La percepción de las drogas
El País, Madrid
La Comisión Global de Políticas de Drogas, que presidió el exmandatario brasileño Fernando Henrique Cardoso y tiene ahora como directora a Ruth Dreifuss, expresidenta de Suiza, está integrada por políticos, funcionarios internacionales, científicos e intelectuales de diversos países del mundo y lleva a cabo desde el año 2011 una valiosa campaña a favor de una política más sensata y realista en el dominio del narcotráfico y el consumo de estupefacientes que el de la mera represión policial y judicial.
En los siete informes que ha publicado desde que se creó, sustentados en rigurosas estadísticas e investigaciones sociológicas y clínicas, ha mostrado de manera inequívoca la futilidad de combatir aquel flagelo con prohibiciones y persecuciones que, pese a los miles de millones de dólares gastados en ello, en vez de reducir han aumentado vertiginosamente el consumo de drogas en el mundo, así como la violencia criminal asociada a su producción y distribución ilegales. En casi todo el mundo, pero, principalmente en América Latina, las mafias de narcotraficantes son una plaga que causan decenas de millares de muertos y son, sobre todo, una fuente de corrupción que descomponen las instituciones, infectan la vida política, degradan las democracias y, no se diga, las dictaduras, donde, por ejemplo en Venezuela, buen número de dirigentes civiles y militares del régimen están acusados de dirigir el narcotráfico.
Al principio, las labores de la Comisión se concentraban en América Latina pero ahora se han extendido al mundo entero. El último informe, que acabo de leer, está dedicado a combatir, con argumentos persuasivos, la general percepción negativa y delictuosa que los gobiernos promueven de todos los consumidores de drogas sin excepción, presentándolos como desechos humanos, propensos al delito debido a su adicción y, por lo mismo, amenazas vivientes al orden y la seguridad de las sociedades. Quienes han preparado este trabajo han hecho una cuidadosa investigación de la que sacan conclusiones muy distintas. En primer lugar, las razones por las que se consumen “sustancias psicoactivas” son muy diversas, y, en gran número de casos, perfectamente justificadas, es decir, de salud. De otro lado, entre las mismas drogas hay un abanico muy grande respecto a las consecuencias que ellas tienen sobre el organismo, desde la heroína, con efectos tremendamente perniciosos, hasta la marihuana, que hace menos daño a los usuarios que el alcohol.
Todos los informes de la Comisión vienen acompañados de pequeños testimonios de gentes de muy diversa condición gracias a los cuales se advierte lo absurdo que es hablar de “drogadictos” en general, sobre todo debido a lo que esta palabra sugiere de degradación moral y peligrosidad social. Hay una abismal diferencia entre el caso de Nicolás Manbode, de la isla Mauricio, que a los 16 años comenzó fumando marihuana, pasó a inyectarse heroína a los 18 y fue por ello a la cárcel a los 21, donde contrajo una hepatitis y el sida, y la portuguesa Teresa, que no bebe alcohol, pero se acostumbró a tomar anfetaminas, éxtasis, LSD y hongos alucinógenos y cuyo problema, dice, ahora que en Portugal se ha descriminalizado el uso de las drogas, es el riesgo que significa comprar aquellas sustancias en la calle sin saber nunca las mezclas con que los vendedores pueden desnaturalizarlas.
Un caso muy interesante es el de Wini, madre de Guillermo, en Chile. Su hijo, nacido en 2001, a los cinco meses comenzó a tener convulsiones que le cortaban la respiración. A los dos años los médicos diagnosticaron que el niño era epiléptico. Todos los tratamientos, incluida una cirugía cerebral, fueron inútiles. En 2013 Wini comenzó a leer artículos médicos que hablaban de un aceite de marihuana y, gracias a una fundación, pudo conseguirlo. Desde que Guillermo comenzó a tomarlo, las convulsiones se atenuaron —de cerca de diez a una o dos al día— e incluso cesaron. Dada la complicación en obtener aquel aceite, la señora Wini comenzó a cultivar marihuana en su jardín, algo que, aunque no es ilegal en Chile, escandalizaba a su familia. El médico que trataba a Guillermo, escéptico al principio, se convenció de los efectos benéficos de aquel aceite y llegó a escribir un artículo sobre la terapia positiva que aquel tenía en el tratamiento de la epilepsia.
Según el informe, los estigmas sociales y morales que recaen sobre las personas que usan drogas hacen mucho más difícil que se libren de ellas; el prejuicio que se cierne sobre ellas es asumido por las propias víctimas, y esta autoculpabilidad agrava la necesidad de recurrir a esa artificial manera de sentirse en paz consigo mismos. Una de las estadísticas más elocuentes de este informe es que son proporcionalmente mucho más numerosas las personas que se emancipan de la drogadicción en las sociedades más abiertas y tolerantes con su consumo que en las que la represión sistemática es la política reinante.
Aunque las razones que esgrime la Comisión Global de Política de Drogas para pedir que cesen los prejuicios y clichés que acompañan a cualquier tipo de drogadicción sean convincentes, mucho me temo que la única manera en que aquellos vayan cediendo será la descriminalización de los estupefacientes y a la represión reemplace una política de prevención y tolerancia. Desde luego que la legalización entraña peligros. Por eso, es importante que ella vaya acompañada de campañas activas que, como ha ocurrido con el tabaco, informen a los ciudadanos de los riesgos que aquellas representan, y de unas políticas efectivas de rehabilitación. Las ventajas de todo ello se advierten ya en las sociedades que han ido adoptando medidas más realistas frente a este problema. De hecho, la legalización acabaría con la criminalidad que es la peor de las calamidades generadas por las drogas. En países como México la lucha de los poderosos carteles que se disputan territorios deja decenas de muertos cada mes, contamina la vida política con una corrupción que degrada la democracia y llena de zozobra y sangre la vida social. Ella permite a los delincuentes amasar fortunas vertiginosas como la del famoso Pablo Escobar, el asesino y narco colombiano que ahora es el héroe de películas y seriales televisivas que aplaude el mundo entero.
Uno de los argumentos con los que se suele combatir la idea de la legalización es que, cuando ella tiene lugar, como ocurrió por ejemplo con la marihuana en Holanda, país pionero en este dominio, aquello suele ser un imán que atrae consumidores de droga de todas partes. Eso ocurre porque los lugares donde aquella libertad se practica son muy pocos en el mundo. En todo caso, ese es un fenómeno pasajero. Hace poco estuve en Uruguay y pregunté qué efectos había tenido hasta ahora la nueva política emprendida por el Gobierno respecto de la marihuana. Las respuestas que obtuve variaban, pero, en general, la legalización no parece haber estimulado el consumo. Por el contrario, algunos me dijeron que, al desaparecer el tabú de la prohibición, para mucha gente joven había disminuido el prestigio del cannabis.
Poco a poco, en todo el mundo hay cada día más gente que, como promueve la Comisión Global de Política de Drogas, cree que la mejor manera de combatir la droga y sus secuelas delictivas es la descriminalización. Uno de los mayores obstáculos proviene, sin duda, como lo profetizó Milton Friedman hace muchos años, de que hoy día tantos miles de miles de personas vivan de combatirlas.
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