Mezquindad e ilusión de la tecnocracia
Platón quiso convertir en amos a los filósofos; los tecnócratas quieren hacer de los ingenieros un consejo de vigilancia de la sociedad.
Max Horkheimer
En un texto que compuso cuando era muy joven, Unamuno manifestó: «Pedid el reino de la ciencia y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura». Ese autor estaba entonces dominado por el optimismo que, durante varios años, la ciencia no dejaría de provocar en las personas. La regla era suponer que no había problema invencible para los científicos. Los avances del progreso se presentaban como algo tan hacedero cuanto ineludible. Bastaba solamente recurrir a la observación de los hechos, el método, entre otros conceptos, para brindar una solución contundente a temas que nos habían agobiado hasta ese momento. La senda de las contestaciones definitivas había sido encontrada para saciar nuestros antojos. Se creía que los días de incertidumbre terminaban gracias a la razón, pulverizando mitos, supersticiones, falacias. Con todo, como se recordará, el siglo XX sirvió para despertar dudas acerca de la panacea científica. Distintos males y colosales monstruosidades demostraron que nuestros inconvenientes son mucho más complejos de liquidar. El orgullo de sentirnos amos del universo, resistiéndonos a cualquier frustración, fue abofeteado en diversas ocasiones. De ese modo, con pesar, hemos aprendido a reconocer las limitaciones del hombre. No interesa que los exclusivistas del cientificismo aspiren a cegarnos.
El razonamiento anterior es justificado porque tal confianza en lo científico, esa certeza de que sus medios son los únicos admisibles para la salida de conflictos y demás desórdenes, se presenta cuando hablamos de tecnocracia. Es cierto que hay diferencias fundamentales entre ciencia y técnica (por una parte, encontramos un conjunto de conocimientos; en el otro lado, aplicación de aquéllos); sin embargo, para desarrollar esta reflexión, yo destaco su coincidencia en la predilección por una observación desapasionada, imparcial, sin condicionamientos ideológicos, de los hechos. Para el tecnócrata, los problemas de convivencia –que, desde luego, tienen también un carácter político– admiten una respuesta exenta de las ideologías que han sido concebidas por el hombre para la comprensión del poder, así como con el fin de legitimar su conquista. Habría cuestiones que pueden ser tratadas sin considerar las teorías que pensadores políticos han elaborado. En resumen, esa tendencia opta por la racionalidad científica, principalmente de orden administrativo, para dirigir el Estado, relegando las reflexiones ideológicas, filosófico-políticas, aun éticas, que forjan concepciones ideales de la organización del Gobierno, entre otras nociones. Es válido acentuar que, aunque tenga el distinguido propósito de librarnos del caos, esa utopía racional puede causar perjuicios.
Uno de los principales problemas del tecnócrata es su desprecio por las valoraciones morales e ideológicas que albergan quienes componen esa sociedad en donde busca imponer su rigor. Las prácticas políticas obedecen a costumbres y creencias que la ciencia de la administración no es idónea para transformar, en caso de ser necesario hacerlo. Es posible diseñar instituciones que, teóricamente, garanticen un funcionamiento ejemplar del Estado, en el cual la provisión de sus servicios sea efectiva, sin opresiones de ninguna laya. Pero esto puede ser negado por la realidad, pues la racionalidad que nutre dicho plan no tiene presente las creencias, los absurdos y aun el irracionalismo que predomina en cuantiosos individuos. Aclaro que no se menosprecia el aporte de los técnicos, ingenieros, químicos o gente con ocupaciones análogas, entre la que, en general, las humanidades son poco atractivas. Es irrebatible que todos pueden contribuir al mejoramiento de nuestra convivencia. Desde astrofísicos hasta cultores de la tectónica, por citar dos notables disciplinas, son necesarios para lidiar con diversas dificultades del mundo. El punto es que, cuando se afrontan los asuntos del terreno político, procurar una consideración libre de cargas ideológicas, así sea en forma parcial, se hace ilusorio. Es que nuestra vida está signada por credos irreductibles a fórmulas en las cuales ellos invierten todo su capital.
Un tema final que merece nuestro análisis es el de la competencia para gobernar. Ello es esgrimido por los tecnócratas para fundar su dirección del Estado, no sólo como asesores. Pasa que el derecho de todo individuo a ser elegido para ejercer una función pública puede, si no admite restricción alguna, resultar nocivo. La ineptitud que muestran incontables autoridades prueba cuánto sufren los ciudadanos cuando se mira con indiferencia el conocimiento. Esto es cierto; empero, la preparación técnica no es imprescindible en todos los cargos públicos ni, por otra parte, garantiza la obtención de metas óptimas. Existen ideales que son amparados por los ciudadanos y, pese a no ser controlados en términos administrativos, se juzgan indispensables para sustentar el sistema político. Su debate, al igual que los cambios en ese ámbito, demanda discusiones de gobernantes y administrados en las cuales lo técnico es insuficiente para resolverlas. Se trata de aspectos culturales en los que las leyes del ingeniero muestran su cortedad. Porque su labor es otorgar medios para lograr objetivos, sean éstos meritorios o infames; no les compete discriminar fines. Reconozco que, en diferentes niveles gubernamentales, la fragua y ejecución de planes serían imposibles sin esos especialistas; con seguridad, su importancia está fuera de disputa. No obstante, los proyectos de vida en común, cuyas dimensiones son variadas, impiden su absolutismo.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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