El voto obligatorio va contra la propia esencia de la democracia
En algunos países latinoamericanos se está volviendo a debatir acerca del voto obligatorio. Por ejemplo en Colombia, el gobierno ha propuesto incluirlo en el paquete de reformas derivadas del acuerdo de paz con las FARC y en Chile se discute si fue una buena idea derogarlo en 2012.
El columnista para el diario colombiano El Espectador, César Rodríguez Garavito, es uno de los que está a favor de esa imposición. Él argumenta que dado que solo el 40 % de los colombianos acude voluntariamente a las urnas:
“el voto obligatorio aumenta la participación electoral, sobre todo cuando viene con algún tipo de consecuencia para quienes no voten. Es una medida eficaz contra el abstencionismo crónico, que les resta cada vez más legitimidad a los funcionarios elegidos y a decisiones trascendentales como un acuerdo de paz”.
Con respecto a Chile, muchos se preguntan si fue acertado haber instaurado en 2012 el sufragio voluntario, al constar el bajo porcentaje de ciudadanos que acude a votar en las diferentes elecciones.
El tema del voto obligatorio despierta polémica y tiene tanto defensores como detractores. En eso no hay diferencia entre las naciones desarrolladas y las que no lo son.
En Uruguay, no es un asunto que ocupe la agenda política. Aquí es obligatorio votar en las diferentes elecciones, salvo en la internas de los partidos. Esa disposición fue establecida por primera vez en la Constitución de 1934 y las sanciones se crearon por ley en 1970.
A nivel de la opinión pública uruguaya, a la imposición del voto se la suele presentar como un asunto “saldado”. Incluso, en las clases de educación cívica de Secundaria, se recalca que el sufragio es tanto “un derecho como un deber”. Se presenta esa visión como una “verdad indiscutible”, cuando en realidad es un asunto muy controvertido.
Desde nuestra perspectiva, el voto obligatorio va contra la propia esencia de la democracia. Ergo, en este artículo nos proponemos refutar las principales razones que se brindan para justificarlo.
A nuestro juicio, uno de los argumentos más robustos a favor de la obligatoriedad, es el que esgrime Arend Lijphart, expresidente de la American Political Science Association (Estados Unidos). Su defensa se basa en el concepto de “igualdad”, que junto con el de “libertad”, constituyen los valores supremos en las democracias liberales modernas.
Lijphart sostiene que la evidencia empírica muestra que cuando el sufragio es voluntario, los que no votan en gran proporción pertenecen a los estratos socioeconómicos más bajos. Precisamente, aquellos que tienen mayores dificultades para asociarse para defender sus intereses. Por otra parte, los gobernantes suelen prestar más atención a los grupos de presión organizados. Por consiguiente, los que están más abajo en la escala social, serían los que estarían en peores condiciones para influir en las decisiones políticas. Ergo, por equidad social, estaría justificado instaurar la obligación de la participación electoral.
Es indudable que esta tesis exige evaluarla con rigurosidad intelectual. Principalmente a aquellos que como nosotros, están convencidos de que el voto es casi la única arma con la que cuentan los más desfavorecidos de la comunidad, para que los políticos presten atención a sus reclamos.
Además, ese razonamiento es psicológicamente persuasivo porque deja a los que se oponen al voto obligatorio como carentes de sensibilidad social. En consecuencia, obliga a afinar la puntería para evaluar si es correcto o no.
Nos parece que la mejor manera de aquilatar la validez de ese argumento, es contrastando los objetivos teóricos proclamados con lo que sucede en la práctica. ¿La obligación de concurrir a las urnas ha potenciado la influencia de los pobres? ¿O por el contrario, ha incrementado exponencialmente el poder de los políticos?
Cualquier persona medianamente observadora sabe que en Uruguay –a pesar de que el voto es obligatorio y se sanciona al que no lo hace desde 1970- los sectores más carenciados no han ganado ni un ápice de peso político. Por el contrario, lo que se ha producido es una degeneración del mismo.
¿Por qué afirmamos eso? Porque el voto surgió como medio para elegir a aquellos que piensan como nosotros para que ocupen los cargos electivos. O sea, que el fin del sufragio es llevar al parlamento y a la presidencia de la nación a los que defienden nuestras posturas ideológicas y las plasmarán en medidas efectivas.
Sin embargo, no constatamos que eso sea lo que ha ocurrido. Por el contrario, al haber un “mercado cautivo” de votantes por obra de la obligatoriedad, se producido una perversión del sentido del voto: es común que los candidatos regalen chorizos, vino, chapas para los techos de los ranchos y hasta electrodomésticos con el fin de captar adherentes.
Esa dinámica se ve acentuada cuando los candidatos pertenecen al partido oficialista porque es usual que utilicen los recursos públicos para fomentar el “clientelismo”. Es decir, el intercambio de votos por dádivas estatales. Esa postura fue reconocida abiertamente en 2008 por el actual senador frenteamplista Enrique Rubio, quien expresó que “si lograban transformar en votos las asistencias en dinero que hacía el gobierno a través del Mides, ganarían las elecciones”.
En consecuencia, al ser esos los “motivos” para votar a determinado candidato, es obvio que la democracia se va devaluando porque lo que importan no son las ideas sino quién regale más cosas en la “feria” electoral.
Por otra parte, si lo meta es darle “voz” a los más débiles en los asuntos públicos, eso se obtuvo mediante la instauración del voto universal. Lo demás se logra con educación. Y si a pesar de ello la gente no acude a las urnas, hay que darse cuenta que en gran medida, eso también es un mensaje para la clase política.
La otra postura que nos interesa analizar, es la sustentada en forma oficial por Uruguay: “el voto es un derecho y una obligación”.
Este argumento es inválido desde el punto de vista del derecho. Nuestra crítica se basa en que la norma jurídica es bilateral. Eso significa que por un lado tenemos al titular del derecho y del otro al obligado. Nadie puede ser simultáneamente las dos partes. Por ejemplo, en una deuda uno tiene derecho a cobrar en tiempo y forma, y el otro el deber de pagar. Pero es absurdo pensar que alguien pueda ser simultáneamente la parte activa (titular del derecho) y la pasiva (el obligado) en una misma relación jurídica.
Con respecto al voto, el ciudadano es el titular del derecho y el Estado el obligado a establecer las condiciones para que las elecciones sean libres y limpias. Pero es absurdo pensar que se pueda ser simultáneamente ambas partes. O es un derecho o es un deber; no hay una tercera posibilidad. Además, va contra la doctrina de que la soberanía radica en la nación: el ciudadano es el mandante y las autoridades los apoderados. En consecuencia, mal puede el subordinado darle órdenes al que jerárquicamente está arriba de él. En una democracia, es la ciudadanía la que está por encima de los gobernantes.
Estas son las principales razones por las cuales consideramos que no es válido el voto obligatorio. Asimismo, la explicación de por qué sostenemos que tal exigencia, ataca la esencia misma de una democracia bien entendida.
Hana Fischer es uruguaya. Es escritora, investigadora y columnista de temas internacionales en distintos medios de prensa. Especializada en filosofía, política y economía, es autora de varios libros y ha recibido menciones honoríficas.
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