Treinta años
El País, Madrid
Hace treinta años, más o menos por estas fechas, comencé a publicar mi columna Piedra de Toque en EL PAÍS. Joaquín Estefanía, que era el director del diario en ese entonces, recuerda que, para probar su espíritu tolerante, mi primera colaboración fue un elogio de Margaret Thatcher, y recuerda también el desayuno en el Hotel Palace con que él, mi agente literaria y amiga queridísima, Carmen Balcells, y yo celebramos el acuerdo. A Joaquín y a los otros cuatro directores que he tenido en estas tres décadas, en que, creo, no he fallado nunca a mi compromiso, debo agradecerles no haberme cortado nunca un artículo, ni un título, ni haberme sugerido un tema. El nombre de la columna, Piedra de Toque, me lo inventé antes, cuando escribía en el diario Expreso o la revista Caretas, de Lima, porque me fascinaba esa piedra medieval, que, hasta ahora, no sé si era real o fantástica y que juzgaba la calidad de los metales.
Escribir en EL PAÍS era una secreta aspiración que tenía desde que salió a la luz el periódico en 1976, dirigido por Juan Luis Cebrián —muy joven entonces—, y que fue para mí la verdadera transición en España. ¡Qué viejos y anticuados eran los periódicos en tiempos de la dictadura! Había excelentes periodistas, sin duda, pero la prensa era, por su formato, sus titulares y en general su composición y la severísima censura, de tiempos de Matusalén. La salida de EL PAÍS constituyó una revolución por su diagramado y hechura, y, sobre todo, porque en él escribía toda la gente de izquierda (y algunos de la extrema izquierda) al mismo tiempo que muchos centristas y liberales, con total libertad y discutiendo todo lo que ocurría en el país y en Europa, con ideas modernas y generalmente en prosa buena y funcional. El diario se convirtió en un símbolo dentro de las grandes transformaciones que vivía España; EL PAÍS encarnó todas ellas en el dominio de la prensa alcanzando un prestigio internacional, que, me parece, no ha tenido antes, ni tendría después, ningún diario español.
Gracias a este periódico y al acuerdo que firmamos mis columnas comenzaron a publicarse en todos los países de América Latina, incluido el Brasil, y también en algunos países europeos y Estados Unidos, como la Repubblica, de Roma, el Frankfurter Allgemeine Zeitung, de Fráncfort y The New York Times, de Nueva York. Este pluralismo hizo que, desde entonces, mis artículos evitaran los temas localistas y tuvieran siempre —bueno, siempre es una palabra demasiado larga— orientación internacional. Lo que me gustaba es que podía escribir de todo y sobre todo: artículos políticos, desde luego, pero también notas de viaje, reseñas de libros, memorias de juventud y de niñez, el universo entero. Los escribí durante muchos años los domingos y luego —no sé por qué cambié— los miércoles. Me toman generalmente una mañana y una tarde y, desde hace años, antes de publicarlos los hago leer por tres amigos. Yo vivía entonces en Londres y, aunque me tomaba un día escribirlos, pensar en ellos era inevitable durante mis carreras y luego caminatas en Hyde Park, o en el Luxemburgo, en París, en el Malecón de Barranco, en Lima, o en el Central Park de Nueva York. Siempre los he escrito teniendo en cuenta una opinión de Jean-François Revel, según el cual los buenos artículos son aquellos que desarrollan una sola idea, y la frase con que, dicen, Raimundo Lida iniciaba sus clases en Harvard: “Recuerden que los adjetivos se han hecho para no usarlos”. Era argentino y sabía la maldita propensión a la retórica que tenemos los latinoamericanos. Pero también corría y caminaba en las mañanas buscando títulos. Nadie se imagina la facilidad con que escribo esta columna cuando tengo ya de antemano un título que resume sus ideas, y viceversa, las dificultades que enfrento para escribirla cuando no llevo de antemano ese título, su corazón secreto. Y nada me alivia y exalta tanto, cuando estoy sepultado en una novela, como escribir un artículo.
La influencia que tuvieron los existencialistas franceses en mi adolescencia, y en especial Sartre, fue enorme. Tanto que mis amigos Luis Loayza y Abelardo Oquendo me apodaban “El sartrecillo valiente”. Muchas de las cosas que creí gracias a ellos ahora se me han borrado y hasta las detesto, pero no la idea sartreana de que el escritor debe comprometerse —s’engager—, y no perderse en la fantasía, procurando dar la batalla ideológica y política aquí y ahora. No me importa y creo justísimo que haya escritores a los que los problemas sociales les importen un comino, pero no es mi caso, yo siempre he creído en “el compromiso” del escritor y este ha estado representado en mi vida por el periodismo, que empecé a practicar cuando tenía 16 años en La Crónica de Lima y he seguido ejerciendo en periódicos, radios y la televisión, y me moriré probablemente practicándolo.
El periodismo significa la libertad, criticar lo que nos parece malo y elogiar lo bueno, aunque las nociones de bueno y malo cambien radicalmente de una a otra persona. Mientras haya esa diversidad en la prensa un país es libre, y, cuando comiencen a ocultarse las cosas, dejará de serlo. Es verdad que las fake news han alterado ese panorama, pero el periodismo libre irá combatiéndolas cada vez mejor hasta confinarlas en el rincón de las cosas excepcionales o ridículas. Leo tres periódicos al día y consulto detalles en el ordenador. Pero, en general, las pantallas no me gustan, salvo para los partidos de fútbol y las películas; para las noticias y opiniones, y sobre todo la literatura, prefiero el papel.
Con lo que he visto y leído en los años que llevo encima —el próximo marzo serán 85— he llegado a convencerme de que el mayor desafío a la democracia, el comunismo, está muerto y enterrado, y sobrevive solo en países fallidos, como Corea del Norte, Cuba y Venezuela. Ahora, los mayores enemigos de la libertad son el populismo y la infinita corrupción. Y, por primera vez en la historia, los países pueden elegir ser pobres o prósperos, no importa de qué tamaño sean o si tienen recursos o no. Pero elegir ser prósperos no es nada fácil. Hay una transición dificilísima y traumática hacia un capitalismo limpio, como el de ciertos países asiáticos; en Chile, en el que cifré tantas esperanzas, todo parece haberse ido al diablo. Tampoco es la fórmula el capitalismo putrefacto de Rusia o China, de empresarios que se hacen ricos tragando callados lo que ordena el poder. Pero Corea del Sur, Taiwán, Singapur, muestran que la prosperidad acerca la democracia en vez de alejarla. Mi gran decepción de estos años ha sido Israel, al que yo tenía como un ejemplo para el mundo subdesarrollado. Los israelíes, es verdad que con ayudas internacionales, han convertido en un país moderno y libre lo que era, antes, un páramo. Pero ahora es un país dominante y abusivo, que asfixia cada día más a los palestinos, y con un gobernante, Netanyahu, un verdadero delincuente que se aferra al poder solo para no ir a la cárcel. Siempre dije que el único país en el mundo donde me sentía todavía de izquierda era Israel; ahora, tampoco allí.
Treinta años son muchos años, pero no espero jubilarme. Si me jubilan a la fuerza, no habrá más remedio que resignarse. Mi esperanza es que encuentre siempre algún periodiquito misericordioso que acepte mis Piedras de Toque, en las que defienda aquellas cosas sobre las que seguramente iré cambiando en función de la historia que se vaya haciendo, hasta el final.
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