Una fórmula liberal para que los robots nos paguen las pensiones
Nuestro sistema de pensiones bascula sobre el reparto coactivo intergeneracional: los trabajadores presentes pagan con sus cotizaciones sociales los ingresos de los pensionistas actuales, de modo que si no hay suficientes trabajadores con remuneraciones lo bastante elevadas, las pensiones se vuelven insufragables. En este sentido, una de las amenazas a las que se enfrentará nuestro sistema de pensiones es la inversión de nuestra pirámide demográfica, esto es, el progresivo aumento de la población mayor de 65 años en relación con la población en edad de trabajar. Otra potencial amenaza es la progresiva automatización de los puestos de trabajo: si los robots sustituyen a los trabajadores y no se genera nuevo empleo adecuadamente remunerado, las cotizaciones sociales caerán sin un paralelo incremento de los ingresos tributarios, dejando a la Seguridad Social sin fuentes de financiación.
Esta última amenaza es la que está motivando diversas propuestas para aumentar la recaudación de las arcas estatales a costa de esos robots. Javier Jorrín ha resumido en este periódico las principales vías para rapiñar estatalmente parte del excedente productivo que vayan a generar tales máquinas: cotizaciones sociales sobre los robots, un impuesto extra sobre la productividad, aumento del Impuesto sobre Sociedades, tasa a la compra de robots, penalizar fiscalmente a las empresas intensivas en robots, aumentar la tributación de las rentas del capital dentro del IRPF, subir el IVA y eliminar los beneficios fiscales a la inversión.
Todas estas propuestas pasan, claramente, por aumentar los impuestos que recaen sobre la economía española y, más en particular, sobre la formación bruta de capital en nuestro país. Es decir, se trata de impuestos que potencialmente pueden desincentivar todo tipo de inversión: no sólo aquélla dirigida a crear robots que sustituyan netamente a trabajadores, sino también la dirigida a fabricar nuevos bienes de capital que, de manera complementaria con el trabajo, elevan sostenidamente su productividad y por tanto nuestros estándares de vida. Y es que, en contra de lo que podría suponerse, la definición de robot es lo suficientemente ambigua como para incluir casi cualquier tipo de automatización de un proceso productivo. A saber: “Una máquina capaz de desarrollar una serie de acciones complejas de manera automática”. Un cajón de sastre dentro del que puede caber prácticamente toda inversión que el legislador y el correspondiente inspector de Hacienda quieran incluir.
Pero imaginemos que pudiéramos atinar tanto la definición legal de robot como para que gravar tan sólo aquella inversión en maquinaria netamente sustitutiva del trabajo. ¿Sería entonces recomendable cargarla con todo el arsenal tributario previo? En apariencia, estaríamos matando dos pájaros de un tiro: por un lado, conseguiríamos nuevas fuentes de financiación para las pensiones; y, por otro, desincentivaríamos la destrucción de puestos de trabajo. Pero, en realidad, penalizando la robotización de nuestra economía sólo estaríamos machacando la productividad potencial de la misma: si los robots devienen la forma más eficiente de producir muchos bienes y servicios, frenar su incorporación supondrá consagrar nuestra propia ineficiencia (con el agravante de que, si nuestra economía no se robotiza y otras economías extranjeras sí lo hacen, nos veremos fuertemente desplazados de los flujos comerciales globales).
Así, lejos de buscar fórmulas que, para garantizar la suficiencia financiera del sistema de pensiones, se orienten a parasitar la riqueza que previsiblemente generarán los robots en el futuro —obstaculizando como consecuencia el mismo proceso de robotización—, deberíamos buscar fórmulas que, al tiempo que impulsan la robotización de nuestra economía, coadyuven a financiar las pensiones futuras. ¿Cuáles? Vincular nuestras pensiones futuras a las rentas del capital que contribuirán a generar los robots, esto es, avanzando hacia una sociedad de propietarios.
A la postre, en una economía donde los robots devengan factores productivos netamente sustitutivos del trabajo, quienes percibirán la totalidad de su valor añadido bruto serán los propietarios de esos robots, esto es, aquellos inversores que, con su propio ahorro, hayan contribuido a financiar la producción de tales robots. Quienes abogan por establecer nuevos impuestos sobre estas máquinas están, en última instancia, abogando por que los ciudadanos se queden con una parte de su excedente productivo aun sin haber contribuido a generarlo (lo cual, como hemos dicho, desincentiva que los inversores se lancen a fabricar robots). Mucho más sencillo, razonable, eficiente y justo es que los españoles ahorren parte de sus ingresos actuales para financiar la inversión en robots (por ejemplo, como accionistas de empresas que automaticen sus procesos internos). De ese modo, los españoles devendrían copropietarios de esos robots y cobrarían su porción con cargo el valor añadido que sí han contribuido a generar: obtendrán rentas de capital porque serán los capitalistas que, con su ahorro, habrán ayudado a robotizar la economía.
En suma, es cierto que la robotización de nuestras economías puede suponer un reto de futuro para nuestro sistema de pensiones, pero la solución a ese reto no pasa por redoblar los impuestos que recaen sobre el capital sino por facilitar que los españoles devengan capitalistas. En lugar de erradicar fiscalmente a los robots, convirtámonos en sus dueños: en lugar de obsesionarnos con un sistema de pensiones público y de reparto, avancemos hacia un sistema de pensiones privado y capitalización.
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