Vivir es esto
Boyhood, el último filme del cineasta Richard Linklater, es, en efecto, una obra maestra. Así lo calificó el crítico de cine del New York Times A.O. Scott, y en las casi tres horas que dura la película al público se le impregna en la memoria este bildungsroman que retrata la trayectoria vital de un niño y su familia.
El ambicioso proyecto abarca nada menos que la vida de un muchacho, Mason, desde los seis hasta los dieciocho años, acompañado de sus padres divorciados y de su hermana. Linklater se atrevió a filmar intermitentemente a lo largo de doce años a estos personajes de ficción, a los cuales vemos crecer y envejecer en la pantalla, en una suerte de evolución gradual que es, finalmente, parte del periplo en el que nos embarcamos desde que nacemos hasta que morimos.
No es esta educación sentimental que se desarrolla en Texas, el Yoknapatawpha faulkneriano de la infancia de Linklater, un cúmulo de sobresaltos o episodios dramáticos como el David Copperfield de Dickens. Y aunque hay el homenaje obligado al espíritu de Los 400 golpes de Truffaut, la historia que teje el director es una hecha con retazos que no parecen trascendentales, pero en el fondo lo son porque componen el mural del paso del tiempo.
Linklater es un artista arriesgado que escapa a las normas de Hollywood (no es casualidad que viva en Austin) y en sus películas siempre está presente un optimismo innato frente a la imprevisibilidad y el carácter incierto de la existencia. Si no, de qué otro modo podría haber construido su bellísima trilogía del enamoramiento y la pareja ( Antes del amanecer, Antes del anochecer, Antes de la medianoche). Ahora nos regala estos pasajes de una familia que podría ser el reflejo de tantas, centrados en el desarrollo y la mirada de un niño al que vemos formarse en tiempo real, hasta convertirse en un adulto que ha de encontrar y elegir, como lo hicieron sus padres, su propio camino.
Boyhood consigue algo más que adentrarnos como voyeurs en el núcleo de una familia que busca su sitio en el mundo. A fuerza de contemplar la evolución de Mason y los suyos, el devenir de nuestra propia vida emerge a la vez en un rincón del subconsciente. Ver crecer al pequeño contemplativo que se transforma en un adolescente sensible, es un resorte que nos lleva de regreso a nuestros propios pasos perdidos y todas las estaciones en las que nos detuvimos o dejamos pasar. La melancolía del muchacho se trasmuta en melancolía compartida y cada casa que su familia nómada estrena a lo largo de los años evoca las que nosotros también dejamos atrás. Hogares felices o rotos. El sonido de los niños como música de fondo. La hora agridulce de ver a los chicos partir. Los sueños y las primeras arrugas con sus desilusiones.
Las tres horas de Boyhood son como llevar al espectador a Pompeya y descubrir frisos que las sacudidas del tiempo ocultaron bajo el polvo de la desmemoria. En este particular paseo el maestro Linklater nos lleva dulcemente de la mano hasta el centro mismo de la vida con sus pequeños triunfos, tristezas y alegrías. Vivir es una tarea épica. A veces nos olvidamos de ello.
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