Argentina versus Paul Singer
El hombre al que Cristina Kirchner detesta con un odio primordial, Paul Singer, el CEO de Elliot Management Corporation, un hedge fund que invierte en deuda venida a menos a través de algunas unidades, tiene más en común de lo que ella cree. Representa al sector más “moderno” o “liberal” del “establishment” conservador estadounidense, es desde años un activista intenso en favor del matrimonio gay (un hijo suyo declaró públicamente su homosexualidad hace años) y propugna la secularización del partido por el que tiene simpatías. Estas posturas, además, las acompaña con metálico considerable, pues financia a congresistas que las defienden. Es legendaria su intervención, a último minuto, para revertir una tendencia que apuntaba a la derrota del matrimonio gay en el Senado de Nueva York. Como tantos judíos neoyorquinos, sólo que en su caso desde la cercanía al republicanismo, es de “derecha” en cuestiones relacionadas con Israel pero está a la “izquierda” en cuestiones sociales o valóricas.
Este abogado formado en Harvard asumió el control de un fondo familiar muy joven y en 1977 fundó el vehículo que con los años haría de él uno de los inversores más exitosos, con un retorno anual promedio de 14 por ciento. Como abogado, entendió muy pronto en Wall Street que el sistema jurídico y financiero ofrece posibilidades de rentabilidad a quien invierta en deuda problemática (“distressed debt”), no sólo porque con frecuencia esa deuda se revaloriza cuando el emisor resuelve sus líos o las circunstancias cambian, sino también -y esta es la clave de todo para entender lo de Argentina- cuando el que adquiere los bonos deprimidos influye en el proceso de reestructuración. Después de todo, el sistema da preferencia, como es lógico, al acreedor sobre el accionista.
Es así como Singer convirtió un fondo original relativamente modesto -de 1,3 millones de dólares- en un gigante que, con los años y ampliando el universo de acción, llegaría a manejar US$ 24 mil millones. Compraba deuda problemática de corporaciones estadounidenses y luego representaba a los acreedores en los procesos jurídicos de reestructuración, asegurándose de que el proceso permitiera revalorizar la deuda en la medida en que se restituía la confianza en la solvencia de la empresa. Su reputación llevó a inversores como Mitt Romney, el futuro candidato presidencial republicano y amigo de Singer, a invertir en sus fondos. Con los años, Singer decidió llevar su método al campo de los bonos soberanos, comprando deuda de países en vías de desarrollo. Lo hizo con Perú, Congo y, más tarde, con Argentina, cuyos bonos cayeron por los suelos cuando el país decretó, a fines de 2001, el “default” sobre casi 95 mil millones de dólares.
Es cierto, como alega Cristina Kirchner, que él y otros “buitres”, como los llama, compraron la deuda problemática argentina con la expectativa especulativa de que se revalorizara. En lo que se equivoca es en creer que esto es ilegal, inusual, inaceptable o -en palabras de su ministro de Economía ante el G-77 esta semana- “una amenaza para el sistema financiero internacional”. Alguien debió explicarles a su marido y a ella, cuando el gobierno “K” procedió a reestructurar su deuda en 2005 y 2010, que la minoría que se negaba a aceptar la descomunal quita impuesta (más que propuesta) por la Casa Rosada sería un hueso duro de roer. Alguien debió haberle preparado un expediente con los antecedentes -que son innumerables- de vehículos de inversión que invierten en deuda deprimida y la jurisprudencia -que no es poca- de fallos judiciales contra el emisor que se niega a reconocer una deuda. Y alguien debió prepararse un perfil de Singer, que ya había litigado con éxito, por ejemplo, contra el gobierno peruano, cuya deuda había comprado en 1996 -si la memoria no me falla– con expectativas semejantes a las que años después albergaría al adquirir parte de la argentina.
Allí no termina todo. Si realmente quería evitarse problemas posteriores, el gobierno argentino debió también calcular que, al momento del litigio inevitable en tribunales estadounidenses, sería importante tener una buena reputación internacional. Es decir, no llegar ante el juez Thomas Griesa -el segundo hombre en la prelación de los odios de la presidenta- con el gobierno de la Argentina convertido en el que más contenciosos acumula en la instancia de solución de conflictos del Banco Mundial (Ciadi), en expropiador compulsivo de empresas extranjeras y nacionales, en estatizador de los fondos de pensiones locales y en un manipulador de la estadística, capaz de provocar una “moción de censura” en el Fondo Monetario Internacional. Debió tener claro el gobierno que esas no serían las mejores credenciales para hacer frente a un juicio en el que se lo acusaría de no cumplir sus acuerdos, o sea, el pago de parte de su deuda.
Es cierto que el caso es complejo y que, precisamente por ello, muchos organismos, instituciones y algunos gobiernos han apoyado a Argentina, temerosos de que se siente un precedente que complique los procesos de reestructuración. Pero, en última instancia, la justicia estadounidense -incluyendo, el 16 de junio, a la mismísima Corte Suprema- ha sentenciado algo difícil de rebatir: que un deudor está obligado a pagar a sus acreedores y que no puede discriminar entre ellos (el famoso principio del “pari passu”, muy utilizado en quiebras financieras). Argentina pretendía seguir pagando a quienes aceptaron la quita -proceso que pasa por el circuito estadounidense- y postergar a las calendas griegas a los llamados “holdouts” que reclaman el pago completo. No hay duda de que esto es delicado para un gobierno que se ha quedado con reservas apenas equivalentes a cuatro o cinco meses de importaciones y que carga con una deuda estatal equivalente a un 45 por ciento de su PIB, proporción que se dispararía si la decisión de cumplir con Singer y compañía llevara, por ejemplo, a los acreedores que aceptaron la quita a reclamar el monto original de la deuda (bajo el mismo principio de “pari passu”). Y no deja de ser cierto que si, imposibilitada de pagar a los tenedores de bonos que aceptaron la quita por la orden judicial que exige pagarles también a los “holdouts”, Argentina entrara en un nuevo “default” el 30 de junio, el resfrío austral haría estornudar a los mercados de muchos países.
Pero, en última instancia, todo esto es producto de un gobierno que metió a su país en un enredo en el que no debió meterlo nunca. Un poco como el general Galtieri embarcando a los argentinos en la Guerra de las Malvinas y luego echándole la culpa de todo al imperialismo sajón. Si un gobierno engaña a su pueblo haciéndole creer que está en condiciones de ganar una guerra que no tiene cómo ganar, la responsabilidad principal de perderla no puede ser sino suya.
Hace unos días, me permití compartir con los lectores de este diario un vaticinio: que, a pesar de las soflamas antiimperialistas y las metáforas rapaces, Argentina negociaría con los “holdouts” porque su situación es sencillamente desesperada. Por lo pronto, ya ha entrado en recesión, pues su economía ha acumulado dos trimestres de crecimiento negativo. La inflación está en 40 por ciento este año y el dólar oficial, a pesar de la devaluación de hace varios meses, está nuevamente desfasado de la realidad: en el mercado negro cotiza a 12 pesos contra los 8 oficiales. Las reservas, como mencionaba antes, están por los suelos. Y un largo etcétera.
Precisamente por todo esto, es decir, por la angustia del naufragio, hemos visto a Cristina Kirchner aferrarse a cualquier tablita de madera flotante para salvarse. De allí su “volte face” o giro copernicano en los últimos meses, que no deja de inspirar cierta compasión. Ha negociado con Repsol (cinco mil millones), con el club de París (10 mil millones) y con quienes reclaman en Ciadi, y ha invitado al capital extranjero a invertir en todas aquellas áreas de las que antes expulsó a los “buitres” del imperialismo. Incluyendo, por cierto, a Vaca Muerta, el yacimiento de “shale” cuya explotación podría generarle a Argentina ingresos descomunales y que, en sus tiempos antiimperialistas, la Casa Rosada creía que podría explotar el Estado.
Este “volte face”, por cierto, como también fue vaticinado en estas mismas páginas el año pasado, empezó con la derrota definitiva del kirchnerismo en las elecciones legislativas que pusieron término a las pretensiones de una reelección permanente (la idea era cambiar la Constitución, que sólo permite una reelección, pero la paliza que recibió el oficialismo y la división justicialista enterró el sueño). Viéndose débil y vulnerable, Cristina llamó a Jorge Capitanich a jefaturar el gabinete, con instrucciones de aminorar la demagogia de los hechos (sin dejar de exacerbar la de las palabras). Para asegurarse de que no se le pasara la mano a Capitanich en cuanto a la racionalidad y la sensatez, la mandataria colocó al inefable Kicillof en la cartera de Economía. Precisamente el hombre que más barbaridades ha dicho sobre el caso judicial que enfrenta al país con los “holdouts” y cuyo último aporte fue digno de un fulero de esquina: reemplazar los bonos de quienes sí aceptaron la quita con nuevos bonos pagaderos en Argentina para burlar a la justicia estadounidense, que podría embargar cualquier pago en Estados Unidos si no se cancela también lo adeudado a los “holdouts”. Dicho esto, y reiterando lo anterior, la demagogia de palabra no calza exactamente con la de hecho, pues mientras Kicillof decía esto, ya el gobierno trataba de negociar con el enemigo.
¿Cabe esperar algún resultado de la negociación? En principio, Argentina propone -en privado- pagarles el 20 por ciento a los “holdouts” y aplazar el resto (lo que, claro, se convertirá en una papa caliente para el próximo gobierno). Por su parte, los “holdouts” han dicho que están dispuestos a llegar a un acuerdo y nada indica que son incapaces de ceder: después de todo, si a alguien no interesa que el país entre en “default” es a ellos.
Observando todo esto con nerviosismo están los potenciales reemplazantes de Cristina, que no quieren aparecer como aliados del enemigo exterior, pero tampoco desaprovechar la ocasión de apuntar el dedo a la principal responsable de este desaguisado. Sergio Massa, el disidente peronista de orígenes liberales (fue hombre de Alvaro Alsogaray en su día), lidera las encuestas con estrecho margen, seguido por Scioli, que sería el candidato oficialista, pero a quien la base peronista detesta. Acercándose a ellos está el jefe del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, mientras sigue siendo una incógnita la candidatura de la alianza Unen, que vincula al radicalismo, el socialismo y otras corrientes de izquierda moderada. Alguno de ellos tendrá que lidiar, más temprano que tarde, con la herencia envenenada de Cristina. Parte de esa herencia se llama Paul Singer.
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