Ciudad inmensa y triste
El País, Madrid
Vine a Londres por primera vez en 1967, para enseñar en el Queen Mary’s College. Me tomaba una hora en el metro llegar a la universidad, desde Earl’s Court, y otra hora regresar, de modo que empleaba esas dos horas en preparar las clases y corregir los trabajos de los alumnos. Descubrí que me gustaba enseñar, que no lo hacía mal, y que aprendía mucho leyendo, por ejemplo, a Sarmiento, cuyo ensayo sobre el gaucho Quiroga pasó a ser desde entonces uno de mis libros de cabecera.
El Londres de aquellos días era muy diferente de París, donde había vivido los siete años anteriores. Allá se hablaba de marxismo y de revolución, de defender a Cuba contra las amenazas del imperialismo, de acabar con la cultura burguesa y reemplazarla por otra, universal, en la que toda la sociedad se sintiera representada. En Gran Bretaña los jóvenes se desinteresaban de las ideas y de la política, la música pasaba a liderar la vida cultural, eran los años de los Beatles y los Rolling Stones, de la marihuana y el atuendo extravagante y llamativo, de los cabellos hasta los hombros y una nueva palabra, hippies, se había incorporado al vocabulario universal. Mis primeros seis meses en Londres los había pasado en un alejado y plácido distrito lleno de irlandeses, Cricklewood, y luego, sin quererlo ni saberlo, alquilé una casita en el corazón mismo del universo hippy, Philbeach Gardens, en Earl’s Court. Eran benignos y simpáticos, y recuerdo la sorprendente respuesta de una muchacha a la que se me ocurrió preguntarle por qué andaba siempre descalza: “¡Para librarme de mi familia de una vez!”
Todas las tardes que no tenía clases las pasaba en la bellísima sala de lectura de la British Library, que estaba entonces en el Museo Británico, escribiendo Conversación en La Catedral y leyendo a Edmund Wilson, a Orwell, a Virginia Woolf. Y, por fin, a Faulkner y a Joyce en inglés. Tenía muchos conocidos, pero pocos amigos, entre ellos Hugh Thomas y los Cabrera Infante, que habían venido a vivir a pocos metros de mi casa de pura casualidad. Al año siguiente había pasado a enseñar al King’s College, que quedaba mucho más cerca de mi casa, donde tenía algo más de trabajo, pero también mejor sueldo.
En aquellos años le tomé mucho cariño y admiración a Inglaterra, y fui dejando de ser un socialista y convirtiéndome poco a poco en lo que trato de ser todavía, un liberal. Este sentimiento aumentó un tiempo después por las cosas extraordinarias que hizo Margaret Thatcher desde el Gobierno. Para entonces ya leía mucho a Hayek, a Popper, a Isaiah Berlin, y, sobre todo, a Adam Smith. Fui a Kirkcaldy, donde había escrito La riqueza de las naciones, y de su casa ya sólo quedaba un pedazo de muro y una placa, y en el museo local sólo mostraban de él una pipa y una pluma. Pero, en Edimburgo, en cambio, pude depositar un ramo de flores en la iglesia donde está enterrado y pasearme por el barrio donde los vecinos lo veían vagabundear en sus últimos años, distraído, apartado del mundo circundante, con sus extraños pasos de dromedario, totalmente absorto en sus pensamientos.
En mi antigua estancia londinense, a finales de los años sesenta, no teníamos televisión, aunque sí una radio, y salíamos sólo una vez por semana, la noche de los sábados, al cine o al teatro, porque la señora de la Baby Minders que venía a cuidar a los niños nos costaba un ojo de la cara, pero, pese a aquellas estrecheces, creo que éramos bastante felices y es posible que, si no hubiera sido por Carmen Balcells, nos hubiéramos quedado para siempre en Londres. Mis dos hijos y mi futura hija serían tres ingleses. Eso sí, estoy seguro de que me hubiera opuesto siempre al Brexit y que hubiera militado activamente contra semejante aberración.
Me llevaba muy bien con mi jefe en el King’s College, el profesor Jones, especialista en el Siglo de Oro. Aquel fin de año académico me había propuesto que, al siguiente, fuera una vez por semana a reemplazar a un profesor de español en Cambridge que salía de vacaciones, y yo acepté. Y, en eso, sin anunciarse, como un ventarrón apabullante, tocó la puerta de mi casa Carmen Balcells.
Me la había presentado Carlos Barral en Barcelona, explicándome que ella se ocuparía de vender al extranjero mis derechos de autor. Muy poco después, la propia Carmen me contó que había renunciado a trabajar en la editorial Seix Barral porque la misión de una agente literaria era representar a los autores ante (contra) el editor, y no al revés. ¿Quería yo que ella fuera mi agente? Por supuesto. Las cosas habían quedado más o menos ahí.
¿Qué venía a hacer en Londres? “A verte”, me respondió. “Quiero que renuncies de inmediato a la universidad y a Inglaterra. Y que todos ustedes se vengan a vivir a Barcelona. El King’s College te quita mucho tiempo. Te aseguro que tú podrás vivir de tus libros. Yo me encargo”.
Es probable que lanzara una carcajada y que le preguntara si se había vuelto loca. Vivir de mis derechos de autor era una tontería, porque a mí me tomaba dos o tres años escribir una novela y si tenía que hacerlo en seis meses para dar de comer a mis dos hijos me saldrían unos libros ilegibles. No había descubierto todavía que cuando a Carmen se le metía algo en la cabeza había que hacer lo que ella quería o matarla. No había opciones intermedias. Recuerdo que discutimos horas de horas, que me contó que García Márquez ya estaba en Barcelona, viviendo de sus libros; que ella había viajado hasta México a convencerlo. Y que no se iría de mi casa hasta que yo dijera sí.
Me cansó, me derrotó. Y esa misma tarde fui a ver al profesor Jones y a decirle que me iba a Barcelona y que, en adelante, trataría de vivir de mis derechos de autor. Era un hombre bien educado y no me dijo que era un imbécil haciendo semejante disparate, pero vi en su mirada que lo pensó.
No me arrepiento para nada de haberle dado gusto a Carmen Balcells porque los cinco años que pasé en Barcelona, entre 1970 y 1974, fueron maravillosos. Allí nació mi hija Morgana en la clínica Dexeus, y, gracias a Santiago Dexeus, la vi nacer. Esa ciudad se convirtió, gracias a Carmen y a Carlos Barral, principalmente, en la capital de la literatura latinoamericana por un buen tiempo, y allá volvieron a encontrarse y confundirse los escritores españoles e hispanoamericanos, que se daban la espalda desde la Guerra Civil. Quienes pasamos aquellos años en la gran ciudad mediterránea no olvidaremos nunca ese entusiasmo con que sentíamos llegar el fin de la dictadura y la sensación reconfortante que era saber que, en la nueva sociedad democrática, la cultura tendría un papel fundamental. ¡Vaya sueños de opio!
España no ha rendido todavía a Carmen Balcells el homenaje que se merece. Ella sola decidió que, con sus grandes editoriales y su vieja tradición de alta cultura, Barcelona debía reunir a muchos escritores latinoamericanos y, amigándolos de nuevo con los españoles, unir a la cultura de la lengua en un solo territorio cultural. Los editores, poco a poco, empezando por Carlos Barral, le hicieron caso. Como a mí, ella hizo que muchos escribidores nos instaláramos en Barcelona, donde, en aquellos años, empezaron a llegar los jóvenes sudamericanos, como antes a París, porque allí era donde tenía sentido fantasear historias, escribir poemas, pintar y componer.
Desde el Brexit, Inglaterra se me deshizo en la memoria y me sentí profundamente defraudado. Sin embargo, en estos días, será porque estoy viejo, he recordado con nostalgia los años que pasé aquí y una vez más contradigo a aquel poeta brasileño que le gustaba tanto a Jorge Edwards, que llamó a Londres “ciudad inmensa y triste” y dijo de sí mismo: “Fuiste allá triste y voltaste mais triste”.
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