Grecia: la cuadratura del círculo
El próximo martes 30 de junio vence el plazo para que Grecia pague al Fondo Monetario Internacional 1.540 millones de euros, deuda originada en el rescate de 245 mil millones organizado por la comunidad internacional. Como Atenas no tiene dinero para pagar, depende de que se le entreguen fondos del propio rescate comprometido por el FMI, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo para hacer frente a este vencimiento. Y luego vendrán otros dos: uno de dos mil millones el 10 de julio (dinero adeudado a los tenedores de bonos) y otro de 452,2 millones el 13 de julio (nuevamente para el FMI).
Este carrusel -te presto dinero para que me pagues el dinero que me debes- es la fórmula ficticia que se decidió emplear en su día para evitar el mal mayor: la salida de Grecia del euro, que era inminente si no se intervenía. Pero Europa y el organismo mundial no supieron medir que, al mantener viva esta ficción -la de que era posible salvar a Grecia-, lo que hacían no era tanto salvar a Grecia como colocarse a sí mismos en el corazón de un maelstrom permanente.
La consecuencia ha sido que Grecia ha tenido una incidencia desproporcionada en la comunidad internacional, política lo mismo que financiera. La prueba es lo que pasa este fin de semana: una carrera alocada para tratar de terminar de acordar y hacer aprobar por el Parlamento griego los términos de un “toma y daca” mediante el cual se le facilitará a Atenas el dinero necesario para pagar parte de la deuda y Atenas, a su vez, impondrá un plan de austeridad que va a contrapelo de todo lo que ofrecieron Syriza y su líder populista, Alexis Tsipras, para llegar al poder.
Por culpa de haber atado su suerte a Grecia en lugar de que las cosas siguieran su curso natural, todo ha sido en estos años, y sigue siendo, mucho más difícil para el resto del mundo. A los problemas financieros que acarrea esta película de suspense sin fin -y que suponen tener en vilo a los mercados, provocar fuertes traumas en las entidades monetarias de medio mundo y hacer planear interrogantes tenebrosos sobre muchas economías-, se suman consideraciones geopolíticas de última hora. La más importante: el temor a que Grecia acabe en brazos de Vladimir Putin, el siempre sagaz autócrata ruso que ha olfateado aquí una oportunidad dorada para partir la unidad de Europa en su política frente a las garras del oso imperialista.
¿Qué pasará ahora? Las probabilidades apuntan todavía a que el gobierno griego acabará pactando con los tres interlocutores internacionales un acuerdo que evite la suspensión de pagos y por añadidura una casi segura salida de la eurozona. Para ello, Tsipras se tendrá que comprometer -según el documento que la burocracia europea filtró al Financial Times este jueves- a elevar una serie de impuestos, alargar la edad de jubilación y, en menor medida, disminuir gastos fiscales (adicionales a lo tocante a las pensiones). También deberá renunciar a medidas tan emblemáticas del populismo como aplicar un impuesto excepcional a las utilidades por encima de 500 mil euros, entre otras lindezas efectistas.
Si acaba haciendo esto, Tsipras, que tiene por su izquierda a muchos disidentes indignados con la perspectiva de seguir la línea de gobiernos anteriores a los que el actual líder de Syriza consideraba “entreguistas”, deberá hacer una modificación radical de su coalición gubernamental. El país se vería así en un absurdo: después de haber elegido a Tsipras en enero de este año para plantar cara a la comunidad internacional y acaudillar una rebelión continental contra las políticas de austeridad, los griegos pasarían, bajo el mismo Tsipras, a ser gobernados por algo muy parecido a lo que gobernaba antes: una coalición del rancio “establishment” griego al que se suponía los rebeldes venían a destronar.
Sólo contando con el apoyo de lo que queda del socialismo (Pasok), del conservadurismo (Nueva Mayoría, segunda fuerza) y de una reciente organización proeuropea, To Potami, es decir sus enemigos íntimos, podrá el primer ministro sumar votos para aprobar el eventual acuerdo antes del martes. A su vez, quienes forman todavía parte de su coalición, empezando por muchos miembros de su grupo, Syriza, y Griegos Independientes, una organización radical, romperán con él y pasarán a hacer una oposición callejera más bien turbulenta.
Con ello, volverán las cosas al statu quo ante: un gobierno tratando de aplicar medidas impopulares pactadas con Europa y el Fondo Monetario a cambio del rescate, en contra de un frente político de agitadores vocingleros con mucho arraigo popular. Hasta que surja otro populista, del propio Syriza o de otra organización, y vuelva a poner todo de cabeza como lo puso en su momento -qué lejano parece, y no fue hace mucho- Alexis Tsipras.
Es evidente que, desde que se planteó la crisis griega, mucho más compleja que las de Irlanda, Portugal y España, las democracias occidentales han carecido de soluciones ideales. Todas tenían un precio. No se trataba de escoger muy bien o escoger muy mal: ninguna opción era muy buena. Pero el tiempo parece haber demostrado con creces que la que se eligió fue de efecto negativo más duradero que algunas de las alternativas, incluyendo la suspensión de pagos y el retorno de Grecia al dracma. Porque aun si se logra aprobar un acuerdo este fin de semana a la hora undécima, varios años después de iniciado este carrusel interminable, en poco tiempo más la comunidad internacional se verá nuevamente enfrascada en negociaciones agresivas… otra vez bajo la amenaza de la suspensión de pagos y de la salida de Grecia del euro, aquello que se querían evitar a toda costa desde un principio.
Esto puede ocurrir por varias razones. Una, desde luego, es la fragilidad en que quedará el gobierno de Tsipras, ya desprovisto de legitimidad ideológica ante su electorado. Otra puede ser el simple hecho de que las medidas no basten para enderezar el rumbo o para devolver confianza a nadie. Una tercera que no hay que perder de vista es que, en efecto, se siga estrechando la relación creciente entre Atenas y Moscú, en cuyo caso el frente económico/monetario se verá mucho más intoxicado que ahora con elementos geopolíticos.
¿Quiere esto decir que la suspensión de pagos por parte de Grecia y su salida del euro hubiera sido una panacea? Claro que no. En el plano externo, se habrían quedado colgados muchos acreedores. En el plano interno, quienes importan -y Grecia importa gran parte de lo que consume- habrían tenido serios problemas con un dracma devaluado (para no hablar de quienes están endeudados en euros y de la noche a la mañana hubieran tenido que hacer frente a pagos asfixiantes). Pero también es cierto que habría habido válvulas de escape -el abaratamiento y por tanto multiplicación de las exportaciones, por ejemplo- y que con el paso de los días las instituciones monetarias y económicas habrían reflejado la realidad. Eso mismo -reflejar la realidad- es un primer paso para la complicada solución definitiva del problema griego.
La urgencia que provoca, cada cierto tiempo, la cuestión griega es de mucha menor intensidad que la verdaderamente importante: cómo evitar que el euro sea la camisa de fuerza que resultó ser y que está en parte en el corazón de la crisis que estalló en el Viejo Continente. Tratar de forzar una convergencia monetaria sin que haya convergencia económica y fiscal sólo conduce a lo que condujo el euro: a que países que no tenían economías comparables a Alemania vivieran en la ficción gracias a las bajas tasas de interés, acumulando burbujas que postergaron la necesidad de devolver productividad real a la economía y aliviar la carga del insostenible Estado del bienestar. Corregir esto es mucho más urgente que el drama griego. Y también menos irreal, pues lo que ahora se pretende en Grecia es poco menos que la cuadratura del círculo.
- 23 de julio, 2015
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