracasos sociales y acusar a otros de cometer pecados. A pesar de lo que la izquierda pueda decir sobre su preocupación por los pobres, marginados, negros o mujeres, su comportamiento real demuestra que su interés es mayor cuando estas personas pueden ser utilizadas como foco de las denuncias izquierdista contra la sociedad. Cuando el pobre deja de ser pobre, el negro asciende en el trabajo, disminuye la discriminación de la mujer o los marginados son integrados, pierden el favor de la izquierda. Esto no es novedad. Allá por el siglo XIX, Karl Marx, tras presentar su visión de una clase trabajadora empobrecida levantándose para atacar y destruir el capitalismo, se sintió decepcionado al ver que los trabajadores se hacían menos revolucionarios a lo largo del tiempo, conforme mejoraba su nivel de vida, pronunciando su famosa frase: “El proletariado es revolucionario o no es nada”. Millones de seres humanos sólo le importaban mientras pudieran servir como carne de cañón en su yihad contra la sociedad existente. Si rechazaban ser peones en su juego ideológico, entonces “no eran nada”. Por ello, para algunos de nosotros, la historia más interesante de las elecciones de 2020 no es la victoria de Biden sino verificar que se rechazaran proposiciones absurdas de adoctrinamiento y empobrecimiento de parte de votantes que se veían a sí mismos como estadounidenses, no como víctimas. Y esto es algo que vale la pena celebrar.
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