Objetivismo: la virtud del egoísmo noble (I)
República, Guatemala
Aristóteles llama a la moral del interés propio, egoísmo noble, para distinguirla de la conducta que el populacho llama egoísmo, un egoísmo vulgar, que en realidad no es una conducta egoísta, sino mal razonada, pues pretendiendo satisfacer el interés propio, sólo consigue dañar al agente. Rand hace lo mismo cuando califica al egoísmo como egoísmo racional.
El egoísmo racional es preocuparse del interés propio a largo plazo. Como sabemos ahora, la vida es la raíz y el premio del valor. Y la razón para identificar que es valioso para uno es saber cómo vivir. El valor es por tanto egoísta, y el fin de la ética también, pues este fin es el florecimiento del agente. Una persona debe perseguir valores y seguir principios éticos para ser feliz. Este concepto es antitético a la mayoría de teorías morales que consideran que actuar para satisfacer el interés propio es inmoral.
El egoísmo ético es la tesis de que una persona debería actuar para promover su interés propio. Rand indica que el egoísmo es preocuparse del interés propio y que el egoísmo racional es la búsqueda de los valores que se requieren para la supervivencia del hombre como hombre:
“Así como la vida es un fin en sí misma, así cada ser humano es un fin en sí mismo, no el medio para los fines o bienestar de otros… el hombre debe vivir para su propio fin, sin sacrificarse por los demás ni sacrificar a los demás para su provecho.”
La vida es la que hace posibles y necesarios los valores. Distinguir entre cosas que son buenas o malas, y entre acciones que son buenas o malas, sólo tiene sentido en relación con la intención de vivir. Aquel valor que no beneficie la vida del organismo no se puede considerar bueno, es decir, no es un auténtico valor objetivo, no es un valor moral. La condición natural de un valor objetivo o moral –el hecho de que una persona debe buscar aquello que promueva su vida –establece que el punto de vivir moralmente es beneficiarse uno mismo. La vida en cuestión, la que es crucial, no es la vida per se, la vida de la humanidad, o la vida de la madre tierra, sino la vida del propio agente. El hecho de que es la vida la que hace necesario perseguir valores, significa que la persona si quiere vivir debe actuar moralmente para conseguir aquellos valores que lo mantendrán vivo. Esa es la base de la obligación moral. Como tal, la moral es totalmente egoísta. El egoísmo está integralmente fusionado a la moral, desde la naturaleza del valor y la lógica de su búsqueda.
No existe un argumento en favor de la moralidad y otro distinto en favor del egoísmo. La moral es fundamentalmente un código de conducta egoísta. El propósito egoísta de mantener la propia vida establece las respuestas a todas las preguntas morales sobre que constituye virtudes y vicios y cómo debe actuar uno. La recompensa de vivir moralmente es el florecimiento, el vivir la buena vida. La razón para seguir los principios morales es que es en el interés propio el hacerlo. Fundamentalmente, la razón de la necesidad del egoísmo es la misma que la razón de ser moral. Se basa en el hecho de que si una persona no nutre su existencia, se muere. Los humanos sobreviven actuando en su propio beneficio. El egoísmo meramente es la normativa de vivir, de querer vivir y actuar para vivir, de tener el propósito de vivir y de perseguirlo deliberadamente. La necesidad del egoísmo como norma para vivir se ve en los consejos que dan los padres a sus hijos cuando les dicen que se cuiden.
El debate entre el egoísmo y el altruismo no apareció, según Alasdair MacIntyre, sino hasta los siglos diecisiete y dieciocho. El marco conceptual de la alternativa “yo o tu” establece una dicotomía falsa que hace difícil entender el egoísmo. Antes, para los griegos clásicos, el interés propio, no sólo era aceptable, sino que era la base de la vida moral. El egoísmo aristotélico no consiste en una renuncia al altruismo, sino que en consejos de como adquirir la excelencia personal, desarrollando virtudes que conducen a la felicidad (eudamonia) del agente. La visión altruista del egoísmo es que éste es una estructura paralela al altruismo, y que la cuestión es una elección entre “yo o tú”. Es decir que el egoísmo es una respuesta a la pregunta: ¿A quién debería poner uno primero, a uno mismo o a los otros?
Sin embargo, el egoísmo como norma o política de conducta es igualmente necesaria, o imperativa, aún si una persona viviera aislada y sola en una isla desierta, porque la necesidad de ser egoísta no reside en la otra gente, sino que en la naturaleza propia. El mandato para ser egoísta viene de considerar la base de la instrucción moral, no de una pregunta sobre cómo tratar a los otros. El egoísmo es la actitud recetada para quien quiera vivir. Cada quien es un fin en sí mismo. Nadie nace con la obligación de poner la vida de los demás por encima de la propia. Cada persona debiera buscar su florecimiento propio, y no existe ninguna alternativa para sustituir la acción en el propio interés para conseguir esto. Aunque el mandamiento de buscar el propio interés implica que uno no debe poner el interés de los demás por encima del propio, la relación con los otros no es de lo que se trata el egoísmo. Como vimos, el egoísmo es igualmente necesario en una isla desierta como en una ciudad de varios millones de habitantes. El egoísmo es la actitud moral, pues la vida del agente depende de la acción promotora de vida, es decir, acción beneficiosa del interés propio.
Prudencia
Muchas personas aceptan que la vida demanda tener una cantidad de interés propio, sin embargo niegan que esto implique que la moral es egoísta. Prefieren decir que el cuidar de uno mismo es un asunto de prudencia, lo que creen es otro ámbito de los asuntos humanos. Suponen que la moral se reserva para asuntos más importantes. Esta distinción es injustificada. Históricamente, la prudencia y la moral eran inseparables. Una oposición entre prudencia y virtud era impensable. Durante milenios, se consideró a la prudencia como la virtud que perfecciona el razonamiento sobre la acción humana. Muchos filósofos griegos tuvieron a la prudencia como una virtud cardinal, tanto moral como intelectual. Para Aristóteles, la prudencia o sensatez (phronêsis) es una virtud intelectual íntimamente ligada a toda virtud moral. De hecho, según Aristóteles, uno no puede ser virtuoso sin ser prudente, y uno no puede ser prudente sin ser virtuoso. Dice el estagirita que, el tener la virtud de la prudencia conlleva la posesión de todas las demás.
La prudencia o sensatez, nos indica Aristóteles en la Ética a Nicómaco, es la virtud de deliberar y juzgar correctamente sobre lo que es bueno y ventajoso para uno mismo, en lo que conduce a la buena vida. También nos cuenta que se llama prudente a quienes sólo buscan su provecho personal y que obrando así hacen bien. Por lo tanto es evidente, dice, que uno no puede ser prudente sin ser bueno en el verdadero sentido del término.
Epicuro sostiene que el mayor bien es la prudencia, al ser ésta la fuente de todas las demás virtudes. Tomás de Aquino, no vio solamente a la prudencia como una virtud cardinal, sino como la virtud central. La consideró como parte integral del bien. El reconocimiento pues, de la coincidencia de la moralidad y la prudencia ayuda a evitar que la ética se llene de recetas anti-egoístas. La ética egoísta es lo mismo que la ética prudencial.
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