Un sátrapa
El País, Madrid
¿Sabe usted por qué millones de africanos quieren entrar a Europa como sea, arriesgándose a morir ahogados en el Mediterráneo? Porque, por desdicha para ellos, todavía hay en el África buen número de tiranuelos como Robert Mugabe, el sátrapa que durante 37 años fue amo y señor de Zimbabue y que acaba de morir en el Hospital Gleneagles, de Singapur. Tenía 95 años de edad, era muy aficionado al cricket, a las langostas y al champagne francés, solía gastarse unos 250.000 dólares en cada una de sus fiestas de cumpleaños y se calcula que deja a su viuda Grace -apodada “Gucci” por su afición a la ropa y a los bolsos de esa célebre marca y varias décadas más joven que su marido- una herencia de nada menos que unos mil millones de dólares.
Su más extraordinaria proeza no fueron sus robos, ni las decenas de miles de zimbabuenses que torturó, encarceló y asesinó. Tampoco haber causado una hiperinflación de 79 mil 600 millones % anuales -llegaron a imprimirse billetes de cien billones- que desapareció la moneda nacional. Sino, tal vez, haber destruido la agricultura de un país del que, en los tiempos del colonialismo británico, se decía que aquella tierra privilegiada podía ser el granero de toda África y, acaso, del mundo entero. Hoy, aquella nación, la más próspera del continente hace medio siglo, se muere de hambre. Una tercera parte de su población fue obligada a huir al extranjero por las persecuciones y matanzas de Mugabe; ahora son la miseria y la falta de trabajo las que impulsan a huir al extranjero para poder sobrevivir a millones de desdichados zimbabuenses.
África fue la cuna del acaso mejor estadista que conoció la humanidad en el último siglo -me refiero al sudafricano Nelson Mandela, gracias al cual su país es uno de los que escapa a la crisis que asola a tantos otros- pero, luego de la desaparición del sistema colonial, al igual que América Latina, en vez de establecer la democracia y desarrollar sus abundantes recursos, ese continente se repletó de dictadorzuelos codiciosos y venales, además de asesinos -las excepciones cabían en una mano-, que siguieron empobreciendo a sus países al extremo de generar un éxodo gigantesco que resulta, hoy, un problema para el mundo entero. La tragedia que ha vivido Zimbabue con la tiranía de Mugabe es un buen ejemplo de lo ocurrido a muchos países africanos que, después de liberarse de un sistema colonial saqueador y racista, se abismaron en dictaduras de ladrones sanguinarios.
Como otros sátrapas en la historia, Robert Mugabe, hijo de un carpintero y una catequista cristiana, recibió una buena educación. Obligado a exiliarse por su militancia anti colonial, estudió, primero, en universidades de África del Sur y luego de Ghana, donde también enseñó. Se declaraba entonces discípulo del africanista Kwame Nkrumah, pero, durante los años de la acción anticolonialista contra el régimen racista de Ian Smith (Zimbabue se llamaba entonces Rodesia), encabezó un movimiento maoísta. Pasó cerca de diez años en la cárcel y salió de ella convertido en el político inescrupuloso, intrigante y astuto que fue marginando (y a veces liquidando) a sus antiguos compañeros de la lucha anticolonial, como Joshua Nkomo, quien terminó alzándose contra él. La represión que llevó a cabo Mugabe fue terrible; además de los alzados, se extendió a las comunidades de shonas y ndebeles, a las que prácticamente exterminó. Entre veinte y treinta mil miembros de estas comunidades perecieron en aquella espantosa sangría.
Según los acuerdos de Lancaster House, que dieron la independencia a Zimbabue, el Gobierno de Mugabe se comprometió a respetar las tierras de unos cinco mil agricultores zimbabuenses blancos que, aunque producto de la rapiña colonial, eran técnicamente ejemplares y aseguraban trabajo y grandes ingresos al país. Pero aquellos fueron expropiados durante la pintoresca “reforma agraria” que Mugabe emprendió en el año 2000 y que consistió en repartir aquellas prósperas empresas entre sus compinches y validos. Esto fue el principio del desplome de la agricultura nacional que al cabo de pocos años convertiría a uno de los países más ricos del África en una sociedad pobre y deprimida. El autócrata, a pesar de ello, no cesaba en sus enloquecidos dispendios, ni tampoco los disimulaba. Encargó a una firma china que le construyera en el centro de su finca de 22 hectáreas, en Harare, un palacete versallesco de 25 habitaciones que amuebló a todo lujo y, en uno de sus discursos más difundidos, reconoció que admiraba a Hitler y que no le importaba que lo compararan con él. Creía tener asegurada la complicidad de su partido dejando que sus dirigentes robaran, pero incluso aquello tenía un límite.
Sus problemas con los miembros de su propio partido comenzaron cuando se empeñó en que su joven esposa, Grace, lo reemplazara en el gobierno. Esto lo llevó a una confrontación con su brazo derecho y hombre para todo servicio, Emmerson Mnangagwa, el actual presidente, que conspiró con los militares y éstos obligaron a renunciar a Robert Mugabe, aunque sin enjuiciarlo y, sobre todo, dejándole intacta su fortuna. Hay, pues, pocas esperanzas de que con la muerte del sátrapa, cambien las cosas en su desdichado país. Sus cómplices, que tienen las manos tan manchadas de sangre como las tenía él, y que al mismo tiempo que se enriquecían, arruinaban a Zimbabue, siguen en el poder, de modo que el empobrecimiento del país continuará y seguirá contribuyendo a la migración de los millones de africanos que vienen a buscar en Europa lo que su patria es incapaz de darles.
Quizás lo más absurdo de esta muerte haya sido que quien lo sacó del poder por la fuerza, nada menos que el propio Emmerson Mnangagwa, haya hecho el anuncio de su muerte “con la mayor de las tristezas”. “Era un icono de la liberación”, proclamó, “un panafricanista que dedicó su vida a la emancipación y empoderamiento de su gente. Su contribución a la historia de nuestra nación y el continente nunca será olvidada.” Y poco después anunció que su gobierno ha decidido nombrar a Robert Mugabe “héroe nacional”.
La historia del África es tan triste como lo ha sido -y lo sigue siendo en buena parte- la de América Latina. Nunca aprendimos que la democracia no sólo consiste en que haya independencia de poderes y diversidad política, sino en tener políticos honrados, que respeten las leyes y que no se aprovechen del poder para enriquecerse y liquidar al adversario. Los Mandelas que llegamos a tener -hubo varios, aunque ninguno tuviera la repercusión mundial que tuvo el sudafricano- fueron aves de paso y no llegaron a crear escuela. Lo peor no es que existan esas basuras humanas como un Robert Mugabe, sino que haya pueblos que voten por ellos y los elijan y reelijan y, como ha hecho Mnangagwa con aquél, los conviertan en “héroes nacionales”. Con muy pocas excepciones, ni africanos ni latinoamericanos tenemos remedio, por lo visto.
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