Lecciones de Tolstói
El País, Madrid
Leí Guerra y paz por primera vez hace medio siglo, en Perros-Guirec, un volumen entero de la Pléiade, durante mis primeras vacaciones pagadas en la Agence France-Presse. Escribía entonces mi primera novela y estaba obsesionado con la idea de que, en el género novelesco, a diferencia de los otros, la cantidad era ingrediente esencial de la calidad, que las grandes novelas solían ser también grandes —largas— porque ellas abarcaban tantos planos de realidad que daban la impresión de expresar la totalidad de la experiencia humana.
La novela de Tolstói parecía confirmar al milímetro semejante teoría. Desde su inicio frívolo y social, en esos salones elegantes de San Petersburgo y Moscú, entre esos nobles que hablaban más en francés que en ruso, la historia iba descendiendo y esparciéndose a lo largo y a lo ancho de la compleja sociedad rusa, mostrándola en su infinito registro de clases y tipos sociales, desde los príncipes y generales hasta los siervos y campesinos, pasando por los comerciantes y las señoritas casaderas, los calaveras y los masones, los religiosos y los pícaros, los soldados, los artistas, los arribistas, los místicos, hasta sumir al lector en el vértigo de tener bajo sus ojos una historia en la que discurrían todas las variedades posibles de lo humano.
En mi memoria, lo que más destacaba en esa gigantesca novela eran las batallas, la prodigiosa odisea del anciano general Kutúzov que, de derrota en derrota, va poco a poco mermando a las invasoras tropas napoleónicas hasta que, con ayuda del crudo invierno, las nieves y el hambre, consigue aniquilarlas. Tenía la falsa idea de que, si había que resumir Guerra y paz en una frase, se podía decir de ella que era un gran mural épico sobre la manera como el pueblo ruso rechazó los empeños imperialistas de Napoleón Bonaparte, “el enemigo de la humanidad”, y defendió su soberanía; es decir, una gran novela nacionalista y militar, de exaltación de la guerra, la tradición y las supuestas virtudes castrenses del pueblo ruso.
Compruebo ahora, en esta segunda lectura, que estaba equivocado. Que, lejos de presentar la guerra como una virtuosa experiencia donde se forja el ánimo, la personalidad y la grandeza de un país, la novela la expone en todo su horror, mostrando, en cada una de las batallas —y acaso, sobre todo, en la alucinante descripción de la victoria de Napoleón en Austerlitz—, la monstruosa sangría que acarrea y las infinitas penurias e injusticias que golpean a los hombres comunes y corrientes que constituyen la inmensa mayoría de sus víctimas; y la estupidez macabra y criminal de quienes desatan esos cataclismos, hablando del honor, del patriotismo y de valores cívicos y marciales, palabras cuyo vacío y nimiedad se hacen patentes apenas estallan los cañones. La novela de Tolstói tiene mucho más que ver con la paz que con la guerra y el amor a la historia y a la cultura rusa que sin duda la impregna no exalta para nada el ruido y la furia de las matanzas sino esa intensa vida interior, de reflexión, dudas, búsqueda de la verdad y empeño de hacer el bien a los demás que encarna el pasivo y benigno Pierre Bezújov, el héroe de la novela. Aunque la traducción al español de Guerra y paz que estoy leyendo no sea excelente, la genialidad de Tolstói se hace presente a cada paso en todo lo que cuenta, y mucho más en lo que oculta que en lo que hace explícito. Sus silencios son siempre locuaces, comunicativos, excitan una curiosidad en el lector que lo mantiene prendido del texto, ávido por saber si el príncipe Andréi se declarará por fin a Natasha, si la boda pactada tendrá lugar o el atrabiliario príncipe Nikolái Andréievich conseguirá frustrarla. Prácticamente no hay episodio en la novela que no quede a medio contar, que no se interrumpa sin hurtar al lector algún dato o información decisivos, de modo que su atención no decaiga, se mantenga siempre ávida y alerta. Es realmente extraordinario cómo en una novela tan vasta, tan diversa, de tantos personajes, la trama narrativa esté tan perfectamente conducida por ese narrador omnisciente que nunca pierde el control, que gradúa con infinita sabiduría el tiempo que dedica a cada cual, que va avanzando sin descuidar ni preterir a nadie, dando a todos el tiempo y el espacio debidos para que todo parezca avanzar como avanza la vida, a veces muy despacio, a veces a saltos frenéticos, con sus dosis cotidianas de alegrías, desgracias, sueños, amores, fantasías.
En esta relectura de Guerra y paz advierto algo que, en la primera, no había entendido: que la dimensión espiritual de la historia es mucho más importante que la que ocurre en los salones o en el campo de batalla. La filosofía, la religión, la búsqueda de una verdad que permita distinguir nítidamente el bien del mal y obrar en consecuencia es preocupación central de los principales personajes, incluso los jerarcas militares como el general Kutúzov, personaje deslumbrante, quien, pese a haberse pasado la vida combatiendo —todavía luce la cicatriz que le dejó la bala de los turcos que le atravesó la cara— es un hombre eminentemente moral, desprovisto de odios, que, se diría, hace la guerra porque no tiene más remedio y alguien tiene que hacerla, pero preferiría dedicar su tiempo a quehaceres más intelectuales y espirituales.
Aunque, “hablando en frío”, las cosas que ocurren en Guerra y paz son terribles, dudo que alguien salga entristecido o pesimista luego de leerla. Por el contrario, la novela nos deja la sensación de que, pese a todo lo malo que hay en la vida, y a la abundancia de canallas y gentes viles que se salen con la suya, hechas las sumas y las restas, los buenos son más numerosos que los malvados, las ocasiones de goce y de serenidad mayores que las de amargura y odio y que, aunque no siempre sea evidente, la humanidad va dejando atrás, poco a poco, lo peor que ella arrastra, es decir, de una manera a menudo invisible, va mejorando y redimiéndose.
Esa es probablemente la mayor hazaña de Tolstói, como lo fue la de Cervantes cuando escribió El Quijote, la de Balzac con su Comedia humana, la de un Dickens con Oliver Twist, de un Victor Hugo con Los miserables o de Faulkner con su saga sureña: pese a sumergirnos en sus novelas en las cloacas de lo humano, inyectarnos la convicción de que, con todo, la aventura humana es infinitamente más rica y exaltante que las miserias y pequeñeces que también se dan en ella; que, vista en su conjunto, desde una perspectiva serena, ella vale la pena de ser vivida, aunque solo fuera porque en este mundo podemos no sólo vivir de verdad, también de mentiras, gracias a las grandes novelas.
No puedo terminar este artículo sin formular en público esta pregunta que, desde que lo supe, me martilla los oídos: ¿cómo fue posible que el primer Premio Nobel de Literatura que se dio fuera para Sully Prudhomme en vez de Tolstói, el otro contendiente? ¿Acaso no era tan claro entonces, como ahora, que Guerra y paz es uno de esos raros milagros que, de siglo en siglo, ocurren en el universo de la literatura?
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