La clase media brasileña no está de ánimo para fiestas
La presidenta Dilma Rousseff, durante el partido inaugural de la Copa del Mundo entre Brasil y Croacia.
Cuando hace siete años Brasil fue seleccionado para ser sede de la Copa del Mundo 2014, los fanáticos del fútbol del país estaban eufóricos. Pero los más emocionados fueron los políticos, que sabían que el torneo significaría una ola de gasto público en toda la nación.
Sin embargo, ser sede del Mundial no se ha traducido en una victoria para la presidenta Dilma Rousseff, quien asumió el poder en 2010 y buscará la reelección en octubre. Los sondeos indican que no alcanzaría el 50% más 1 de los votos que necesita para evitar una segunda vuelta, y que en ese escenario su triunfo final está lejos de ser seguro.
En 2007, el entonces presidente Luiz Inácio Lula da Silva, también del Partido de los Trabajadores, estuvo presente en la sede de la Federación Internacional de Fútbol Asociado en Zúrich cuando se anunció la elección de Brasil como anfitrión. El mandatario aprovechó el momento como un buen populista: "El fútbol no es un deporte para nosotros. Es más que eso: el fútbol es una pasión, una pasión nacional". Lula da Silva prometió que Brasil haría su "tarea" para que el país estuviese listo.
Brasil gastó más de 25.800 millones de reales (US$11.300 millones) para cumplir la promesa de Lula y a pesar de los innumerables sobrecostos y retrasos, los 12 estadios están listos. El jueves en São Paulo, Brasil, selección que ocupa el tercer lugar en el Ranking de la FIFA, ganó 3-1 contra Croacia, que ocupa el puesto 18.
Brasil tiene la esperanza de borrar el recuerdo doloroso de su derrota frente a Uruguay en la final de 1950, la última vez que fue sede de la Copa del Mundo. Si esta vez el equipo de local gana la final, habrá una fiesta como ninguna otra.
Aun así, por casi un año, muchos brasileños de clase media se han estado quejando amargamente sobre la decisión del gobierno de ser sede del Mundial. En un sondeo reciente del Pew Research Center, 61% de los encuestados desaprobó el evento, lo que parece contradecir el fanatismo de los brasileños hacia el fútbol. Pero esta actitud tiene muy poco que ver con la Copa del Mundo.
Los titulares se han concentrado en las protestas públicas contra los estadios lujosos. Pero los observadores sagaces se darán cuenta de que las manifestaciones callejeras contra el gobierno, que al principio fueron numerosas y pacíficas, se han reducido en tamaño y se han vuelto más violentas y peligrosas. Esto se debe a que la clase media, que rechaza la violencia, se ha dado cuenta de que tiene poco control cuando los extremistas toman la batuta. La muerte de un reportero gráfico durante una protesta en Rio de Janeiro en febrero podría haber sido la gota que rebasó el vaso.
La pequeña izquierda radical sigue en las calles, enfrentándose a la policía. Todo este tiempo ha estado detrás de las barricadas y el daño a la propiedad que los que no están familiarizados confunden con un llamado popular a un levantamiento violento. Estos organizadores e instigadores saben que los políticos brasileños harán lo que sea por evitar el uso de la fuerza. También saben que la Copa del Mundo provee una vitrina para sus quejas colectivas, por las que buscan encontrar solidaridad en París y Nueva York.
Es por eso que han transportado en buses a indigentes —y brasileños en atuendos indígenas portando flechas y arcos— a los estadios. El gobierno ha desplegado policía antimotines y utilizado gases lacrimógenos en algunos lugares para mantener el orden. En un país donde no es difícil encontrar a quien pagarle para que salga a protestar o para que se vaya, movilizar un grupo amenazador puede ser un buen negocio.
Los sindicatos del sector público no se quedaron atrás. En São Paulo, trabajadores del metro que exigen un aumento de sueldo se declararon en huelga la semana pasada. El sindicato suspendió el paro un día antes del partido inaugural pero no prometió nada para el resto del mes. Y el primer día de la Copa, el personal de tierra de los aeropuertos de Rio de Janeiro inició una huelga parcial.
Rousseff puede controlar a los sindicatos y a los organizadores de las manifestaciones; ellos sólo buscan dinero. En cuanto a la reelección, se apoyará en el clientelismo de su partido, sus compinches y el enorme electorado que su gobierno ha creado gracias a la expansión de subsidios.
Sin embargo, no tiene control sobre la creciente clase media, que ha dejado sus pancartas y las calles pero sigue con un descontento palpable. Brasil, como me dijo un residente, "no está de ánimo para fiestas".
El gasto en los estadios es lo de menos. El problema real es que Lula y Dilma prometieron un Brasil nuevo y dinámico, lleno de oportunidades, y los brasileños se atrevieron a soñar. Ahora, 12 años después de que Lula llegó a la presidencia, los empleos son escasos y una inflación que supera el 6% anual se devora el poder adquisitivo. En abril, el Producto Interno Bruto se contrajo 2,3% sobre una base interanual. La regulación y los impuestos ahogan a los empresarios mientras que el gobierno financia a Cuba. La única noticia diaria confiable de Brasil son los escándalos de corrupción, y la única gente que se está enriqueciendo son los clientelistas del partido y sus socios.
Los brasileños saben que hay algo mal que los partidos de fútbol no pueden arreglar. Su descontento no es por la Copa del Mundo, es por Dilma.
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