Valor y precio: lecciones para prevenir un desastre
Uno de los principales efectos que está teniendo la crisis del coronavirus es ya patente y visible: han cambiado fundamentalmente las preferencias de la mayoría de los ciudadanos. De repente, en un cortísimo intervalo, nuestras prioridades han cambiado: queremos que los efectos del virus no nos alcancen y, si lo hacen, queremos sobrevivir; ello nos obliga a estar en casa, en la medida de lo posible teletrabajando y actuando remotamente; por fin, queremos tener certeza de tener provisiones tanto alimenticias como de otros tipos. No me detendré a exponer referencias que ilustren lo antedicho, porque creo que la prensa rebosa de pruebas.
Ello implica que, de la noche a la mañana, se ha incrementado el valor de determinados servicios y productos. Aunque sea con brocha gorda, podemos afirmar que ha subido el valor que la gente da a la sanidad, las telecomunicaciones y la alimentación. En los dos primeros casos por un aumento claro de la demanda para atender nuevas necesidades; en el tercero, no tanto directamente, como quizá debido a la imposibilidad de alternativas.
Es evidente que cuando sube el valor de un servicio para la sociedad, lo normal es que se le dediquen más recursos. Todo el sistema económico surgió y se sustenta en la transferencia de recursos hacia aquellos usos que son más valorados. Los buenos sistemas económicos facilitan una transferencia fluida de estos recursos; los malos, la impiden, quizá por motivos culturales o consensuados, pero lo impiden.
¿Cómo lleva a cabo este traspaso el sistema? Gracias al mecanismo de precios, algo relativamente fácil de entender. La subida en valor de un bien hace que la gente quiera hacerse con él y esté dispuesta a pagar más. Ello necesariamente implica una subida del precio a corto plazo, pues la oferta no se puede multiplicar al ritmo que lo hacen las preferencias. Pero al mismo tiempo ese precio más alto deja mayores beneficios al empresario, lo que actúa como efecto llamada. Ha aparecido una oportunidad de negocio inexistente, y otros empresarios, atraídos por este beneficio, empezarán a dedicar sus recursos a la confección de dicho bien, o a la de sustitutos aceptables.
Así, la subida del precio atrae recursos productivos al sector, ello hace que la oferta se incremente, y los precios tienden a volver a su sitio, e incluso a reducirse si durante la competición por el nuevo beneficio los empresarios han diseñado métodos de producción más baratos, o han encontrado nuevos sustitutos, algo que casi siempre ocurre.
Por tanto, nadie se debe asustar por una subida de precios. Es natural y sano, y si el mercado no está intervenido, canalizará adecuadamente los recursos allí donde sean necesarios, y la armonía se restaurará en poco tiempo.
Como he dicho más arriba, son tres sectores los que parecen haber cobrado más valor como consecuencia de la crisis del coronavirus: la sanidad, las telecomunicaciones y la alimentación. Cada uno tiene su problemática específica, y no es cuestión de entrar a fondo en cada uno de ellos en estas líneas. Ya sabemos qué solución ha dado el Gobierno para atraer recursos al primero de ellos: ha optado por la planificación central de los recursos. No son buenas noticias, pero la cosa podría funcionar si la crisis dura poco.
En los otros dos sectores, los precios deberían de subir a corto plazo. ¿Qué pasará si ello ocurre? Veámoslo en el sector de la alimentación, que es más intuitivo que el de telecomunicaciones, siempre a grandes rasgos.
Si los precios suben, los empresarios del sector (sí, Mercadona, Lidl, Carrefour, pero también las pequeñas tiendas, como fruterías, carnicerías…) obtendrán mayores beneficios. Pero, al mismo tiempo, detectarán todos ellos, junto a otros emprendedores, la oportunidad de negocio que se ha abierto. Ello les debería llevar a ampliar su capacidad: abrir nuevas tiendas, ampliar horario, y otras soluciones. A su vez, esto les requeriría la contratación de nuevos trabajadores, y precisamente en un momento en que otros sectores se ven obligados a prescindir de gente por la pérdida de valor de su actividad (viajes, hostelería, restauración…). Por lo tanto, en un mercado no intervenido, los trabajadores afluirían de unos sectores que están suspendiendo su actividad a otros en que tienen que expandirla. Vemos, pues, que esa subida de precios tan poco deseada, supondría la solución trivial para muchos trabajadores que se están quedando en paro.
Contra este análisis, sin embargo, se topa la dura realidad. Resulta que los principales distribuidores se están planteando reducir horarios, y ninguna zapatería o agencia de viajes se está reciclando en supermercado, al menos en mi barrio. Por el contrario, el mismo Gobierno que hace poco abogaba por subidas de precios en los supermercados para contentar al sector agrario en algarada, afirma ahora que vigilará a esos mismos supermercados para que no suban los precios.
¿Qué es lo que pasa? ¿Cómo puede ser esto? La respuesta la tiene la regulación del mercado, todas esas dificultades burocráticas, administrativas y contractuales, que los Estados han ido poniendo en los mercados supuestamente por el interés común. Todo ello ahora obstaculiza el tránsito de recursos al lugar en que son más valorados, un tránsito que queremos urgente. Desde los permisos municipales para abrir un comercio, hasta las rígidas normativas laborales, sin olvidar el aparentemente inocuo derecho de competencia, todo conspira para impedir que los recursos vayan allí donde ahora los queremos y necesitamos.
Con lo expuesto, queda claro que el Gobierno puede hacer cosas para suavizar el impacto de la crisis del coronavirus sobre la sociedad española. Pero esas medidas no tienen que ver con vigilar que no suban los precios. No, si impide dicha subida, lo que causará será una situación mucho más dramática sobre todo si, Dios no lo quiera, la crisis se prolonga en el tiempo. Si el coronavirus nos abandona en 15 días, estas líneas pasarán a un grato olvido, por lo menos hasta la próxima crisis.
Pero si no es así, la receta no pasa, insisto, por vigilar subidas de precios. Al contrario, deberá dejar que eso ocurra y explicar a la población sus efectos benéficos para que se atiendan sus necesidades. Y deberá, sobre todo, eliminar regulación e intervención, aunque sea de forma transitoria, para que los recursos afluyan donde se precisan y los precios altos duren poco.
Claro que, si la crisis se prolonga, todos estos problemas nos pueden parecer secundarios en comparación con lo que esté ocurriendo en la sanidad planificada centralmente. Pero eso es tema para otras líneas.
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