Un escándalo creciente de corrupción sacude a Brasil
El ex candidato a la presidencia de Brasil, Aécio Neves, habla por muchos de sus compatriotas cuando asegura que el Partido de los Trabajadores, al cual pertenece la presidenta Dilma Rousseff, usó fondos robados para derrotarlo en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales brasileñas en octubre pasado.
En una entrevista en Lima el mes pasado, le pregunté a Neves —quien preside el Partido de la Social Democracia Brasileña— si perdió las elecciones debido a que el socialismo de Rousseff, quien es de extrema izquierda, tenía un mayor atractivo para los brasileños que su plataforma más orientada al mercado.
Negó esa posibilidad. Me dijo que perdió debido al “crimen organizado”.
Neves, ex gobernador del estado de Minas Gerais, no se refería a la mafia. Hablaba de una supuesta operación de desfalco en la petrolera estatal Petróleo Brasileiro SA, conocida como Petrobras. Los fiscales aseguran que los contratistas de Petrobras obtuvieron permiso para incrementar el costo de los contratos y remitir el excedente como sobornos a la petrolera, la cual pasó cientos de millones de dólares a políticos y, crucialmente, al PT.
El partido gastó grandes cantidades de dinero para ganar las elecciones, y ahora parece que pudo lograrlo gracias a los millones en contribuciones supuestamente ilegales que fluyeron desde la petrolera. De ser cierto, este sería un delito y muy bien organizado.
El escándalo sigue creciendo. Es como si los fiscales hubieran tirado de una hebra suelta y con ello hubieran comenzado a deshilar una cobija que cubría no sólo uno, sino decenas de negocios turbios. Sin embargo, a medida que se conocen los detalles —que supuestamente involucran cientos de miles de millones de dólares robados no sólo a Petrobras, sino a otras empresas estatales— Brasil corre el riesgo de pasar por alto la lección más importante.
Las autoridades deben hacer que los ciudadanos respondan por sus acciones, pero el enorme rol del Estado en la economía es lo que condujo a este desastre. Reemplazar a los participantes por personas que parezcan más honestas no eliminará la causa de la corrupción.
Las compañías estatales son controladas por la clase política. Siempre será grande la tentación de usar a las empresas como un jarro de galletas al que se le puede meter mano, particularmente cuando los precios están en alza y hay grandes cantidades de dinero en juego. Esperar que los políticos no intenten apoderarse de esos recursos es como confiarle a un zorro la custodia de una gallina gorda.
A la mayoría de los brasileños poco les importa si Rousseff es honesta cuando dice que no sabía sobre los sobornos. Su problema, como insinúa Neves, es que las acusaciones han puesto en duda la legitimidad de su ajustada victoria, por un margen de cerca de 3%. Su partido se está defendiendo de las acusaciones, pero mientras tanto Rousseff no está en condiciones de liderar.
El 15 de marzo, cerca de un millón y medio de brasileños salieron a las calles del país para protestar contra el gobierno. En una encuesta de Datafolha realizada a mediados de marzo, 62% de los entrevistados calificaron el gobierno de Rousseff como “malo” o “terrible”.
En una economía en alza, la reacción del público ante las revelaciones podría ser diferente. Pero esta crisis política no podría llegar en peor momento para las arcas brasileñas. La inflación está cerca de 8%, la economía no creció en 2014 y en 2015 podría contraerse casi 2%, según CIBC World Markets.
Rousseff ha nombrado a Joaquim Levy, respetado economista de la escuela de Chicago, para que encabece el Ministerio de Hacienda. Su plan pide un regreso a la disciplina fiscal, pero requiere la ayuda en el Congreso de los aliados del PT , como el poderoso Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB). El partido ha sido reacio, y cuando dé su apoyo Rousseff tendrá que cargar con el costo político del ajuste. Así que incluso si Levy tiene éxito, la popularidad de Rousseff quizás no se recupere.
Es probable que el escándalo se extienda, debido a su tamaño y complejidad. El mes pasado, los fiscales acusaron al tesorero del PT, João Vaccari, de solicitar esas “donaciones” al partido. La semana pasada, al declarar ante un comité del Congreso, Vaccari negó haber cometido crimen alguno.
Un problema puede haber sido que un proceso de adjudicación vedado a participantes internacionales invitaba a la colusión. Los fiscales han acusado de lavado de dinero y corrupción a cuatro ex ejecutivos de Petrobras y cerca de otras dos decenas de personas pertenecientes a un puñado de grandes firmas brasileñas de ingeniería. Casi 50 políticos de una gama de partidos también están siendo investigados.
La indignación por la corrupción es un indicio de lo vibrante que es la sociedad civil brasileña. La independencia del poder judicial también es una buena noticia. Como lo informaron los reporteros de The Wall Street Journal Will Connors y Luciana Magalhaes el 6 de abril, el pequeño equipo de fiscales está bien entrenado. El trabajo investigativo de alto nivel ha continuado pese a que toca directamente a individuos poderosos. En un país que ha tenido problemas para hacer cumplir la ley, esto es todo un hito.
Pero no es suficiente. Como me dijo la semana pasada Rafael Schechtman, un socio de la firma de consultoría en energía CBIE, con sede en Rio de Janeiro, “cuando la clase política está involucrada en la dirección de las empresas, la corrupción se institucionaliza”. Castigar a los ladrones es una respuesta necesaria pero insuficiente a lo que esencialmente es un problema de gobernanza causado por la política de propiedad estatal.
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