Brasil votó por la continuidad del estatismo
SÃO PAULO—Una recesión económica, una inflación de 6,7% y un audaz fraude en la petrolera estatal Petrobras no bastaron para impedir el domingo la reelección de la presidenta del Partido de los Trabajadores de Brasil (PT) Dilma Rousseff.
Cuando se habían contado 99 % de los sufragios, la mandataria acaparaba el 51,56% de los votos mientras que su contrincante, Aécio Neves, del Partido de la Social Democracia de Brasil, tenía 48,44%.
Rousseff se presentó durante la campaña como la candidata antimercado y del Estado de bienestar, lo que tal vez explique un desempeño mucho mejor en el norte del país, una región pobre y dependiente, que en la próspera zona agrícola y aquí, en la mayor ciudad del país, donde la economía es muy dependiente de los servicios y de las manufacturas de valor agregado.
Brasil, al igual que Estados Unidos, tiene una clase de electores urbanos y de clase alta que considera una virtud respaldar la intervención estatal en las vidas de las personas y la dictadura militar cubana. Pero también hay un Brasil aspiracional, conformado por los emprendedores que asumen riesgos, los agricultores que compiten con éxito en los mercados globales y una clase media en ascenso que ansía un mayor compromiso con el mundo y la libertad para descubrir su lugar en él. Los brasileños desean de todo corazón el cambio que representaba Neves y transformaron la elección del domingo en la más reñida en la historia del país.
Como el proverbio del perro que corre detrás de un auto, Rousseff ahora debe decidir qué hacer con sus próximos cuatro años. Puede creerse capaz de consolidar aún más el poder del PT —su meta principal— si mantiene la combinación de políticas que ha usado hasta el momento, sin importar el costo para la economía. O podría hacer ajustes económicos pragmáticos con el fin de restaurar la confianza y el crecimiento.
Lo último es muy posible. Pero es poco probable, porque los militantes del partido, que se han enriquecido durante el mandato del PT, quieren más poder, no menos. La presidenta podrá dar discursos conciliatorios y en el corto plazo tomar algunas medidas pequeñas para favorecer la libertad, como lo hizo el ex presidente Lula da Silva (2003-2010), su mentor en el PT, cuando asumió el poder por primera vez para calmar a los mercados que se desplomaron ante el miedo. Pero rápidamente Lula revirtió a su estado original.
Es probable que Rousseff haga lo mismo, poniendo a buen recaudo por cuatro años más la legendaria reputación de mediocridad de Brasil. Las cosas cambiarían sólo si una investigación penal prueba que Rousseff y Lula sabían de las trampas en Petrobras.
La gran ironía de la campaña es que aunque Rousseff y Lula se adjudicaron el crédito por el repunte de Brasil a comienzos del nuevo siglo, los dos se opusieron a las reformas en los años 90. La privatización de empresas estatales, la apertura limitada a la competencia extranjera y el plan del “real brasileño” de 1994, destinado a derrotar la hiperinflación, estimularon el desarrollo e hicieron posible programas sociales más generosos, el símbolo del PT.
Pero esta agrupación política nunca siguió adelante con esas reformas y el “milagro brasileño” murió en la cuna. En el mejor de los casos, el país se ubica en la mitad del pelotón de los mercados emergentes. A menudo, se queda en la parte de atrás.
Ni Lula ni Rousseff parecen preocupados por el desarrollo. De acuerdo con Goldman Sachs, entre 2004 y 2013 el gasto del gobierno creció a una tasa de casi 8% al año, en términos reales, lo cual fue casi el doble de la tasa de crecimiento del PIB. La inflación se ubica sobre una tasa anualizada de 7% para bienes y servicios no regulados por los controles de precios y de 8,6% sólo para servicios. Las expectativas inflacionarias están al alza.
Rousseff pensó que podía solucionar el problema al imponer límites al precio de la gasolina, provista por Petrobras, y del etanol, que es producido por centrales azucareras locales y utilizado como componente de la gasolina. Pero debido a que no existen límites para los costos de producción, Petrobras y las centrales azucareras están sufriendo grandes pérdidas. Algunas empresas de este ya están en bancarrota y otras con las que hablé dicen que no sobrevivirán si esta política continúa.
El PT alardea sobre la ayuda que proporciona a los pobres con prestaciones sociales, pero lo que da con una mano lo toma —y más— con la otra. El proteccionismo en alza, los marcados impuestos sobre las nóminas y al consumo, la débil infraestructura y la pesada regulación del mercado laboral son costos ocultos que empeoran las condiciones económicas de todos los brasileños.
Más preocupante es el daño que el PT podría causar a las instituciones y al estado de derecho con otros 48 meses en el gobierno. La sociedad civil aquí protege celosamente las libertades civiles y el pluralismo. Pero como me dijo un empresario astuto, “nos estamos dando cuenta, poco a poco, de una tendencia a copiarle a Argentina, Bolivia y Ecuador. La tendencia es a reducir la democracia”. Un ejemplo es el decreto de mayo de Rousseff que fortalece los “consejos populares” que, al estilo Venezuela, alejaría al país de la democracia representativa. Hasta ahora el Congreso se ha negado a aprobar la medida, pero eso podría cambiar si la típica compra de votos continúa.
Esto asustaría a cualquier estudioso de la historia. Como observó David Hume, filósofo político del siglo XVIII, “es poco frecuente que se pierda toda la libertad de cualquier tipo al mismo tiempo”. Hoy, Rousseff es una candidata que ganó una elección. Pero los brasileños podrían descubrir un día que un estado de un solo partido y el gobierno indefinido son los verdaderos proyectos a largo plazo del PT.
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