Joe Biden se lanza al ruedo
Joe Biden tratará de ser el candidato demócrata. Fue, como se sabe, ocho años vicepresidente de Estados Unidos en la administración de Barack Obama. Intentará ponerle el cascabel a Donald Trump. Es el número 20. Eso no quiere decir más divisiones, que las hay, sino un aumento en el abanico de ofertas. Mientras es difícil que, dentro del partido republicano, reten a Trump (a menos que John Kasich, el ex gobernador de Ohio, republicano, se anime) entre los demócratas abundan quienes desean llegar a la Casa Blanca.
Hay candidatos demócratas para todos los gustos. Hay señoras blancas, negras, mestizas y con un ligero toque racial precolombino. Hay católicos, protestantes, agnósticos y judíos. Hay, por primera vez, un candidato declaradamente gay, veterano de la guerra de Afganistán, casado con otro señor. Hay socialistas empeñados en corregir los mercados y los hay que prefieren el capitalismo aún a riesgo de que se generen crecientes diferencias. Lo dicho: hay para casi todos los gustos y persuasiones.
Por ahora Biden encabeza a los aspirantes, pero no basta ese dato. En Estados Unidos se producen cincuenta elecciones diferentes para elegir al candidato y en ellas suelen prevalecer los votantes más radicales. Aunque Biden fuera la mejor opción para derrotar a Trump, ganará la candidatura que más votos obtenga en las primarias y es posible que Sanders gane esa contienda.
En Florida, donde resido, un Estado muy importante para la elección del presidente, existe un movimiento para que los electores independientes (como es mi caso, vaya el disclaimer por delante) puedan participar en la selección de los candidatos. El número de independientes es ligeramente mayor que el de republicanos y demócratas. Si así fuera, probablemente Sanders no sería el candidato. Los independientes tienden a la moderación y a no casarse con partidos, sino con programas de gobierno y con líderes que ofrezcan garantías de cumplirlos.
En general, los independientes son escépticos y eligen al candidato que les parece mejor o, incluso, al menos malo. Unas veces sufragan a favor de los republicanos y otras eligen a los demócratas. Ésa (otro disclaimer) ha sido mi conducta electoral. Una de cal y otra de arena, de acuerdo con las posiciones de los candidatos. Me hubiera encantado, por ejemplo, que John McCain se hubiera sentado en el sillón de Lincoln, y hubiese preferido a Jeb Bush en vez de a Donald Trump, pero, como dicen los españoles, “lo que no puede ser, no se puede, y, además, es imposible”.
Trump se está preparando para enfrentarse a Sanders. Su declaración de “guerra al socialismo” está encaminada a esos fines, aunque, por ahora, el senador de Vermont, se haya limitado a defender la gratuidad de la sanidad y de la enseñanza. (Lo de “gratuidad” es una licencia del lenguaje. Alguien tendrá que pagar por ello).
En rigor, esas posturas no son excesivamente preocupantes. Al fin y cabo casi toda Europa se enfrenta a los gastos de la sanidad y de los estudios universitarios desde los presupuestos generales de la nación. Si se entiende como “formación de capital humano” es una inversión. Si se piensa que se trata de un “derecho”, como con frecuencia afirman las Constituciones, a mi juicio es un disparate. Pero parece que la mayoría de la sociedad norteamericana hoy quiere pasar por ese aro y no vale la pena discutir si son galgos o podencos.
Lo que me asusta de Bernie Sanders es su posición frente a las dictaduras totalitarias de izquierda ya en la etapa adulta de su vida, cuando tenía lecturas y experiencias para discernir correctamente. Que se enamorara de la revolución cubana en los sesenta es disculpable. Numerosos muchachos desfilaron tras la flauta mágica del Hamelín barbado del Caribe. Que siguiera cantando loas a la revolución cubana en los ochenta, cuando era evidente que se trataba de un empedernido régimen estalinista, subordinado a Moscú, enormemente represivo, es intolerable. Especialmente cuando sabemos que añadió a sus devociones la barbarie sandinista tras el derrocamiento de la tiranía somocista.
Biden, finalmente, si CNN acierta, y si logra ser el candidato, llevará en su boleta como vicepresidente a Stacey Abrams, la joven negra, novelista, graduada de leyes en Yale University, quien estuvo a punto de ganar la gobernación de Georgia. Una buena selección. Una mujer educada, afroamericana y sureña pudiera imantar el voto negro, hispano y femenino que necesitaría para derrotar a Donald Trump.
En el 2009 entraron en la Casa Blanca un joven senador afroamericano de Illinois, y un veterano político blanco, senador de Delaware, e hicieron un notable gobierno, no obstante haber heredado una catástrofe económica colosal originada en las hipotecas envenenadas que se acumulaban desde la época de Bill Clinton y su sucesor George W. Bush.
Sus aciertos, claro, no disimulan los inmensos disparates en materia de política exterior, entre los que estuvo la sorpresiva apertura unilateral al régimen de los Castro en diciembre del 2014, que Obama negaba una y otra vez. Ello sucedió, pese a ser público y notorio que la dictadura cubana, no sólo vampirizaba a Venezuela, sino, además, sus siniestros expertos militares le daban forma y sentido a la tiranía chavista antiamericana con las herramientas aprendidas del KGB y la Stasi.
En todo caso, la secretividad con que se manejó ese episodio apunta a que ese evidente disparate, contrario a los informes de la inteligencia norteamericana que advertía una y otra vez de la presencia avasallante de la inteligencia cubana en Venezuela, fue de la responsabilidad total de Obama y no de su vicepresidente Joe Biden.
Tal vez en enero del 2021 le toque presidir el país a un blanco viejo y moderado, lleno de experiencia, que llevaría como VP a una brillante joven afroamericana. Eso sería justicia poética. Es casi la misma boleta que ganó en el 2008, pero al revés.
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