Ni murciélago, ni pangolín: el comunismo chino
Es posible que China se esté enfrentando a una de las peores crisis de su historia más reciente. A diferencia de otras, no viene del enfrentamiento con vecinos como Japón, Vietnam y Rusia o con su gran enemigo, Estados Unidos; tampoco se enfrenta a un proceso revolucionario que pretenda derribar el régimen o hacer caer el Gobierno y sustituirlo por otro; ni mucho menos es otro conflicto con Hong Kong, que no termina de encajar eso de ‘un país, dos sistemas’ o el temido enfrentamiento militar con Taiwán. El problema tiene otro origen mucho más sutil, personal, interno: las debilidades de un sistema que, si se mantiene vivo, incluso aparentemente sano (al menos hasta ahora), es porque se ha institucionalizado el terror y la propaganda. Como ocurrió en la URSS con la catástrofe de Chernóbil, China se enfrenta a un monstruo al que no puede amenazar, ni asustar, ni con el que se puede comunicar para negociar, que no ve ni sabe cómo combatir: un minúsculo coronavirus, que saltó de su reservorio animal (aves, murciélagos o pangolines, según las diferentes versiones oficiales) a la especie humana.
Hace unos meses, en la ciudad de Wuhan, capital de la provincia de Hubei, el coronavirus 2019-nCoV, ahora rebautizado como Covid-19, empezó a afectar a las personas provocando neumonía con síntomas como fiebre alta, tos seca, dolor de cabeza y dificultad para respirar. Su periodo de incubación medio se ha estimado de tres a siete días, con un máximo de 14, aunque las últimas informaciones a las que he accedido elevan incluso a 24 días este periodo en algunos casos. Los científicos han apuntado que, a diferencia del SARS (que provocó más de 700 muertos en ocho meses), el contagio es posible durante la incubación, cuando es asintomático, lo que dificulta su contención. La OMS terminó por declarar una emergencia internacional por el brote[1], lo que ha tenido y tendrá consecuencias a nivel mundial de carácter social y económico. Hasta la fecha, el número de muertos -en el momento en el que estoy escribiendo este artículo- es de 1.368, con un total 60.400 infectados en todo el mundo (26 países), lo que supone una mortandad algo superior al 2% de los afectados[2]. De los muertos, solo se contabilizan dos fuera de China, en Filipinas y Japón.
Desde el primer momento, las autoridades chinas han mantenido un secretismo que raya lo delictivo. Los primeros que denunciaron la situación fueron detenidos y se les prohibió informar. Unos días antes de que en España empezara a llamar la atención a los medios de comunicación nacionales, algunas cadenas británicas y estadounidenses alertaban de que algo estaba pasando y que los chinos ocultaban. Tras este fracasado intento de tapar lo que no se podía ocultar, las autoridades chinas empezaron a dar cifras de afectados y de muertos que crecían a ritmo irregular. Esta irregularidad no tiene que ver con la actividad viral, sino con la prudencia y el miedo del Gobierno chino de que esta pandemia pueda afectar a la consistencia del régimen. La demanda de los chinos por mascarillas agotó las existencias en su país y chinos de todo el globo empezaron a comprarlas en los países donde vivían para mandarlas a amigos y familiares. La epidemia se visibilizó fuera de las fronteras y el régimen tuvo que reaccionar.
Unas de las primeras medidas fue la cuarentena, que consistió básicamente en prohibir a la población salir de las viviendas y encerrar a los afectados en los hospitales y centros de salud, que pronto se vieron también afectados, ya que, en muchos casos, los profesionales médicos ni sabían con qué trataban ni contaban con los medios adecuados para hacerlo. La cuarentena se fue extendiendo por las ciudades de la provincia, a la vez que se producían nuevos casos en otras, hasta que no quedó ninguna sin afectados. Debido a que, en el régimen chino, la atención médica es de copago, muchos chinos la evitan al no tener suficiente dinero para pagarla. Esta circunstancia favoreció que la enfermedad se extendiera[3].
La prensa extranjera aclamó la construcción en unos pocos días de una serie de complejos con elementos prefabricados que llenaron de camas y llamaron hospitales. Sin embargo, el número de camas que pudieron generar apenas cubría el número de personas que se infectaba en un día, con lo que dichos hospitales fueron los últimos, al menos de los que se han informado. Además, tener una infraestructura sanitaria sin médicos, enfermeros y medicinas adecuadas es básicamente crear una especie de cárcel en la que se introduce a los afectados y al personal de atención, que es por otra parte, lo denunciado por algunos periodistas chinos. Chen Qiushi estuvo informando desde Wuhan desde el principio de la epidemia y denunció, a través de vídeos y crónicas, centros sanitarios llenos, incluso sus vestíbulos, y la desesperación entre los afectados. Chen Qiushi ha desaparecido, según denuncian amigos y familiares[4]. Más conocida por la prensa ha sido la muerte del médico Li Wenliang, uno de los primeros en advertir sobre el brote de coronavirus a finales de diciembre y que la policía silenció, acusándole de mentir. Terminó falleciendo el 7 de febrero, tras contagiarse con el virus. No ha recibido ni una mención por su esfuerzo, tampoco su familia. Seguramente, un héroe que sólo será reconocido fuera de las fronteras de su país, porque hay que ser heroico para enfrentarse al régimen.
Una tercera línea de acción fue la idea de que la vacuna contra el virus estaba a punto de ser descubierta por, como no puede ser de otra manera, científicos chinos. Pasaban las horas y los días y la vacuna no llegaba. Los antivirales son medicinas difíciles de fabricar y, dada la capacidad que tiene el virus para mutar, suelen ser poco eficientes. De hecho, en una buena parte de las enfermedades víricas se tratan solo los síntomas y se deja que el sistema inmunológico haga su labor. Un 2% de mortalidad no es escandalosa (no estamos ante un ébola, la mal llamada gripe española o un virus absurdo de las películas o de las series), pero sí que estamos ante uno que se contagia con cierta facilidad y que afecta a aquellos que tienen el sistema inmunológico deprimido, como ancianos o niños, además de gente con otras enfermedades.
Un cuarto punto que llama la atención es que, mientras el número de muertos y afectados en China es enorme, el de afectados en otros países es bastante bajo, incluso en países que tienen sistemas políticos similares o cuyo desarrollo económico es incluso más pobre que el de la propia China. La lógica invita a pensar que la falta de respuesta inicial ha provocado una epidemia por todo el territorio nacional, pero también que el sistema público de salud chino es especialmente inútil, tal como he señalado, quizá capaz de hacer frente a lo más habitual, pero incapaz para afrontar una epidemia de tales características.
El quinto punto es el efecto económico que está generando la epidemia. Según los datos disponibles (aunque la certeza de los que da el Gobierno chino es cuestionable), China supone el 17% del PIB mundial, frente al 4% que tenía en 2003. Tiene relaciones comerciales con más de 70 países y buena parte de la deslocalización industrial se ha ido allí. La epidemia ha vaciado las calles, pero también las fábricas, que no pueden abastecer a los países con los que comercian. Innumerables eventos donde iban a participar empresas chinas han sido suspendidos o incluso se plantea su suspensión, incluyendo los Juegos Olímpicos de Tokio y otras actividades deportivas. Sectores como el de las telecomunicaciones, el motor, el textil, la distribución o la energía se han visto perjudicados por la inactividad china. Las empresas se han visto obligadas a establecer medidas para evitar que sus empleados o mercancías se vean afectados. El Mobile World Congress de Barcelona es una de las ferias que, tras el elevado número de empresas que han anunciado su ausencia, finalmente se ha cancelado.
Las dictaduras suelen estar levantadas sobre cimientos aparentemente fuertes, pero llenos de fallos estructurales. Uno de esos pilares es su estabilidad, que se basa en una extraña mezcla de terror y propaganda: el miedo a romper las reglas y ser castigado, incluso con la tortura y la muerte, se mezcla con la necesidad, incluso el convencimiento, de creerse cualquier cosa que venga del poder y ser fiel al líder supremo. No menos importante es la imagen, el prestigio, que suele basarse en una ideología poderosa, una potencia militar respetable, una capacidad real de hacer daño. En el caso chino, estos elementos y algunos más suelen confundir a no pocos occidentales que ven en el comunismo y en la actividad política y económica china modelos en los que los países occidentales deberían reflejarse, de la misma manera que, en su momento, la URSS era el modelo a imitar por Occidente y no al revés. Es en este contexto donde se entiende que, en muchos países, la prensa haya alabado los desastres chinos.
China siempre ha pedido reconocimiento de su liderazgo y poder, incluso cuando era imperio. La China de Mao era una potencia comunista genocida de segundo nivel, hasta que se enfrentó a la URSS y Nixon vio la oportunidad de minar el prestigio de los soviéticos dando un papel a los chinos que hasta ese momento no habían tenido. A partir de ese momento, China ha estado incrementando esa influencia y autoridad a través de un crecimiento económico inflado, reinventando el comunismo acercándolo al fascismo, atrayendo inversiones, pero también engañando a los occidentales que, abobados, se veían atraídos por la trampa de un falso amigo. Está claro que el terror interno no ha impedido que los chinos sepan que ha habido una epidemia, un fallo enorme en la estructura del poder; tampoco la propaganda ha cambiado el relato, pues los muertos y afectados lo impiden. China ha perdido mucho prestigio, ha descubierto sus vergüenzas y la comunidad internacional no está precisamente contenta con su respuesta.
La crisis del coronavirus es una tragedia y un fuerte golpe; es una tragedia porque se está produciendo un enorme número de muertos en China que se podría haber evitado de haber existido un régimen mucho más transparente, eficiente y humano; y es un fuerte golpe para el prestigio del régimen, un fuerte golpe del que, supongo, se podrán levantar usando, de nuevo, la represión, el engaño y la colaboración del desquiciado movimiento progresista occidental, pero lo que no podrán evitar es que un número muy elevado de chinos vea que su temido y, tal vez, idolatrado régimen comunista tiene defectos, muchos defectos, que no es transparente y que, por sobrevivir, es capaz de matar a sus propios súbditos. El reservorio del coronavirus no está en el pangolín, en el murciélago o en las aves, está en el comunismo que, como él, se extiende a modo de epidemia.
[1] El director general de la OMS, Tedros Adhanom, invitó a estar atentos a nivel internacional para evitar males mayores, pero alabó la labor de los chinos, lo que contradecía el informe que presentaba. Esta contradicción disparó los rumores de que China, que tiene muchas inversiones en Etiopía, el país natal del director, le había presionado, o algo peor, para dar una imagen mucho más positiva de la labor china.
[2] El sistema para contabilizar los afectados ha cambiado de forma que se ha incrementado espectacularmente, a la vez que se disparaba también el número de muertos, manteniéndose la tasa de mortalidad. Estos vaivenes invitan a no pensar demasiado bien de la transparencia de los chinos. Lo normal.
[3] Esta circunstancia explicaría por qué es tan popular la medicina tradicional china, más barata que la oficial, aunque nada efectiva.
[4] Información de The Washington Post.
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