Las ilusiones perdidas
El País, Madrid
No había leído la autobiografía de Sergio Ramírez, Adiós muchachos(2007), y acabo de hacerlo, conmovido. Es un libro sereno, muy bien escrito, exaltante en su primera mitad y bastante triste en la segunda. Cuenta la historia de la revolución sandinista que puso fin en 1979 a la horrible dinastía de los Somoza en Nicaragua, una de las dictaduras más corruptas y crueles de la historia de América Latina, y en la que él tuvo un papel importante como conspirador y resistente primero, y, luego, en el Gobierno que presidió el comandante Daniel Ortega, en el que fue vicepresidente.
Fueron muchos años de lucha, muy difíciles, de sacrificio y heroísmo, en los que miles de nicaragüenses perdieron la vida y la libertad, padecieron torturas, exilio, largos años de cárcel, enfrentándose a una Guardia Nacional cuyo salvajismo no tenía límites. Los rebeldes eran, sobre todo al principio, personas humildes, los pobres entre los más pobres, pero luego fueron sumándose gente de la clase media y, al final, profesionales, empresarios y agricultores, y principalmente sus hijos, movidos por un idealismo generoso, la idea de que, con la caída de la dictadura, comenzaría un período de justicia, libertad y progreso para el pueblo de Rubén Darío y de Augusto César Sandino. Muchas mujeres combatieron en la vanguardia de esta revolución, así como los católicos —Nicaragua es tal vez el país donde el catolicismo está más vivo en América Latina— y Ramírez describe con mucha pertinencia las distintas corrientes que conformaban esa disímil alianza de comunistas, socialistas, demócratas, liberales, castristas que respaldaron la revolución en un principio, antes de que comenzaran las inevitables divisiones.
Las páginas de Adiós muchachos que evocan el entusiasmo y la alegría con que vivieron la inmensa mayoría de los nicaragüenses los primeros tiempos de la revolución —las campañas de alfabetización, la conversión de cuarteles en escuelas, la distribución de las tierras y fábricas expropiadas a los Somoza y sus cómplices a los sectores de menores ingresos— son emocionantes, el inicio de lo que parecía ser la gran transformación de Nicaragua en un país de veras libre, democrático y moderno.
No ocurrió así y Sergio Ramírez responsabiliza del fracaso de la revolución sandinista a “la contra”, armada y financiada por la CIA. Yo tengo la impresión de que la contrarrevolución fue más bien un efecto que una causa, por el descontento que cundió en un sector amplio de la sociedad nicaragüense con la política equivocada del régimen destinada a convertir al país en una sociedad estatizada y colectivista, con las nacionalizaciones masivas y la creación de granjas campesinas al estilo soviético, y las emisiones inorgánicas que en vez de impulsar arruinaron la economía nacional y desataron una inflación galopante, que, como siempre, golpeó sobre todo a los más pobres. El desbarajuste y el caos, y, por supuesto, la corrupción que todo ello originó, la llamada piñata —el reparto entre la gente del poder de los bienes y dineros supuestamente públicos—, que Sergio Ramírez describe magistralmente en el capítulo de su libro titulado con agrio humor “Los ríos de leche y miel”, tenían que desencantar y empujar a la oposición a muchos nicaragüenses que odiaban a la dictadura de Somoza pero no querían que la reemplazara una segunda Cuba. (Dicho sea de paso, es fascinante descubrir en Adiós muchachos que una de las personas que más trataba de moderar a los dirigentes sandinistas en sus reformas revolucionarias ¡era Fidel Castro!).
La segunda parte del libro es de una creciente tristeza, pues en ella se describe el progresivo descalabro de la revolución, las divisiones entre los sandinistas, y la lenta pero segura ascensión del comandante Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo al vértice de un poder del que sólo han gozado un puñadito de sátrapas en la historia latinoamericana. Tierra de grandes poetas y excelentes escritores, como el propio Sergio Ramírez, Nicaragua tendrá que producir algún día la novela que eternice la historia de Daniel Ortega, este alucinante personaje que, luego de dirigir la revolución sandinista contra los Somoza, se fue convirtiendo él mismo en un Somoza moderno, es decir, en un dictadorzuelo corrompido y manipulador que, traicionando todos los principios y aliándose con todos sus enemigos de ayer y tras antes de ayer, ha conseguido gozar de un poder absoluto a lo largo de veinte años, haciéndose reelegir en unas elecciones de circo, y, a pesar de todo ello, gozando todavía —por extraordinario que parezca— de cierta popularidad.
Para conocer algo de su historia hay que cerrar Adiós muchachos y leer el espléndido ensayo del mismo Ramírez en El estallido del populismo (2017), “Una fábrica de espejismos”, donde está sintetizada, con trazos maestros de realismo mágico, la trayectoria hasta nuestros días de este inverosímil personaje. Por lo pronto, experimentó una oportuna conversión al catolicismo y ahora comulga devotamente de la mano del cardenal Miguel Obando y Bravo, su antiguo enemigo mortal y ahora aliado acérrimo que ha dado su bendición al Gobierno “cristiano, socialista y solidario” de los Ortega/Murillo. También ha hecho pacto con empresarios mercantilistas que, a condición de no hablar nunca de política, hacen muy buenos negocios con el régimen. Pero, quizás, lo más sorprendente sea que, en la variopinta alianza que han conseguido armar para mantenerse en el poder Daniel Ortega y Rosario Murillo —esta es su vicepresidente y podría ser la próxima presidenta de Nicaragua si su esposo decide tomarse algunas vacaciones— también figuran los brujos, santeros, curanderos, hechiceros y taumaturgos del país. Cito a Ramírez: “La mano abierta de Fátima, hija de Mahoma, con un ojo al centro, que representa bendiciones, poder y fuerza, y también protección contra el mal de ojo, estuvo desde 2006 detrás de la pareja presidencial en el salón de sus comparecencias, en un inmenso mural”.
El ensayo también refiere los fantásticos proyectos con que el Gobierno de la ya celebérrima dupla, émula de la de House of Cards,alimenta las ilusiones de sus electores, como el famoso Gran Canal de Nicaragua, que iba a competir con el de Panamá y que sería financiado por el multimillonario chino Wang Ying (ya quebrado y olvidado) y una planta de productos farmacéuticos en Managua llamada a producir nada menos que ¡una vacuna contra el cáncer! La lista de ficciones así es larga y parece salida de Macondo. Todas estas cosas las cuenta Ramírez sin alterarse, con objetividad, aunque detrás de la moderación y elegancia con que escribe, se adivina un hondo desgarramiento. El suyo debe ser el de muchos nicaragüenses que, como él, dedicaron los mejores años de su vida, su tiempo y sus sueños, a luchar por una ilusión histórica que vivió una efímera realidad y se fue luego deshaciendo y transformando en grotesca caricatura.
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