Cuba: una cuestión de moral
La dictadura castrista ya va para largo con más de medio siglo de existencia. El tiempo suficiente (en realidad una eternidad) para sentir la mella de la fatiga. Las ganas de tirar la toalla en lo que se refiere a no bajar la guardia y aprovechar cualquier ocasión para denunciar los atropellos del gobierno.
Son en esos momentos de decaimiento cuando las intermitentes campañas a favor de levantar el embargo de Estados Unidos a Cuba suenan como cantos de sirena en medio del mar proceloso que separa a la isla de un salto a la libertad. ¿Y si al final, después de librar tantas batallas que no han conseguido derribar el muro del totalitarismo, lo que vale es tenderle la última mano que se resiste a montar hoteles o buscar El Dorado del petróleo en esa costa del Caribe? Hasta Hillary Clinton admite en sus memorias recién publicadas que, siendo Secretaria de Estado, llegó a sugerirle al presidente Obama que quizás había llegado la hora de levantarle las sanciones a quienes durante décadas han sido enemigos declarados de los intereses de los Estados Unidos.
Irónicamente, la estulticia sistemática del régimen de La Habana se encarga de sofocar cualquier desánimo pasajero. Al menos desde un punto de vista moral (y no se me ocurre razón más poderosa) no hay nada que motive a Washington, cuya posición continúa siendo que sólo habrá cambios sustanciales cuando los Castro den muestras de una verdadera apertura hacia la democracia, a regalarle un caramelo a su indeseable vecino a cambio de nada.
Mientras grupos seguramente bien intencionados hacen lobby para que la administración Obama levante el embargo, convencidos de que la libertad de los cubanos depende y pasa por ese gesto y no por la voluntad del castrismo de abandonar sus mañanas de perdonavidas, una vez más en Cuba la disidencia es acosada impunemente. Las redadas, las intimidaciones, los arrestos, nada tienen que ver con la vieja guerra contra el “imperio yanqui”. Sencillamente son expresiones propias de un sistema lamentable que a lo largo de 54 años no le ha importado mantener cautiva a una sociedad empobrecida.
Uno podrá sentir un cansancio infinito al comprobar que la dinastía castrista sigue en el poder mientras las primaveras se abren paso en otros lugares tan o más castigados. Pero, por mucho que se hagan combinaciones de la ecuación, uno no acaba de ver qué relación hay entre el afán de apuntar con el dedo a Washington, más que dispuesto a zanjar las diferencias si la violación a los derechos humanos cesa en la isla, y el empeño sistemático del castrismo en sofocar a quienes buscan espacios en el ahogo del prolongado encierro.
Cuando Berta Soler y otras integrantes de las Damas de Blanco son vapuleadas; o un matón de la Seguridad del Estado golpea en la calle al periodista independiente Roberto de Jesús Guerra, es inevitable preguntarse qué sentido tiene presionar a un gobierno democrático que plantea algo absolutamente razonable. Lo mismo hizo la comunidad internacional en su día frente al régimen de apartheid en Sudáfrica. Lo otro es, de algún modo, elegir hacer la guerra en el campo de batalla equivocado.
Por muchas vueltas (y han sido demasiadas a lo largo de más de cinco décadas) que uno le dé al dilema del embargo contra el régimen cubano, se retorna al mismo punto: el disgusto moral que provoca pasarle la mano a un impenitente abusador con la vaga esperanza de que se porte mejor. No es eso lo que recomiendan los sicólogos y el caso de los Castro es patológico. Habrá que seguir huyendo del entorno convertido en cárcel. Suele ser la única salida de los apaleados.
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