Ante la afrenta K a un miembro de la Corte Suprema en Argentina: La Resistencia como deber moral
Cuando se trata de analizar el escenario político nacional, todas las sorpresas son posibles. Es más, de un tiempo a esta parte, lo irracional y estrafalario suelen darse con mayor asiduidad que lo lógico y razonable.
Los límites se han traspasado como nunca antes, y aunque la sociedad siga dando prevalencia a lo económico, aquello que nos hunde como país y como sociedad es la crisis moral que lejos de zanjarse, tiende a ser cada vez más profunda por el simple hecho de que demasiado, no parece molestarnos.
Aprendimos a convivir con el maltrato, el desprecio, la ausencia del “por favor”, del “gracias” y el “hasta luego“. Si acaso encontramos quien escape a ello, más que tomarlo con naturalidad lo tildamos como alguien fuera de tiempo, “chapado a la antigua”. Y es que no hay conciencia de que para que las cosas cambien, evolucionen, hay parámetros que deben mantenerse inalterables e inmunes a las modas y coyunturas.
Pero al referirnos a crisis moral, no aludimos meramente al trastocamiento de valores y principios básicos que rigen, y han regido durante siglos a la humanidad. El concepto es mucho más sencillo y visceral: se trata de un estado de confusión generalizado que impide discernir qué está bien y qué está mal. En ese desorden de cosas, la consecuencia es una sola: a todo se lo deja pasar. Da lo mismo un acto heroico o un delito promiscuo, ambos pasarán sin premio ni castigo, sin pena ni gloria.
Lo cierto es que la ausencia de criterio y de juicio crítico hacen mella, y socavan los calendarios de manera que todo es acá y ahora, ya. La premura que impone el vivir en el descaro y la inmoralidad no admite detenerse a separar la buena cosecha de la maleza. Todo es aceptado desde una especie de ceguera colectiva que en el fondo tranquiliza. Tranquiliza porque impide ver y mirar, pero también porque deniega responsabilidad.
En la Argentina actual se vive “asi no más”, “como venga la mano“, no hay juicio personal elaborado sino aceptación llana de lo que hay. ¿A quién exigir calidad? La orfandad que los ciudadanos sienten en lo político es simétrica con la orfandad manifiesta en lo social. Y quien sabe ambas tengan correlato en la insondable soledad experimentada cuando, uno mismo, no puede entablar un soliloquio que oriente y contenga sin necesidad del afuera.
Paradójicamente, hasta lo más férreos defensores de la libertad están ajenos a sí mismos, sometidos a lo colectivo. Las masas ganaron la batalla. No es el capitalismo, como algunos piensan, el responsable de esta debacle, es la pereza que nos encuentra sumidos en la cultura del ocio, del divertimento. No se acepta nada que no haga reír. Una misa, el colegio, un concierto debe ser divertido como si lo solemne ya no tuviese sentido.
Vivimos en una época donde nos maravillamos con los paisajes que vemos mientras navegamos por la web, y no abrimos las ventanas para ver que hay afuera. Todo pasa por una pantalla: desde las relaciones humanas hasta la queja. Viralizamos sentimientos, frustraciones e impotencias pero no nos hacemos cargo de ellas. Por eso, “ser ciudadano” pesa como si se tratara de un arduo trabajo.
Ser ciudadano implica ir más allá del monitor y el celular, y hacer sentir nuestra aprobación así como nuestra disidencia. Resguardarse en la masa no aporta nada. Conformarse es aceptar que no se es capaz de salir de la cáscara del falso confort, y convertirse en artífice del propio destino.
Los medios de comunicación, la tecnología, pese a la apariencia de amplificar nuestra voz, la silencia, la restringe a una determinada esfera: ya sea del ciberespacio, o de la habitación donde se mira TV o se oye radio. No es igual la política vivida en un comité o en una unidad básica, que en una red social donde el aislamiento físico conlleva apenas una “protesta simbólica”.
Quizás sea menester volver a las viejas prácticas de participación para lograr verdaderas cadenas de reclamos que lleguen a buen destinatario, en lugar de quedarse con aquello que se propaga en un microclima de pares.
Mientras tanto, la política seguirá ajena al ciudadano. En tal sentido, se anula el concepto de representatividad y de “pueblo soberano” de manera que lo democrático termina siendo un slogan vacío como otros tantos. De persistir la actitud pasiva, otros construirán el futuro, y guste o no, habrá que aceptarlo como venga.
A esta altura, muchos se preguntarán que tiene que ver este sermón principista con un análisis político. La respuesta es esta: los políticos no nacen de un repollo ni son importados de otro planeta. Emergen de esta sociedad que es la nuestra. Eso explica por qué no es factible separar una cosa de otra. Es nulo el interés de estas líneas por hacer un juzgamiento moral, pero es amplia la intención porque se comprenda dónde se originan los hechos que nos sorprenden hoy día.
Veamos: si acaso mañana, el ministro de Economía, Axel Kicillof, decreta un corralito que nos impida hacernos de nuestros ahorros, a la hora, la Plaza de Mayo estaría repleta de argentinos indignados, presentes, activos, haciendo valer sus derechos, no dejándolos al libre arbitrio.
Qué nos confisquen los principios no moviliza siquiera, y es que, aunque suene duro, los ahorros pesan más que la moral y la ética. Se defiende el billete con mayor ahínco que la decencia. Los modelos a seguir son apenas héroes de barro, destinados a caerse de los pedestales cuando se decida volver a poner en orden las prioridades.
Entendiendo o asumiendo esta realidad, quizás pueda entenderse por qué es más grave la afrenta oficial al Dr. Carlos Fayt que el déficit fiscal. Este último se revierte con profesionales capaces reemplazando a los mediocres que hay. En contrapartida, la falta de respeto implica un cambio cultural que no se da de un día para otro, ni lo ha de establecer por decreto un nuevo gobierno.
La grotesca avanzada oficialista contra la Corte Suprema de Justicia no es nueva, aunque la batalla ahora resulte definitiva: es a todo o nada. El silogismo es de una simpleza magnánima: Esta Corte no garantiza impunidad a Cristina, en consecuencia algo debe hacerse con ella, y ese “algo” no es precisamente dejarla funcionar con independencia.
La sumisión del Poder Judicial es perseguida ávidamente por los Kirchner desde el primer día que asumieron la Presidencia. Sucede que en ese entonces, el veranito económico no permitía ver más allá del electrodoméstico que iba a comprarse en cómodas cuotas…
Además, si la jurisprudencia mostrara una “obediencia debida” hacia la mandataria, la Corte no sería siquiera tema, aún cuando sus integrantes renunciasen o la vejez los afectara.
La edad del Dr. Carlos Fayt es la excusa más a mano que hallaron, pero también la de mayor bajeza. No hay adjetivo que deje en claro lo que el gobierno está haciendo con un Juez del máximo tribunal, pero sobre todo con un ser humano. Si quien hubiera cumplido 97 años fuera Eugenio Zaffaroni – y no se hubiese jubilado -, nadie prestaría atención a ese dato.
El problema real no es la edad sino el voto independiente de Fayt. Su “resistencia” debe ser la nuestra. Ya lo escribió Ernesto Sábato en su última obra, pidiendo dejar de lado los egoísmos para comprometernos porque la libertad está en peligro. Tan grave como lo que dijo Jünger: “Si los lobos contagian a la masa, un mal día, el rebaño se convierte en horda”
Y las gestas heroicas todavía tienen cabida en este ahora. Una de ellas es la del juez Fayt resistiendo, no a la muerte a los 97 años de edad, sino a la ignominia de un gobierno absolutamente inmoral.
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Cuando se trata de analizar el escenario político nacional, todas las sorpresas son posibles. Es más, de un tiempo a esta parte, lo irracional y estrafalario suelen darse con mayor asiduidad que lo lógico y razonable.
Los límites se han traspasado como nunca antes, y aunque la sociedad siga dando prevalencia a lo económico, aquello que nos hunde como país y como sociedad es la crisis moral que lejos de zanjarse, tiende a ser cada vez más profunda por el simple hecho de que demasiado, no parece molestarnos.
Aprendimos a convivir con el maltrato, el desprecio, la ausencia del “por favor”, del “gracias” y el “hasta luego“. Si acaso encontramos quien escape a ello, más que tomarlo con naturalidad lo tildamos como alguien fuera de tiempo, “chapado a la antigua”. Y es que no hay conciencia de que para que las cosas cambien, evolucionen, hay parámetros que deben mantenerse inalterables e inmunes a las modas y coyunturas.
Pero al referirnos a crisis moral, no aludimos meramente al trastocamiento de valores y principios básicos que rigen, y han regido durante siglos a la humanidad. El concepto es mucho más sencillo y visceral: se trata de un estado de confusión generalizado que impide discernir qué está bien y qué está mal. En ese desorden de cosas, la consecuencia es una sola: a todo se lo deja pasar. Da lo mismo un acto heroico o un delito promiscuo, ambos pasarán sin premio ni castigo, sin pena ni gloria.
Lo cierto es que la ausencia de criterio y de juicio crítico hacen mella, y socavan los calendarios de manera que todo es acá y ahora, ya. La premura que impone el vivir en el descaro y la inmoralidad no admite detenerse a separar la buena cosecha de la maleza. Todo es aceptado desde una especie de ceguera colectiva que en el fondo tranquiliza. Tranquiliza porque impide ver y mirar, pero también porque deniega responsabilidad.
En la Argentina actual se vive “asi no más”, “como venga la mano“, no hay juicio personal elaborado sino aceptación llana de lo que hay. ¿A quién exigir calidad? La orfandad que los ciudadanos sienten en lo político es simétrica con la orfandad manifiesta en lo social. Y quien sabe ambas tengan correlato en la insondable soledad experimentada cuando, uno mismo, no puede entablar un soliloquio que oriente y contenga sin necesidad del afuera.
Paradójicamente, hasta lo más férreos defensores de la libertad están ajenos a sí mismos, sometidos a lo colectivo. Las masas ganaron la batalla. No es el capitalismo, como algunos piensan, el responsable de esta debacle, es la pereza que nos encuentra sumidos en la cultura del ocio, del divertimento. No se acepta nada que no haga reír. Una misa, el colegio, un concierto debe ser divertido como si lo solemne ya no tuviese sentido.
Vivimos en una época donde nos maravillamos con los paisajes que vemos mientras navegamos por la web, y no abrimos las ventanas para ver que hay afuera. Todo pasa por una pantalla: desde las relaciones humanas hasta la queja. Viralizamos sentimientos, frustraciones e impotencias pero no nos hacemos cargo de ellas. Por eso, “ser ciudadano” pesa como si se tratara de un arduo trabajo.
Ser ciudadano implica ir más allá del monitor y el celular, y hacer sentir nuestra aprobación así como nuestra disidencia. Resguardarse en la masa no aporta nada. Conformarse es aceptar que no se es capaz de salir de la cáscara del falso confort, y convertirse en artífice del propio destino.
Los medios de comunicación, la tecnología, pese a la apariencia de amplificar nuestra voz, la silencia, la restringe a una determinada esfera: ya sea del ciberespacio, o de la habitación donde se mira TV o se oye radio. No es igual la política vivida en un comité o en una unidad básica, que en una red social donde el aislamiento físico conlleva apenas una “protesta simbólica”.
Quizás sea menester volver a las viejas prácticas de participación para lograr verdaderas cadenas de reclamos que lleguen a buen destinatario, en lugar de quedarse con aquello que se propaga en un microclima de pares.
Mientras tanto, la política seguirá ajena al ciudadano. En tal sentido, se anula el concepto de representatividad y de “pueblo soberano” de manera que lo democrático termina siendo un slogan vacío como otros tantos. De persistir la actitud pasiva, otros construirán el futuro, y guste o no, habrá que aceptarlo como venga.
A esta altura, muchos se preguntarán que tiene que ver este sermón principista con un análisis político. La respuesta es esta: los políticos no nacen de un repollo ni son importados de otro planeta. Emergen de esta sociedad que es la nuestra. Eso explica por qué no es factible separar una cosa de otra. Es nulo el interés de estas líneas por hacer un juzgamiento moral, pero es amplia la intención porque se comprenda dónde se originan los hechos que nos sorprenden hoy día.
Veamos: si acaso mañana, el ministro de Economía, Axel Kicillof, decreta un corralito que nos impida hacernos de nuestros ahorros, a la hora, la Plaza de Mayo estaría repleta de argentinos indignados, presentes, activos, haciendo valer sus derechos, no dejándolos al libre arbitrio.
Qué nos confisquen los principios no moviliza siquiera, y es que, aunque suene duro, los ahorros pesan más que la moral y la ética. Se defiende el billete con mayor ahínco que la decencia. Los modelos a seguir son apenas héroes de barro, destinados a caerse de los pedestales cuando se decida volver a poner en orden las prioridades.
Entendiendo o asumiendo esta realidad, quizás pueda entenderse por qué es más grave la afrenta oficial al Dr. Carlos Fayt que el déficit fiscal. Este último se revierte con profesionales capaces reemplazando a los mediocres que hay. En contrapartida, la falta de respeto implica un cambio cultural que no se da de un día para otro, ni lo ha de establecer por decreto un nuevo gobierno.
La grotesca avanzada oficialista contra la Corte Suprema de Justicia no es nueva, aunque la batalla ahora resulte definitiva: es a todo o nada. El silogismo es de una simpleza magnánima: Esta Corte no garantiza impunidad a Cristina, en consecuencia algo debe hacerse con ella, y ese “algo” no es precisamente dejarla funcionar con independencia.
La sumisión del Poder Judicial es perseguida ávidamente por los Kirchner desde el primer día que asumieron la Presidencia. Sucede que en ese entonces, el veranito económico no permitía ver más allá del electrodoméstico que iba a comprarse en cómodas cuotas…
Además, si la jurisprudencia mostrara una “obediencia debida” hacia la mandataria, la Corte no sería siquiera tema, aún cuando sus integrantes renunciasen o la vejez los afectara.
La edad del Dr. Carlos Fayt es la excusa más a mano que hallaron, pero también la de mayor bajeza. No hay adjetivo que deje en claro lo que el gobierno está haciendo con un Juez del máximo tribunal, pero sobre todo con un ser humano. Si quien hubiera cumplido 97 años fuera Eugenio Zaffaroni – y no se hubiese jubilado -, nadie prestaría atención a ese dato.
El problema real no es la edad sino el voto independiente de Fayt. Su “resistencia” debe ser la nuestra. Ya lo escribió Ernesto Sábato en su última obra, pidiendo dejar de lado los egoísmos para comprometernos porque la libertad está en peligro. Tan grave como lo que dijo Jünger: “Si los lobos contagian a la masa, un mal día, el rebaño se convierte en horda”
Y las gestas heroicas todavía tienen cabida en este ahora. Una de ellas es la del juez Fayt resistiendo, no a la muerte a los 97 años de edad, sino a la ignominia de un gobierno absolutamente inmoral.
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