Cómo la lucha por la tolerancia se desvirtuó en una tiranía de la corrección política
La tiranía es compañera inseparable de toda comunidad. Nos percatamos de esa triste realidad al estudiar la historia universal. No se presenta siempre igual, sino que en cada tiempo y lugar adopta rasgos propios. Es una maldición que se da incluso en las sociedades más avanzadas.
Prueba de lo afirmado es que en el siglo XIX John Stuart Mill escribió Sobre la libertad, para denunciar el despotismo imperante en Gran Bretaña, que en aquel entonces era la nación más liberal del mundo. Su crítica apuntaba a dos factores: por un lado, a la opresión indebida que la sociedad ejercía sobre el individuo, presionándolo para que llevara un cierto estilo “adecuado” de vida; y, por el otro, que ciertos grupos se consideraran autorizados a impedir que ciertas ideas “inconvenientes” fueran expresadas públicamente.
Esos dos principios el derecho a ser “diferente” y libertad de opinión y expresión se nutren del mismo manantial y, por consiguiente, se vigorizan o debilitan recíprocamente. Lo constatamos en aquellas sociedades donde impera la censura por ejemplo la ex Unión Soviética, Cuba, Corea del Norte o la Alemania nazi donde las personas tienden a asemejarse. Es decir, los individuos pierden personalidad y se disuelven en la masa.
La mejor defensa contra la opresión es la existencia de personalidades sólidas. Ellas son un baluarte no solo para sí mismas, sino también para los otros. Por contraste, el hombre-masa actúa como rebaño y, en consecuencia, es dócil y fácil de manipular. Para los “líderes” con tendencia autoritaria ese tipo humano es el ideal.
Según Stuart Mill, el despotismo social es más grave que el de los gobernantes. ¿Por qué? Porque los medios con que cuenta para tiranizar a los individuos aislados van mucho más allá de lo que se puede realizar mediante empleados públicos.
La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos. Y si dicta malos decretos, en vez de buenos, o si los dicta a propósito de cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas.
El mencionado autor subraya que es necesaria protección contra la tiranía de la opinión y sentimientos prevalecientes. Señala que los grupos dominantes tienden a querer imponer penas civiles a aquellos que disienten con su forma de ver las cosas. Por tanto, procuran “obligar a todos los caracteres a moldearse al suyo propio”.
Esas ideas fueron expuestas en el siglo XIX. En gran medida, ellas ayudaron a que las personas “diferentes” ya fuese por sus ideas o forma de vida dejaran de ser hostigadas. Pero paradójicamente, una vez que se impuso su aceptación, muchos de ellos comenzaron a “ejecutar civilmente” al que expresara una opinión que no fuera de su agrado. O sea, que se da el absurdo de que son intolerantes… ¡en nombre de la tolerancia!
Fue así que se originó la tiranía de lo políticamente correcto, que es el rasgo identificatorio de nuestros tiempos. Es una fuerza tan poderosa que ante ella se inclinan gobernantes y gente común. De ese modo se ahogó al espíritu crítico y se impuso nuevamente la conducta de manada. Por cierto, un rebaño que va hacia donde lo conducen mediante gritos estridentes.
En el pasado, la izquierda latinoamericana fue perseguida durante las dictaduras militares por sus ideas. Un vez recobrada la democracia, pudieron decir lo que pensaban sin temor a represalias. Además, fueron resarcidos económicamente por los daños que sufrieron.
Sin embargo, conviene aclarar, que la visión de los izquierdistas acerca de lo ocurrido en ese período que se inició en 1959 con el triunfo de Fidel Castro en Cuba no es la única que existe. Contrariamente a lo que señala el “relato” impuesto desde que asumieron el poder, no fueron los simpatizantes de esa ideología los únicos que sufrieron en esa época. Hay otras vivencias, otras memorias y otros dolores que impregnan a otros grupos de personas.
Por consiguiente, no debe sorprender que ciertos personajes que para algunos son “héroes”, para otros sean “personajes nefastos” que han causado infinitos males. No debería haber conflicto con esta diferencia de criterios, dado que la diversidad de opiniones es lo que caracteriza a la sociedad abierta. Lo que sí sería preocupante, sería la existencia de un relato único.
Por eso suenan las alarmas cuando una porción de la ciudadanía pretende “silenciar” una versión “no oficial” de la historia. Cuando como medida ejemplarizante se denigra pública y ferozmente al que se “atreve” a exponer su verdad. Algo de eso hemos presenciado en estos días en Uruguay.
Concretamente, nos estamos refiriendo a la polémica suscitada por los comentarios realizados por la escritora Mercedes Vigil sobre el compositor Daniel Viglietti, figura izquierdista emblemática de la predictadura. En su Facebook escribió lo siguiente:
“Un amigo de Facebook escribió hoy que aguardaba mi reflexión sobre Daniel Viglietti. Entonces fue que me enteré de su muerte. Contesté que no veía el motivo por el cual debía emitir opinión sobre la muerte de alguien a quien no conocí personalmente. De más está decir que no me siento autorizada a hacer comentario alguno sobre su arte, lo mío no es la música. El mentado amigo cibernético se ofuscó y replicó que debí haber vivido en otro país mi adolescencia, que dudaba de mi carácter de “intelectual” y de mi “objetividad”. Asombrada ante tal frescura, contesté que no me dejo amilanar por “el relato” y que el problema de la supuesta “intelectualidad” a la que él se refería, radicaba en que yo sí viví en Uruguay y por tanto, no me como “el relato”. Los vi construir una epopeya que costó sangre y miseria a la América latina, los escuché predicar que en la URSS se vivía como en el paraíso. Los vi vivir como señores a costa de la ayuda a los “perseguidos” y luego los vi volver. No sé si fue peor que volvieran o que antes se fueran y mintieran tanto. Porque a su regreso los vi, como aves carroñeras pasar a cobre todo lo que encontraron a su paso: miles de horas en TV pública, cargos culturales muy bien pagos, subsidios, apoyos estatales… repugnantes todos. Hoy debo decir que personajes como Viglietti abonaron una visión hemipléjica de la realidad latinoamericana mientras me los cruzaba en el primer mundo, viviendo como reyes y predicando con la pobreza ajena. En fin, no tenía intención de hablar de Viglietti, pero ante tanto escribiente inventando próceres debo decir que su paso por la realidad nacional ha sido, sin dudas, nefasto”.
Sus opiniones provocaron que “famosos” uruguayos la tratara de “ser despreciable” y que la vicepresidente de la república Lucía Topolanski le dijera que “reprimir la cultura es la característica del fascismo”. Además, se está promoviendo una iniciativa para que las autoridades capitalinas le retiren el título de ciudadana ilustre de Montevideo. En pocos días esa petición alcanzó más de 25.000 firmas.
De lo reseñado es posible apreciar el absurdo: se está implantando una tiranía… en nombre de la tolerancia. Los acosados, censurados y discriminados del ayer, son los opresores, censuradores y verdugos sociales del presente.
Por cierto, la dictadura de lo políticamente correcto es un asunto grave, que está contaminando a las democracias del mundo entero.
Hana Fischer es uruguaya. Es escritora, investigadora y columnista de temas internacionales en distintos medios de prensa. Especializada en filosofía, política y economía, es autora de varios libros y ha recibido menciones honoríficas.
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