Ni príncipes ni princesas
Creerán que me refiero a la próxima entronización del Príncipe Felipe como Rey de España. Desempeño que sin duda él y Doña Letizia lo harán muy bien porque les sobra preparación y están plenamente insertados en los tiempos que corren en el marco de una monarquía parlamentaria.
Pero no me refiero a esta pareja real y sin embargo de carne, huesos y sentimientos, sino a los príncipes y princesas de los cuentos de nuestra infancia, con la sangre azul del cielo y castillos encantados. Doncellas impolutas y rubias a la espera del caballero andante que las salvaría de las maldiciones de este mundo por medio de un beso mágico. La promesa del amor imperecedero.
Así recordarán todos el cuento de la Bella Durmiente y su archienemiga Maléfica. Relato que Disney llevó al cine en unos espléndidos dibujos animados que infundían verdadero terror cuando el hada del mal extendía sus alas negras y condenaba a la pequeña Aurora, heredera del trono, al maleficio del sueño eterno. Los relatos tradicionales encierran una lección, una moraleja si se quiere, que se traspasa de generación en generación a modo de enseñanza. En este caso lo que pervive en la memoria colectiva de las niñas soñadoras es que un apuesto príncipe nos puede salvar de las mayores adversidades con algo tan simple como un beso. Y así, quizás, se desató la búsqueda de ese hombre redentor de princesas vulnerables y en peligro de la hibernación perpetua.
Bien, esta era ya no está para príncipes que si alguna vez existieron se extinguieron como los dinosaurios. Por ello la factoría Disney ha decidido ponerse a tono con esta época de la ciencia de algoritmos en el online dating y la pulsión de unos millenials que cambian de amores con la misma facilidad con que cambian de look. Así ha nacido Maleficent, versión remozada de La Bella Durmiente con un giro de tuerca, la precuela que nos desovilla el origen de la amargura y el rencor de Maléfica. Porque, señores, Maléfica fue en el pasado un hada del bosque llena de ilusiones, hasta que un pretendiente ambicioso le corta sus bellas alas para llevárselas como trofeo a un rey feudal dispuesto a esposarlo con su hija.
Esta Maléfica reconvertida en Maleficent encarna a la mujer que se deja engañar fácilmente con palabras de amor eterno, sin percibir que tiene enfrente a un tipo manipulador incapaz de amar a nadie. Mutilada y despechada, se convierte en la reina de un bosque ensombrecido por su dolor y sus deseos de venganza. Pero en un cuento contemporáneo la lección ya no se centra en la redención por medio del príncipe de nuestros sueños y la aniquilación de la mujer envidiosa, sino en la alianza de dos mujeres, Maleficent y Aurora, su discípula en el bosque. Juntas consiguen deshacer el hechizo de siglos de confusión, en los que a las niñas se les enseñó que la felicidad duradera es la imagen de un caballero que te sube a la grupa de su caballo blanco y si no te instala en un castillo, al menos te compra una casa.
Por aquello de hacer concesiones a la idea del amor romántico y no asustar al público con personajes femeninos más cercanos a las valientes Pussy Riot o las díscolas Femen, esta nueva versión no prescinde del todo del príncipe imberbe. Al fin y al cabo tampoco es cuestión de que Aurora, quien ya ha comprendido que no se puede depender del gesto protector de un hombre, termine en un convento de clausura.
Lo que sí queda claro es que la joven y el hada Maleficent pueden ser amigas y derrumbar los estereotipos. O por lo menos refrescar un viejo cuento. Habrá príncipes y princesas, pero no están los tiempos para sentarse a esperar la madre de todos los besos.
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