Para un debate irrestricto e incesante
Existe la más grande diferencia entre presumir que una opinión es verdadera, porque oportunamente no ha sido refutada, y suponer que es verdadera a fin de no permitir su refutación.
John Stuart Mill
La comunicación entre los hombres puede provocar aburrimiento, fastidio, violencia, pero igualmente beneficios, incluso de carácter intelectual. Ese contacto con el prójimo haría posible nuestro engrandecimiento, notando equivocaciones e incitando a su rectificación. Es cierto que, conforme a lo explicado por Humberto Giannini, las personas pueden conversar, dialogar y discutir; sin embargo, al perseguir la verdad junto con un saludable afán competitivo, el valor del debate resulta extraordinario. Ocurre que, cuando es consumada por sujetos que no están subyugados por dogmas ni son tributarios del fanatismo, la lucha de ideas se vuelve fundamental para mejorar su convivencia. Esas disputas del pensamiento permiten que las normas sociales no contemplen ninguna intangibilidad, desafiando a quienes defienden su vigencia. En definitiva, nada más razonable que respaldar esos combates, cuya intensidad jamás se pagará con hechos sanguinarios.
Toda ideología, doctrina, noción, creencia u ocurrencia puede ser objeto de crítica. No imagino una sola postura que torne inviable su análisis y posterior debate. Podemos estar hasta frente a la insensatez más extrema; empero, reflexionar sobre su naturaleza es tan viable cuanto necesario. Porque, si pretendemos que, por ser nociva, no se incrementen sus partidarios, tenemos el mandato de exponer nuestras observaciones con la mayor claridad posible. Yo no tengo problema en discutir acerca del fascismo, tercermundismo o una idiotez mayúscula como el patriotismo. No se gana en absoluto si nos quedamos en el insulto, aun cuando sea ingenioso. Esta convicción demanda una preparación que sea rigurosa, evitando el empleo de prejuicios, caprichos e irracionalidades para sustentar nuestra posición. La persuasión debe perseguirse con medios que no tomen distancia de ese lineamiento.
La ética tiene también importancia en el asunto aquí tratado. Me refiero a la necesidad de contar con personas que censuren cualesquier engaños. Los aficionados a la charlatanería merecen nuestro repudio. La honradez es indispensable si se pretende una experiencia que sea fructífera. Además, puesto que la libertad de pensamiento es irrestricta, no debe tenerse ningún límite que se conciba intocable. No debe haber moralidad, laica o religiosa, que impida la consideración de un tema. Quienes se amparan en la índole sacrosanta de una cuestión para evitar su crítica propician un orden favorable al oscurantismo. No hay época que carezca de muertes causadas por esos vetos. No deploro la creencia en lo sobrenatural; me resisto a excluir sus principios del debate. Lo mismo se aplica en idearios donde no hay esa fe.
Plantear un debate con restricciones es una imbecilidad suprema. Esto no tiene que interpretarse como un alegato en favor del nihilismo. Las personas deben contar con certezas, principios, aun ideales, merced a los cuales tomen sus decisiones. El punto es que ninguna de esas creencias debe servir para impedir una discusión. La falta de corrección política tampoco es útil con ese objetivo. Los que invocan esa ridiculez del progresismo para objetar un análisis incurren en un despropósito. Lo importante son las ideas; la forma y el estilo de sus promotores se consideran accesorios. Me parece una estupidez no ponderar el criterio de alguien por tener un discurso malsonante u ofensivo. Lo que corresponde es desnudar sus miserias, pulverizar dogmas salvaguardados por él. Ésta es una misión que todo hombre reflexivo debe juzgar permanente.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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