Lecciones del súper martes…
Toda elección interna contiene un riesgo: que la lucha por la nominación se convierta en una guerra civil que vuelva pírrica la victoria del vencedor o vencedora. Quizá esta sea la lección más importante del súper martes, fecha en que se realizaron primarias en una docena de estados que cubren una vasta geografía de los Estados Unidos y un abanico amplísimo de grupos demográficos.
Es más evidente en el Partido Republicano que en el Demócrata la profunda división de la que el resultado del súper martes fue a la vez causa y efecto. Pero que nadie se engañe: en ambos partidos se ha producido un trauma tan profundo, que convierte en imprevisible lo que antes a cualquiera le habría parecido fácil de pronosticar: el resultado de las generales de noviembre.
Me refiero a que si, hace unas pocas semanas, quienes ponemos atención al proceso político estadounidense nos hubiésemos planteado la posibilidad de un “match” entre Hillary Clinton y Donald Trump, no habríamos dudado en pronosticar el triunfo de la primera. Trump es demasiado “outsider”, hubiéramos todos pensado, demasiado excéntrico al consenso de lo que es aceptable en un candidato presidencial, como para llevar su representación de los indignados norteamericanos hasta la Casa Blanca. Pero el mar de fondo que se advierte en ambos partidos no permite excluir, en el caso de las elecciones estadounidenses, esos “extraños” que en otros países a veces producen resultados inesperados.
¿Qué clase de “extraños”? Por ejemplo, que un número significativo de votantes demócratas se abstenga y, al negarle a Clinton su voto, se lo entregue en bandeja a Trump. O que los republicanos enfurecidos con Trump monten tienda aparte y coloquen a un candidato independiente que le quite votos al magnate, pero éste acabe arrebatando a los demócratas muchos votos desencantados con Clinton y por tanto le haga a la ex secretaria de Estado mucha más pelea electoral de la que parecía concebible. En otras palabras: el súper martes expresó pero a la vez desató unas corrientes sumamente complejas que recorren, desordenándolo todo, a ambos partidos y aconsejan hoy un cierto grado de perplejidad sobre quién ganará si el improbable Trump es, en efecto, el rival de Clinton en noviembre.
No está dicha la última palabra sobre la nominación republicana. Hasta ahora, Trump ha ganado en 10 estados, Ted Cruz en tres, Marco Rubio en uno y los demás en ninguno, de manera que todo parece claro. Sin embargo, lo que cuenta es el número de delegados que cada candidato obtiene por su rendimiento electoral en cada estado, ya que el sistema de elección presidencial es indirecto. La distribución, en muchos casos proporcional o relacionada con el tipo de condados que unos y otros hayan ganado, arroja un resultado, menos apabullante de lo que se piensa: 319 delegados para Trump, 226 para Cruz, 110 para Rubio, 25 para John Kasich.
A partir de ahora, entran en juego algunos estados en los que el vencedor se llevará todos los delegados, como Florida y Ohio. En el supuesto de que Trump tuviera serios problemas en ellos y de que la distribución le resultara insuficiente en otros, podría darse el caso de que su posición de favorito sufriera una grave mella. Aun así, este dato da una idea de lo extremadamente difícil que lo tienen sus rivales: para hacerse con la nominación, al empresario populista le hace falta obtener el 56% de los delegados que están en juego todavía, mientras que Ted Cruz necesita ganar el 61% de ellos, Rubio el 68% y Kasich el 73%. Dicho de otro modo -y teniendo en cuenta que Trump ha ganado en estados muy diversos tanto geográfica como demográficamente-, para que uno de sus rivales se haga con la nominación, habrá de producirse un vuelco masivo de las simpatías populares en su favor.
¿Quién está en condiciones de ello? ¿Acaso Ted Cruz? Cruz ha ganado en Texas, que es su propio estado, y Oklahoma, estado contiguo que forma parte del mismo mercado mediático que buena parte de Texas y concentra una proporción enorme de evangélicos, su bastión electoral. Es cierto que también había ganado antes en Iowa, donde se realizó una asamblea (“caucus”), no una primaria y donde había puesto un gran esfuerzo de movilización. Pero a lo que voy es a que, para destronar a Trump, Cruz tendría que romper el confinamiento demográfico de su candidatura y pasar súbitamente de ser el cruzado de derecha puro y duro al que los propios líderes del Partido Republicano juzgan antipático a convertirse en Míster Simpatía y Míster Moderado.
¿Y Rubio? Tiene, a diferencia de Cruz, el respaldo abierto y entusiasta de toda la jerarquía republicana, lo que se llama el “establishment”, que quiere a toda costa parar a Trump, esa bala perdida. Pero Rubio no ha logrado hasta ahora ganar una sola primaria, apenas una asamblea en Minesota, y no llegó a 20% en Texas, Alabama y Vermont, lo que lo privó, por las reglas del juego, de obtener un solo delegado en esos estados. Por eso es que necesita siete de cada 10 delegados en juego para poder ser nominado, una hazaña que en privado ninguno de sus defensores cree posible.
El caso de Kasich es aun peor, pues no ha ganado ni siquiera una asamblea y, aunque podría triunfar en Ohio, su estado, tendría que hacerse con tres cuartas parte de todos los delegados en juego, una misión imposible, para ser el candidato de su partido.
Esto es, precisamente, lo que explica la desesperación que cunde hoy en las altas esferas de los republicanos, incluyendo senadores, representantes, gobernadores, formadores de opinión y donantes. La prensa -por ejemplo el New York Times, el jueves- da cuenta con bastante frecuencia de los esfuerzos supuestamente discretos pero cada vez más conocidos por frenar a Trump. El hombre fuerte del “Weekly Standard”, Irving Kristol, por ejemplo, ha propuesto lanzar un candidato republicano independiente. Otros, como el magnate de los casinos Sheldon Adelson y algunos empresarios de la costa este, han empezado a mover su considerable músculo para destronar a Trump a pesar de que antes habían prometido mantenerse al margen de las primarias y concentrar esfuerzos financieros en hacer que se elija Presidente a un republicano.
Ha surgido un aparato financiero bajo el nombre de “Our Principles PAC” que tiene como director de comunicaciones a Tim Miller, hombre de Jeb Bush, el ex candidato al que Trump hizo mucho daño, con el sólo propósito de impedir la victoria del favorito. Y hasta Mitt Romney, el candidato republicano que perdió contra Obama hace cuatro años, ha salido a la palestra a calificar a Trump de “fraude” y urgir a las huestes a darle la espalda.
No está claro qué efecto tendrá todo esto, si el de negarle al líder populista votos republicanos en algunos estados o, más bien, ampliar la magnitud de su éxito con los votantes. Unos votantes que han demostrado en todo este proceso gran hostilidad contra ese mismo “establishment” y mucha sintonía con las barbaridades que dice el favorito un día sí y otro también.
En el Partido Demócrata, la división no es ni mucho menos tan brutal pero sí tiene una profundidad que la hace muy distinta de las que pudo haber en el pasado reciente en este partido. Esta vez Bernie Sanders encarna una rebelión de la base, sobre todo la de los estadounidenses blancos y los jóvenes, contra la jerarquía del partido, de la que Clinton es santo y seña, a la que juzga parte integral del malsano contubernio entre política y finanzas que ha provocado el declive del país, el aumento de la desigualdad y la secuela interminable de la crisis crediticia de 2008.
Aunque la percepción es que Hillary Clinton barrió a Sanders en el súper martes, lo cierto es que su contrincante, el senador socialista, ganó en Colorado, Oklahoma y Minesota, y, lo que es enormemente inquietante para la campaña de la ex secretaria de Estado, prácticamente empató con la favorita en Masachusets. ¿Qué tienen en común los estados donde ganó Sanders? El hecho de que la proporción de votantes blancos en las primarias demócratas es muy superior a la que se da en los estados en que ganó Clinton, donde fueron determinantes los afroamericanos y los hispanos (en el léxico político estadounidense se distingue entre “blancos” e “hispanos” aun cuando muchos hispanos son blancos y muchos blancos tienen piel oscura: cosas de la burocracia).
Las cosas se ponen aun más raras cuando se comprueba que hay vasos comunicantes entre los votantes de Sanders y los de Trump. Los ciudadanos de condición económica muy modesta, donde se concentra un fuerte resentimiento contra las elites políticas y económicas, apuestan hoy por Sanders si son demócratas y por Trump si son republicanos. Si son independientes (en muchas primarias de ambos partidos los independientes pueden votar), se reparten entre Sanders y Trump. Aunque uno es de izquierda -y está mucho más a la izquierda de lo que suele estar un candidato demócrata- y el otro a la derecha, lo cierto es que el factor “antielite” es hoy más potente que el de las ideologías. En cierta forma, ese factor es en sí mismo una ideología, aunque formulada más en la forma que en el fondo.
A esto hay que añadir -y con ello retomo una idea del principio- que Trump tiene un atractivo entre algunos demócratas e independientes alejados de la ideología conservadora, lo que preocupa a Hillary Clinton por el riesgo de que algunos votantes de Sanders puedan, en la eventualidad de un “match” entre ella y el magnate, pasarse al enemigo. La razón es que Trump fue demócrata en el pasado y tiene posturas -en asuntos como la defensa de programas como el Medicare y la Seguridad Social, el comercio exterior o el rol del Estado para prevenir el embarazo- que son un anatema para la derecha y entroncan con las corrientes “liberales” (en el sentido estadounidense).
Otro factor que emparenta a los votantes de Sanders y Trump es el rechazo a las intervenciones militares en el extranjero. Pocas cosas indignaron más a muchos jerarcas republicanos que los recientes ataques de Trump a George W. Bush por no haber sabido prevenir los atentados del 11 de septiembre contras las Torres Gemelas y por haber, según él, fabricado pruebas de que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva para justificar una invasión que nunca debió ocurrir. Aunque en otros aspectos de política exterior Trump se acerca a la extrema derecha -por ejemplo, en su admiración por Vladimir Putin, que lo ha elogiado varias ve-ces-, en esto su postura se hace eco de la izquierda (y de los libertarios del propio Partido Republicano, también enemistados con la política exterior del sector conservador).
Nada de esto garantiza un trasvasije de votos demócratas a Trump si resulta ser el nominado, pero sí representa la quiebra del Partido Republicano y el movimiento conservador en los Estados Unidos. Del mismo modo que el fenómeno Sanders es un síntoma de que el alma demócrata está partida. Y ambas cosas, como sugerí al inicio, abren toda clase de extrañísimas posibilidades de aquí a noviembre.
- 23 de julio, 2015
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