El ateísmo argentino
De una semana a esta parte, todo es más grave en Argentina. No porque haya variado sustancialmente el escenario sino porque anoche, lamentando la muerte de Tomás Bulat (a quién dedico estas líneas), alguien sin titubear siquiera, preguntó si no pudo ser algo “planeado”. ¿”Planeado”? Esa pregunta, para muchos absurda, dijo más que cualquier declaración política.
Aún cuando sea obvia la respuesta, la interrogación con ceño fruncido y algo de temor, graficó sin distorsión esta geografía. Sin anestesia, puso sobre la mesa, el modo y el cómo se vive en la Argentina de hoy: sin confianza, en constante vacilación.
La gente ha terminado por no creer en nada, ni siquiera en fatalidades, en accidentes que ocurren y han ocurrido desde tiempos inmemoriales. Hoy todo huele a operación política, a trampa, a servicio de inteligencia oficial, o “blue”. Cualquier versión tiene su contra versión. Este dislate recuerda a aquel mito de los cassettes que si se escuchaban al revés contenían mensajes demoniacos. En esa ficción vivimos, en esas anécdotas infantiles transcurre el credo de los argentinos.
Los jueces de ayer son los verdugos de hoy, a la viuda del fiscal la ponen contra la espada y la pared. Entre sus jefes y el padre de sus hijas es la elección. A no confundirse, no hay “nenes de pecho” en esta función.
Al mismísimo Papa Francisco se lo observa con recelo porque recibió a un funcionario, o eligió el silencio frente a un acontecimiento del cual nosotros queríamos que diga algo. No ha quedado nada sagrado: ni la justicia, ni el Vaticano, ni el Estado: la fe desapareció del teatro.
Todo es puesto es tela de juicio precisamente cuando los juicios son la mayor ficción del kirchnerismo. Pero este ateísmo bien puede ser otra trampa del oficialismo que alimenta al compatriota escéptico para que, al dar todo lo mismo, nos quedemos con lo malo conocido.
La duda debería ser un síntoma de madurez de un pueblo tendiente a perpetuar su infantilismo. Han sido desmesurados los años en los cuales se dio crédito a promesas electorales, a predestinados que modificarían todo lo malo, a oradores que parecían geniales porque hablaban sin papeles delante. En fin, hasta se creyó que Caperucita confundió a la abuela con el lobo y que a Cenicienta, un zapato la rescató del maltrato.
En ese trance, muchos compraron el luto eterno del “vestidito negro”, y asumieron como cierta la paternidad de un Estado porque ofrecía cuotas para electrodomésticos o un dólar quieto. Fuimos ingenuos: es justo y necesario el mea culpa de los ciudadanos.
Hoy las cosas cambiaron. La mentira dejó o está dejando de ser la palabra santa o el oráculo, la sistematización de lo falso es tan evidente que ya no amerita exégesis, y hasta los dogmas más cerrados comienzan a ser cuestionados.
Veamos un ejemplo: “El peronismo es el único que tiene el aparato para poder gobernarnos“. Pues bien, con creces ha quedado demostrado que ese mismo aparato cooperó a la destrucción del gen republicano, de la salubridad institucional, del respeto al soberano. En tiempos de Perón se cerraron diarios. En tiempos de Cristina se mata a un funcionario judicial y se rompe un periódico en conferencia de prensa con total impunidad.
Pero volvamos al primer párrafo. El hecho de que alguien dude de un accidente automovilístico no es apenas un detalle. Se corrió el velo, y se observa que aquello que podría sumar al crecimiento ciudadano, es simultáneamente, lo que puede jaquearlo.
El “sólo sé que no se nada” contemporáneo dista de parecerse al socrático. Más que humildad frente a las posibilidades cognitivas del ser humano, demuestra el desinterés por formarse para después distinguir entre el “qué se sabe” y el “qué se cree saber”
Cristina Kirchner está convencida de saberlo todo mientras, en cada cadena nacional, pone en evidencia su ignorancia y sus decisiones erradas. Al discurso suma un ingrediente aún peor: el cinismo en su máxima expresión. Una fórmula letal para quién osa gobernar. Claro, ella no paga las consecuencias, la factura siempre tiene como destinatario al pueblo. Y las culpas son ajenas.
En este contexto ha quedado develado aquello de que no se puede engañar a muchos todo el tiempo. Y el tiempo pasó como pasó también el 54%. Ahora la credibilidad está muerta. Con Alberto Nisman enterraron parte de la inocencia que caracterizaba a la ciudadanía. Lo reflejan las encuestas, y lo enfatizan los comentarios que cualquiera puede escuchar a su lado.
Si bien en el país hay muertos de primera y muertos de segunda, el momento actual impone la igualdad de tumbas. Las condolencias presidenciales que no fueron, cruzaron un límite infranqueable. En ese sentido parece fluir la doctrina de Perón: “a los enemigos ni justicia“. Y esa certeza lleva a la desesperanza que se observa donde sea.
¿Cuántos creen que ha de saberse a ciencia cierta qué pasó con Nisman?. La jurisprudencia habla por sí sola, y el Poder Judicial se debate entre seguir siendo apéndice del Ejecutivo o cortar el cordón umbilical. No es extraño que comiencen a fluir los “incompetentes”, las licencias, las jaquecas o los dolores de muelas. Se sabrá quién es quién por sus actos. Nadie quiere agarrar la papa que quema.
El costo de hacerse cargo es alto, pero no lo suficiente si lo que se gana es libertad. Se ha hablado demasiado en estos días pero muy poco se ha dicho en realidad. Las palabras se han manipulado a conveniencia de quién precisa de la confusión y del cansancio para agobiar y hacer perder interés en la verdad. Y es que a tal punto está todo trastocado que la verdad, en lugar de liberarnos, está matándonos.
No caben eufemismos: esto es decadencia moral que, iniciado el 2015, aparece sin disfraz, y debe reconocerse como la crisis ética más aguda de la historia democrática nacional. Somos la Roma que quemó Nerón, somos la Itaca que Ulises abandonara.
La verdad mató al fiscal de la causa AMIA y es paradójicamente, la verdad, la que mataría a la Presidente sepultándola política y socialmente. De allí que, mientras tengan el poder, difícilmente se sepa la trama maléfica de una muerte con más enigmas que certezas. Por eso necesitan a Jaime Stiusso en el rol de Judas, por eso Diego Lagomarsino viene como anillo al dedo en el rol de Pedro.
Cristina está armando su propia Biblia. Quiere hacer del “modelo” nacional y popular una religión, justamente cuando la sociedad está sumida en el mas férreo ateísmo, y ve en el escepticismo político un don.
Hasta hace poco, la mandataria podía articular alguna suerte de maniobra capaz de no dejarla mal parada. Ya no. Cristina se hincó en arenas movedizas. De todos modos, hay algo que aún no perdió: el afán de venganza, la capacidad de daño. En año electoral nos venderán fuegos de artificios en cantidad pero ni un instante puede desviarse la atención social. A esta altura, la denuncia de Nisman no es, o no debe ser, un simple caso judicial sino una gran causa nacional.
Si se quiere diferenciar entre un suicidio y un asesinato (con o sin sicarios), si no se quiere dudar de una fatalidad ni temer estar siendo escuchado al hablar por celular, la conversión de espectadores pasivos en actores con protagonismo es fundamental. La paranoia no suma en esta historia. De seguir en el hastío y el letargo de los últimos doce años, viviremos en la duda permanente no pudiendo siquiera darnos cuenta quienes somos o dejamos de ser en realidad.
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